domingo, 25 de enero de 2015

METAFÍSICA DE ANDAR POR CASA
SOMERA VISIÓN DE LO HUMANO

Dr. Antonio A. Hage Made


La ciencia ha de frenar su imparable y espectacular avance. No decimos parar, decimos aflojar, aminorar su loca carrera hasta que el ser humano pueda volver a situarse a su vera o casi, encontrando en ella el acomodo que le permita compaginar la efímera vida de relación que le ha tocado vivir (que ha tenido que llenar con sus particulares recursos personales cuando es nada más ¡y nada menos! que un hombre corriente de a pie) con la de los ingentes conocimientos científicos actuales de los que va sabiendo cada vez menos ¡qué paradoja! al no existir proximidad entre los unos y los otros.

No es preciso recordar, por evidente, que la vida personal primitiva, y lo que en ella hubo de “ciencia”, caminaron juntas hasta que el hombre empezó a indagar en lo recóndito, entonces, el inicial paralelismo fue decantándose en favor de la ciencia que comenzó su particular andadura dejando atrás, aunque ayudando al ser humano que transitó desde ese momento por su particular camino, por el de lo cotidiano. Aunque aquí cabría hacerse una pregunta: ¿es que para vivir mejor hay que saber cada vez más?

Comenzaremos la parte esencial de este trabajo hablando en primera persona para resultar más inteligibles. Lo hacemos, ocupándonos en primer lugar del barrio -del sentimiento de pertenecer a un barrio- para ocuparnos después del pueblo y, más tarde, de la isla.

La defensa de cada una de esas etapas vividas fue en su momento intensa. ¡Nos peleábamos casi físicamente por lo “nuestro”! Competíamos barrio contra barrio, pueblo contra pueblo, isla contra isla. Así nos mantuvimos hasta que salimos a estudiar “fuera”. Inicialmente en una Facultad de una ciudad pequeña y aparentemente pobre donde mantuvimos nuestro amor al terruño en el que habíamos nacido y vivido porque nos dominaba un inexplicable sentimiento de superioridad que definitivamente perdimos cuando, para completar nuestra formación, nos trasladamos a una de las grandes urbes universitarias de nuestro País. En ella, entendimos por qué no se podía ser localista -¿nacionalista?- cuando nos integramos entre gente que tenían una rica historia que compartían y que nos acogió sin reservas de ninguna clase. Nuestra posterior formación académica y nuestras visitas temporales a otros países (de Europa, Estados Unidos, África) hicieron el resto, ampliando nuestro marco de entendimiento, de convivencia, convirtiéndonos en defensores decididos de lo universal. ¡Del gran valor de los seres humanos iguales que comparten idénticos o parecidos ideales!

Tras esa primera etapa de nuestra vida, conocimos una segunda. En ella vivimos la dureza de la vida cuando se transita con familia. Tuvimos, entonces, que luchar de forma competitiva en lo que nos tocó en suerte. Cada uno al nivel que eligió o al que la suerte le condujo. Nosotros en el terreno de la práctica médica, aunque hemos de reconocer que nuestro trabajo fue grato porque ejercíamos en lo que nos gustaba y, especialmente, porque contábamos, en general, con el favor de la gente. Nos aprovechábamos -aunque la palabra no sea la adecuada- de una profesión que tenía no solo la máxima repercusión en la vida de las personas sino la más alta valoración en la sociedad en general. En justa reciprocidad, dimos mucho. El “juego” de dar y de recibir forma parte esencial de la grandeza de la profesión médica a la que se puede acceder por diferentes motivos. En un alto porcentaje de casos, por el de la vocación y servicio a nuestros semejantes.

Vivimos entonces, paralelamente disfrutándola, una rica e intensa vida de relación desarrollando proyectos y actividades que nos produjeron muchas satisfacciones a nivel personal llenando una etapa tan rica que no nos permitía ni el sosiego ni el estudio en profundidad. Como seres humanos corrientes que éramos, creamos familia, tuvimos hijos y fuimos parte activa de la sociedad de nuestra época. Fuimos, en líneas generales, felices, aunque no calculadores crematísticamente hablando porque no nos aprovechamos de una vida material que por entonces “iba sobrada” y porque el horizonte de futuro quedaba muy lejano. Teníamos prácticamente de todo y casi todo estaba al alcance de la mano. Pero no supimos ser previsores, al contrario, dilapidamos. Muchos, incluso, vivieron por encima de sus posibilidades.

El ser humano corriente, ha evolucionado en su vida de relación de forma tan lenta que en él, y ahora, se repiten las virtudes y los vicios de sus antepasados. Porque veamos: ¿son hoy menos ambiciosos, menos interesados, menos individualistas, menos crueles, con menor apego a la comodidad y a la riqueza la gente de ahora a la de entonces? No, pese a que en su andar el hombre “corriente” -llamémosle así- se haya encontrado con idealistas, altruistas, iluminados, benefactores, etc., pero también con egoístas, interesados, prácticos, individualistas… que han podido influirle de forma clara en un intento de cambiar su forma de entender la vida, sin conseguirlo, porque el hombre corriente de hoy que es -como se ha dicho- el mismo de ayer, no quiere que terminen complicándosela. Pretende, como buen epicúreo que es, vivir en paz con su vida material resuelta, gozando de las excelencias de la misma con el menor número posible de contratiempos y, en general, con un fondo de egoísmo que le hace anteponer a sus allegados y a sí mismo a todo lo que no sea él y su entorno más o menos próximo.

Este hombre corriente, pretende alargar su vida, naturalmente, el mayor tiempo posible en las mejores condiciones y en la mayor felicidad. Para ello pide ayuda a la ciencia donde otros seres humanos -adornados de auténtica vocación- sí son solidarios, abnegados, y están entregados de lleno en la ayuda a sus semejantes. Es decir, un tipo de hombre éste que cada día sabe más de todo porque cada día profundiza y se entrega con más pasión a la sabiduría y al conocimiento. Dejémoslos de momento aparte, aunque señalando que la ciencia no conoce límites, que en su camino avanza inexorable y que eso la aleja, aparentemente, de la vida del hombre corriente en el que anidan sentimientos, pasiones, espiritualidades, etc., que no siguen el ritmo marcado por lo científico ya que su meta es el del beneficio de lo material, de lo humano, una vez encontrado un importante asidero en su trayectoria vital, el de las creencias, al que se ha aferrado porque le proporcionan esperanzas e ilusiones. Es éste, el de las creencias religiosas, el que idealizando su vida la ha hecho trascendente permitiendo que siga soñando mientras camina animoso junto a lo científico.

Podríamos detenernos aquí un momento para concretar lo que son, en parte, estos dos tipos de seres humanos. Unos, corrientes, viven para sí mismos. Otros, vocacionales, dedican su existencia a la ciencia a la que sirven con intensidad porque en ella encuentran su razón de ser que, además y como añadido, les permite acudir en favor del próximo ¿los llamaremos estoicos?

Con todo, ¡la vida que poco, o que mucho, le ha dejado al actual hombre corriente!: superficial cultura; gozo por vivir; sentimiento de trascendencia y ansias de un más allá al que le podría conducir lo religioso. Aunque todo ello quede en nada si la vida no resulta gozosa, si no existe sentimiento de trascendencia y si la religión no es su soporte fundamental.

Esta reflexión puede -de manera falsa y superficial pero, quizás, didáctica- dar sentido al presente trabajo si en él dividimos la existencia humana en estratos diferenciados. Científicos, artísticos, de los santos, de los seres humanos “corrientes”, etc., en los que unas vidas, en su deambular, son distintas de otras.

Todo ser humano nace vinculado a su genética que, cuando no sufre cambios importantes en su compleja combinación, reproduce gran parte de la vida de sus progenitores. Desde ella, se modula y desarrolla un nuevo y original organismo. Por esa razón, parece fuera de lugar el viejo dilema filosófico de ¿el hombre nace o se hace? O lo que es lo mismo: por el solo hecho genético que trae una persona al nacer, ¿se la puede considerar humana? Nosotros, creemos que sí. El hombre nace marcado por la combinación y recombinación correcta del ADN de un padre y de una madre. El medio en el que va a desarrollar su vida futura hacen el resto; lo que ocurre cuando lo filogenético termina por darle “fachada” a lo ontogénico. En él hay estructuras, sistemas y órganos que bien conocidos y ya desentrañados responden a razones de un desarrollo normal, pero existen, así mismo, sobre lo heredado y constitutivo, actitudes, afanes, deseos, posturas, sentimientos -temporales, o definitivos- que incardinándose en el ciclo vital material lo van modificando en un continuo construir y deconstruir.
Afortunadamente, como ha sucedido a lo largo de todas las civilizaciones, existieron y existen, paralelamente al alegre bienestar referido de los seres humanos corrientes, seres humanos preclaros que desde un primer momento han tenido una vida diferente, vocacional. Unos, artistas (pintores, músicos, escritores, etc.) bien dotados por la naturaleza, se han desentendido casi -cuando eran auténticos artistas- del medio que les rodeaba dedicándose a crear arte para su propia satisfacción y para la de los demás. Otros, investigadores científicos, dotados de convicciones y con voluntades de hierro se han dedicado a indagar sin desmayo en el logro de avances que condujeran a desentrañar lo desconocido. Otros más, por fin, practicantes de religiones, han intentado contagiar con sus sentimientos trascendentales a sus semejantes para que éstos pudieran entender y practicar una vida de santidad o próxima a ella.

Todo eso, lo científico, lo artístico y lo religioso es para nosotros, no hace falta repetirlo, lo preclaro de la vida. El ser humano encaja en una de esas tres categorías de hombre. Aunque, debemos añadir, sin querer entrar en contradicción, que también el hombre corriente si atesora virtudes propias de su naturaleza humana, es decir, de generosidad, de amor por sus semejantes, de pasión por la vida, de necesidad de convivencia, de fraternidad, de sentimientos, aunque sean difusos e imprecisos, de trascendencia, etc., se sitúa, también, en un nivel superior, asimismo, preclaro. Pero ha de atesorar esas virtudes porque no le queda otra cosa. Sin ellas, puede terminar transitando por la vida sin un sentido claro de la misma acabando en frustración, en pena, en pesar.

En ello estamos, pidiéndole como es natural, al hombre corriente que somos, bien poco. Solo vivir en paz, en armonía, en convivencia para no ver perturbada nuestra existencia que, si no va a ser trascendente, que sea, al menos, gozosa y eso no se puede lograr sin la implicación de todos. Sin alejar de la vida del hombre la desmedida ambición y sin actuar con un sentimiento fraterno sincero porque la vida, nos guste o no, es compleja y su sentido hay que buscarlo en los arcanos de la ciencia pero también, en los del alma humana. Nosotros, hombres corrientes de a pie, vemos, de momento al menos, a las religiones como las únicas con capacidad para cumplir esa alta misión. Aunque, ¡quizás algún día la ciencia pueda darnos una sorpresa!, ya que el arte bastante hace con alegrarnos la vida a través de sus muchas y variadas manifestaciones.

Con las religiones, las cosas son diferentes. Muchísimos las necesitan para dar sentido a sus vidas. A nosotros, que estamos en la contradicción, que somos viejos y que solo nos mueve seguir viviendo algo más de tiempo gozando de salud -el mayor bien de la vida física del hombre- no nos estorban, al contrario, las necesitamos porque nos apasionan, nos emocionan, nos permiten creer y porque pensamos que en un incierto futuro -más próximo que lejano- nuestras moléculas, nuestros átomos, si somos incinerados como queremos -o nuestros restos, si no lo somos- podrán llegar a mezclarse si son aventados con los de otros -conocidos o desconocidos- y con la propia tierra, madre de vida, prolongándonos en ésta de alguna manera. Para ello, echaríamos al viento también los restos de los camposantos. Los dejaríamos al aire para que pudieran fundirse o para que quedaran, al menos, en contacto próximo los unos con los otros.

Nadie ha expresado mejor nuestro pensamiento que Arístides Hernández Mora, el insigne poeta de mi pueblo de adopción, cuando escribió:


Yo quisiera al morir ser enterrado
en la fosa común, junto al hermano
que nunca conocí ni vi a mi lado
ir desnudo a la tierra como el grano.
De esta suerte mi ser desintegrado,
mi fósforo mi calcio diluidos,
darán guano a ese suelo despreciado
por larvas y raíces absorbidos.
Así al llegar la nueva primavera
en lenta savia hacía el ciprés subido
algo mío estará de lo que he sido
al sol y al viento de este Valle amado.
Tengo mi sepulcro familiar y siento
horror inmenso a ser allí llevado
a tan sórdido y lúgubre aposento
en un oscuro hueco sepultado.
Amo a la tierra, al árbol, a la brisa
Me someto a la ley de lo creado
nacer, crecer, amar todo deprisa
tanta que apenas llego, ya he acabado.


Y que conste, por si pudiera haber error, que nunca hemos negado la existencia de lo divino. Pero, esa es una cuestión que nos desborda y que nos hace ser, primero creyentes; después reflexivos. Creyentes, de un insondable problema para el que nadie ha encontrado, ni encuentra solución. Reflexivos sobre lo que otros han cavilado, escrito y propalado. Habrá que decir por ello, junto a lo ya manifestado, ¡que Dios ilumine el camino de nuestra larga o corta existencia! ¡Que la ciencia no ceje en la investigación! ¡Que el arte continúe deleitándonos! Conceptos estos que guardan puntos en común y del que priorizamos el apoyo espiritual porque es el que nos sirve de manera más clara en el duro transitar por la vida. Unas veces para gozar de ella, otras, para padecerla, pero siempre, para comprobar cómo nos atrapa llevándonos o a la cima de lo sublime o dejándonos caer estrepitosamente en el abismo.  

jueves, 8 de enero de 2015

DE NUEVO CON “LAS URGENCIAS”

Dr. Antonio A. Hage Made


Casualmente, porque suelo estar poquísimo tiempo ante el televisor, alcancé a ver y a escuchar hace unos días parte de un programa local en el que oyentes y quienes constituían el plató (familiares de enfermos, médicos, periodistas y sindicalistas, creo) criticaban abiertamente al Servicio de Urgencias del Hospital General y Clínico de Tenerife a raíz de un caso que lamentablemente fue seguido de exitus. Se añadía, que casos similares no eran infrecuentes y que las largas esperas con enfermos en condiciones precarias eran la nota dominante.

Como responsable importante que fui de la puesta en marcha del mismo, deseo dejar constancia aquí y ahora de la impagable labor que dicho Servicio prestó y, con seguridad sigue prestando a la sociedad canaria como hemos adelantado en esta misma web del Colegio de Médicos de fecha 2 de mayo de 2012, “LAS URGENCIAS”, UNA NUEVA ESPECIALIDAD MÉDICA que hoy complementamos y ampliamos.

Lo hacemos, particularmente, en reconocimiento de quienes han servido en él, a través de los años, dejándose allí la piel. Y no estamos expresándonos con terminología grandilocuente, ni mucho menos; corresponde a la realidad de un Servicio que en el momento de su creación fue un hito en la Medicina de Urgencias de nuestro País.

Hablamos de memoria, han pasado muchos años, pueden existir lagunas, lapsus, que, por irrelevantes, no modifican lo sustancial. Exponemos los hechos bajo los siguientes epígrafes:

El espacio físico y el personal:

En el año 1977, el Cabildo Insular de Tenerife decidió poner en marcha un verdadero Servicio de Urgencias en sustitución de los antiguamente llamados Cuartos de Curas o Salas de Urgencias de los hospitales en donde, con escaso personal y medios, se atendía a los enfermos. Dispuso para ello de un espacio físico del propio Hospital previamente construido, es decir, ya existente aunque en desuso, relativamente amplio, que en su día fue parte de la primitiva Facultad de Medicina. Convocó, al mismo tiempo, plazas de médicos en dedicación expresa a las urgencias y permitió que personal de la propia plantilla del Hospital (enfermeros, auxiliares de enfermería, administrativos, etc.) cambiara de destino y solicitara su incorporación al Servicio de nueva creación.

Cinco fueron los primeros médicos que, tras el correspondiente Concurso Público de Méritos, entraron a formar parte del mismo. Todos eran acreditados profesionales que venían del campo de la Medicina Interna. Uno, de la Clínica Universitaria de Navarra; otro, de Hospitales alemanes; dos, del propio Hospital Universitario de Canarias y, uno más, de los Servicios del Profesor Jiménez Díaz de Madrid.

Los enfermeros fueron seleccionados entre los que gozaban de mayor reconocimiento dentro del Hospital. Los auxiliares de enfermería, entre los más veteranos, los que tenían más experiencia y mejor disposición.

Nosotros, con la ayuda de los futuros componentes del Servicio, particularmente del enfermero jefe -prematura y penosamente malogrado- contribuimos desde el primer momento a su organización. Aconsejamos modificaciones y añadidos, hasta donde fue posible, para dejar el recinto en aceptable condiciones de operatividad y funcionamiento como vamos a ver.

Diseño propiamente dicho:

Al Servicio, situado a nivel de calle, se accedía desde un amplío espacio al que se llegaba directamente desde la autopista del norte de la isla y desde la carretera comarcal Cuesta-Taco. La puerta de llegada, expedita, estaba protegida por una especie de marquesina que resguardaba de las inclemencias del tiempo. La salida, expedita así mismo, volvía a comunicar con la autopista del norte y con la carretera comarcal.

La entrada daba directamente a un gran receptáculo en el que se aparcaban camas, camillas, sillas de ruedas, etc., y al que acudían de inmediato los auxiliares para hacerse cargo de los pacientes que llegaban por su propio pie o a través de los diferentes medios de locomoción. Desde el receptáculo de entrada se accedía, de forma directa, a una amplia zona de triaje.

En la zona de triaje, el equipo de enfermería se encargaba de hacer una selección previa y establecía las prioridades de quienes llegaban. En dicha zona existían, en acceso directo, seis amplios cubículos de atención inmediata. Uno, el más amplio y especialmente dotado, se destinaba a la atención de las urgencias mayores, es decir, a las especialmente graves y agudas que ponían en riesgo inmediato la vida de las personas. Otro, con material adecuado, también muy amplio, se destinó a pacientes con patología ósea que quedaban, por lo general, en manos de los traumatólogos. Los cuatro restantes eran cubículos que, con dotación normal, permitían historiar y explorar a los pacientes con cierto sosiego hasta decidir su ulterior destino.

Con puertas a esta zona de triaje quedaban: un aseo, un cuarto para guardar material de limpieza y un pequeño office en el que se podía preparar un tentempié para pacientes en tránsito o en observación; también, aunque excepcionalmente, para uso del personal de guardia del Servicio.

Desde la zona de triaje se llegaba como continuación de la misma, a través de un pasillo a una Sala de mediano tamaño destinada a albergar enfermos que quedaban a la espera de completar sus estudios; permanecían allí, en camillas, sillas de rueda o sillones, en vigilancia indirecta, aunque efectiva. En dicho pasillo existía un pequeño montacargas que en viaje de ida y vuelta comunicaba con el Laboratorio Central al que se enviaban las muestras de sangre y de otros fluidos y en el que se recogían los resultados que éste proporcionaba. A continuación, se instaló una Sala de Rayos -en habitáculo plomado y, por tanto, bien protegido- con un aparato multiuso. Frente a estas dos estancias estaba la puerta de entrada a una gran Sala de Observación, diáfana, con grandes ventanales al exterior y ocho camas monitorizadas a cuyo cuidado quedaba en atención permanente un enfermero que ocupaba un estrado que le permitía la cuidadosa vigilancia de todo lo que allí sucedía. Sala ésta que nos sacó de muchos apuros porque en más de una ocasión tuvimos que acumular en ella un número mayor de camas; habilitándola, por lo tanto, para la atención de un mayor número de enfermos.

Adosada a la misma, ocupando un espacio especialmente preparado para ese fin, estaban los aseos de enfermos; unos normales y otros especiales. Los especiales, dedicados a situaciones también especiales donde los pacientes indigentes, o los que llegaban en condiciones penosas, obligaba a seguir con ellos pautas sanitarias higiénicas previas al tratamiento médico propiamente dicho.

El aludido pasillo, terminaba en un fondo de saco en el que se colocaron sillones y sillas de rueda para atender a pacientes que quedaban a la espera de resultados y de toma de decisiones; en vigilancia indirecta, pero, así mismo, efectiva. Este fondo de saco tenía, por un lado, una puerta abatible que lo comunicaba con otro pasillo (que denominaremos semiprivado) y, por el otro lado, una amplia puerta que comunicaba directamente con el resto del Hospital.

La zona de triaje, parte central del Servicio, que hemos dejado atrás, comunicaba a su vez, a través de una puerta abatible, con el otro extremo del pasillo que hemos llamado semiprivado. Éste, seguía dirección paralela al primeramente descrito, con similar longitud, pero con diferente uso. En él se integraba todo lo “privado-administrativo”, vamos a llamarlo así. A saber: la administración propiamente dicha con personal que, alternándose, permanecía allí día y noche. Sala de espera para familiares con entrada regulada desde la calle que disponía de sus correspondientes aseos. La secretaría. Los despachos de los médicos y del personal de enfermería que fácilmente “transformábamos”, según las exigencias, en un único salón de actos (para clases, conferencias, sesiones clínicas, etc.). Al final de dicho pasillo estaban los aseos del personal del Servicio.

Recuerdo al respecto y como nota anecdótica, que los psiquiatras de guardia en presencia física a los que recurríamos (y cada vez recurríamos más a ellos porque cada día acudían más enfermos psiquiátricos al Servicio), usaban nuestros despachos porque en ellos podían realizar sus largas exploraciones y tratamientos -¡solían gastar horas con cada uno de los enfermos!- y precisaban de un ambiente tranquilo, de cierto aislamiento, alejado del ajetreo del resto de las Urgencias y solo allí lo encontraban.

El pasillo fue pronto adecuadamente acondicionado para albergar en él, bien clasificadas y atendidas por la secretaría, las copias -porque el original acompañaba siempre al enfermo- de las Historias Clínicas de todo el que pasaba por Urgencias. La Historia Clínica, fue la primera gran aportación que hicimos al Servicio. Nunca antes había existido Historia Clínica de Urgencias.

Desde el primer momento se “protocolizó” todo el trabajo mediante normas que concernían al personal y a la actividad que allí se desarrollaba.

Teníamos, cuando lo solicitábamos, el apoyo de todo el cuerpo médico de guardia del Hospital. Y se dispuso que los médicos residentes de los diferentes Servicios, que estaban completando su formación como especialistas, hicieran guardia -en presencia física y como parte de su formación- en nuestro Servicio.

Contábamos con Relaciones Públicas y con Vigilante Jurado las veinticuatro horas del día y teníamos comunicación telefónica directa con el exterior.

El esquema organizativo era, grosso modo, correcto. Al fin y al cabo, se había conseguido crear, bien estructurado y en funcionamiento, “un pequeño hospital dentro de un gran hospital”.

Las carencias:

Sin embargo, no estábamos satisfechos. En nuestro país no existían, porque no habían sido creados, ni programas de formación para Médicos Residentes propios de Urgencias ni Especialidad de Medicina de Urgencias. ¡A todo ello nos dedicamos desde un primer momento!

Creamos, en el seno del Colegio de Médicos de Tenerife, del que recibimos expresa felicitación, la primera Sociedad Española de Medicina de Urgencias (URGECAN) y pusimos en marcha el primer programa de Especialistas en Urgencias de nuestro país en el que, tras exámenes y pruebas prácticas previas y tras completar cinco años de formación, siete primeros médicos vieron refrendada su excelente preparación con el consiguiente Certificado Oficial que expidió el propio Hospital Universitario con el Visto Bueno de la Facultad de Medicina de la Universidad de La Laguna. Eso, les acreditaba como verdaderos Especialistas en Urgencias. El programa, a partir de ahí, se fue renovando periódicamente con nuevos aspirantes médicos.

Operatividad:

El Servicio, pese a lo bueno referido, nació marcado con otro grave problema que incidió y, al parecer, sigue incidiendo, en su operatividad. Trataremos de contarlo, adelantando que el asunto no resulta fácil de explicar.

Todo paciente, tras estudio y tratamiento en Urgencias, seguía uno de estos tres caminos: era, tras el correspondiente estudio, dado de alta más o menos de inmediato o después de permanecer en observación no más de veinticuatro horas. Era ingresado en alguno de los Servicios del Hospital (quirúrgicos, médicos, unidades especiales) previa información a los responsables de los mismos quienes se hacían cargo del enfermo en el propio Servicio de Urgencias. Era trasladado a algún otro Centro Médico externo.

Y, es aquí, donde aparecen los mayores problemas. Mejor diríamos ¡es aquí, donde se le crean los mayores problemas al Servicio de Urgencias! No por el primer supuesto, porque la Sala de Observación la manejábamos, al fin y al cabo, con total autonomía y podíamos acumular en ella un mayor número de camas, pero sí por los otros dos. Tanto por el de los ingresos que debíamos hacer a otros Servicios del Hospital como por el de los traslados que nos veíamos obligados a realizar a Centros extrahospitalarios. El de los ingresos a otros Servicios intrahospitalarios, porque se precisaba del Visto Bueno de los responsables de los mismos que, una de dos, o tardaban en efectuar el ingreso porque no disponían de camas o nos las denegaban aduciendo que la cama libre ya había sido adjudicada a un paciente de la especialidad que “tenían en su particular lista de espera y al que habían llamado para su ingreso inmediato”. El de los traslados extrahospitalarios, porque éste resultaba complejo y problemático dada la maraña y las trabas administrativas -y de todo tipo- que tan bien fueron montadas (?).

Los problemas señalados tenían una solución inmediata que no se quiso asumir. Ésta, venía dada por “vaciar” con rapidez el Servicio de Urgencias. Particularmente cuando estuviera a tope, sobresaturado, momento en que más lo necesitaba. Eso era factible, toda vez que el Servicio Canario de Salud ya se había hecho cargo de toda la sanidad insular y abarcaba, no solo camas de sus propias Instituciones, sino también las del propio Hospital Universitario y las de las numerosas Clínicas con las que tenía Concierto. Pero nunca hubo, repetimos, voluntad para ello. Inexplicable, porque la sanidad estaba experimentando un importante cambio y en ella las Urgencias eran una referencia asistencial de primer orden.

La situación era grave para nosotros que con personal con inmejorable preparación médica, como reconocían todos; que no solía equivocarse cuando indicaba un ingreso, como también reconocían todos, nos veíamos atados de pies y manos porque teníamos que “quedarnos” horas y horas con los enfermos y ¡hasta más de un día! aunque el paciente no sufriera desatención de ningún tipo al permanecer en la Sala de Observación atendido, medicado y con vigilancia profesional permanente.

Pedimos entonces, sin desmayo, que se diera solución a este gravísimo problema que como cuello de botella estrangulaba al Servicio de Urgencias que se veía obligado a acumular enfermos en lugares inadecuados. Si bien es verdad, que nunca escuché decir a nadie ¡porque eso nunca ocurrió! que los enfermos quedaban abandonados en los pasillos de tránsito o en lugares inapropiados, sin cuidados médicos de ningún tipo durante días. Incido con énfasis en esto último porque conozco la medicina de urgencias de los hospitales -particularmente del nuestro- y porque la deshumanización no forma parte del acto médico. Indáguese pues, por elevación, cuando se encuentren ante un caso que ofrezca dudas. No carguen sobre quienes -junto con los enfermos o más que ellos- sufren las deficiencias de nuestro sistema sanitario al que no se le cae de la boca decir que “tenemos el mejor sistema de salud del mundo”, lo que no es cierto. Tenemos, eso sí, personal sanitario comparable a los mejores del mundo y, particularmente, sufridos enfermos que están aguantando de todo. Lo demás, es pura palabrería.

Organización de la atención general de Urgencias:

Las Urgencias han venido sufriendo, como hemos adelantado, una transformación radical que incide no solo sobre los hospitales, incide sobre toda la estructura sanitaria que ya precisa de un cambio sustancial que pretendemos poner de relieve para su solución, mediante la argumentación siguiente:

Cuando alguien enferma acude, naturalmente, al médico. La tardanza en la atención cotidiana es hoy tanta y la demanda también tanta que el enfermo se ve obligado a recurrir a las Urgencias. En primera instancia, a las extrahospitalarias. En otras, ante la aparente gravedad y porque se impacienta, a las hospitalarias que en ningún caso la deniegan ni la desvían, al contrario, la asumen aunque estén sobresaturadas.

Los médicos que atienden las urgencias, especialmente los de los hospitales, son, hoy por hoy -particularmente los titulados como Especialistas de Urgencias- los mejores “generalistas” del País. Ningún otro profesional les supera en conocimiento, en preparación y en eficacia. A través de los años, han logrado situar a la Especialidad en lo más alto de la profesión, dejando de ser “los parientes pobres” de la Medicina. Están -ante la demanda y el rumbo que ha seguido la sanidad- en la cumbre de la atención médica. Se acabó, pues, el buscar en la Medicina de Urgencias, extra e intrahospitalaria, el refugio de médicos recién licenciados que sin especialidad reconocida ni experiencia de ninguna clase llegaban a esos Servicios usándolos como “trampolín” atentos a abandonarlos a la primera ocasión que se les presentara.


Una relativamente novedosa forma de atención médica urgente:

Vista así las cosas, nos atrevemos con una arriesgada y rotunda afirmación: ¡hay que sacar a las Urgencias de los Hospitales, conservando, no obstante, dichos Servicios hospitalarios tal y como están para que puedan seguir cumpliendo la alta función para la que fueron programados! Lo que no es una contradicción ni una ocurrencia como vamos a ver. Argumentamos para ello en lo vivido ¡años cincuenta, nada menos! en la Comunidad de Madrid.

No existían por entonces en nuestro País, ni las grandes Instituciones Hospitalarias, que aparecieron más tarde, ni los numerosos Ambulatorios que hoy posee el Servicio Nacional de Salud. Existían, eso sí, en cada uno de los diez o doce -según creo recordar- Distritos de la capital de España, unas muy bien dotadas Casas de Socorro; algunas, incluso, con camas para estancias cortas. Estaban atendidas cada una de ellas, todos los días del año, en turnos de día y noche, por dos médicos, dos ATS y un adecuado número de ayudantes en cada uno de los turnos de trabajo. El personal dependía de la Diputación Provincial de Madrid. Había accedido a sus puestos de trabajo tras duras y reñidas -según fue fama entonces- Oposiciones.

Esas Casas de Socorro, que habían nacido para el cuidado de enfermos de la Beneficencia Provincial, terminaron acogiendo a todo tipo de paciente; a extranjeros, incluso, como tuve ocasión de ver.

De los dos médicos a los que hemos hecho referencia, el más veterano se ocupaba del trabajo dentro del propio recinto. El de incorporación más reciente al Cuerpo, al que se le llamaba “médico de salida” que era generalmente el más joven, se encargaba de atender las urgencias domiciliares. Lo mismo ocurría con los ATS (los enfermeros de ahora). El personal de “salida” era trasladado en un pequeño coche con conductor a los domicilios de los pacientes.

Allí, se resolvía mucho. Las Casas de Socorro estaban bastante bien dotadas para la época y contaban con instalación radiológica y electrocardiográfica. Trataban gran parte de la cirugía menor (heridas, hemorragias, etc.), la traumatología (fracturas no complicadas ni complejas) y todos los casos médicos que le llegaban. Los pacientes con procesos especialmente severos o importantes eran remitidos, mediante ambulancias, a alguno de los pocos hospitales generales existentes (Santa Isabel, La Princesa, San Carlos...) o a algunos de los Equipos Quirúrgicos. Aclarando, que los grandes hospitales de entonces recibían muy poca urgencia directa; solo les llegaban accidentes muy severos y cirugía mayor.

Lo que parece conveniente hacer:

Todo lo últimamente dicho, es lo que pretendemos que se aplique aquí y ahora a las Urgencias. A imitación, mejorada si fuera posible, de lo que allí se hacía. Aunque, por supuesto, con matizaciones y utilizando los recursos actualmente existentes que son muchos e importantes. Especialmente los que pueden ofrecer los Ambulatorios de la Seguridad Social que dispersos por toda la geografía nacional están en condiciones de cumplir tan importante papel.

Pero eso ha de ser a condición de que cambien radicalmente su forma de trabajo y su relación inmediata con los enfermos y con los Hospitales. Hagamos de ellos, a semejanza de las antiguas Casas de Socorro de Madrid (decimos de Madrid, porque ni todas las Casas de Socorro ni todas las ciudades podían presumir de Servicios tan completos, al contrario), Centros operativos en los que los médicos generalistas, también los especialistas, en presencia física y en turnos de día y noche, estén obligados a atender de forma inmediata o casi inmediata todo lo que les llega y a que las urgencias domiciliarias sean tratadas, también sin demora, por esos profesionales ¿los llamaremos de salida?

Adaptemos lo bueno que tenemos ahora a la organización de entonces. Transformemos los Ambulatorios como si estos fueran, repetimos, las antiguas Casas de Socorro donde se resolvía mucho, bien y pronto. O creemos de novo, Centros periféricos de pequeño-mediano tamaño, con similar operatividad, en los diferentes Distritos, lo que consideramos, de momento al menos, poco viable y más costoso.

Los Ambulatorios en la Organización de las Urgencias:

Hagamos ambivalentes a los Ambulatorios, simultaneando en ellos su uso actual con el primer escalón de las Urgencias. Saquémosles partido porque tienen mucho personal bien cualificado y mucha, y muy completa dotación material. Que en ellos, no se demore ninguna exploración complementaría, salvo que haya que posponerla unas horas o un día porque la preparación previa del enfermo así lo exija. Que no se adscriban cupos a los médicos que tienen que atender de inmediato a los enfermos, pues todos ellos deben estar preparados en todo momento para todo lo que les llega. Que los medios complementarios de diagnóstico (análisis, radiología, incluyendo las sofisticadas de imagen, las endoscopias y demás) queden a disposición de los médicos las veinticuatro horas del día. Que las intervenciones quirúrgicas y los traumatismos, hasta un cierto nivel, sean tratados de inmediato en el propio Ambulatorio ya que éste dispone de cirujanos y de traumatólogos cualificados que podrían contar con algunas camas para estancias cortas. Que lo urgente que “sobrepase” lo establecido para esa cirugía, traumatología y demás, sea evacuado con prontitud hacía los Hospitales y hacia los Servicios de Urgencia de los Hospitales, usando las ambulancias y razonando los traslados, porque es en ellos donde se deben resolver los severos procesos médico-quirúrgicos. Finalmente, que las actuales plantillas médicas de los Ambulatorios puedan verse completadas con verdaderos titulados en Medicina de Urgencias; una Especialidad que, como tal, ha sido refrendada ya en muchos países.

El esquema de trabajo que estamos proponiendo trastoca con seguridad, lo reconocemos, todo lo anteriormente establecido y convierte a las urgencias no solo en la medicina de primera línea, que eso siempre lo fue, la convierte en la Especialidad más demandada por la sociedad. Y aquí cabe la pregunta, pero, ¿no es esto lo que lo sociedad pide?, ¿no se lo vamos a ofrecer cuando se trata de una realidad que hay que asumir y que los profesionales no tenemos más remedio que aceptar? Una realidad que, si es resuelta en el nivel que hemos expuesto, dejando que sean los Servicios de Urgencias de los Hospitales receptores solo de las complicadas urgencias mayores, va a permitir que la demanda urgente a esos Servicios -y a los propios Hospitales- descienda, permitiendo que allí se siga practicando la medicina que, por su alto nivel, les corresponde.

La medicina programada:

Cabría hacerse otra pregunta: la actual medicina programada, ¿dónde va a seguir siendo atendida? ¿En los Ambulatorios que ambivalentes, como se ha dicho, incluyan a ambas? Pues sí. Porque éstos, hoy por hoy, tienen, repetimos, una gran capacidad física, magnífica dotación material y suficientes y bien preparados profesionales. Pero, a condición de que ambos tipos de medicina caminen, dentro del mismo recinto, por circuitos diferentes. Las urgencias por lo ya explicado. Lo programado, a través de su propio circuito que podríamos denominar “sanitario-administrativo” o algo parecido, en el que los médicos, con sus cupos, con sus correspondientes auxiliares, en turnos solo de día, puedan seguir dando cumplida cuenta a lo concertado. A lo programado, que incluye estudio, diagnóstico y tratamiento, aunque también revisiones analíticas, tomas de constantes, consejo médico, etc.; así como al resto, de lo que hemos denominado médico-administrativo, en el que a los enfermos se les repite recetas, se les extiende partes periódicos de baja, de confirmación y de alta; se les remite a los especialistas correspondientes etc. En una palabra, se les ayuda en los trámites de cada día a través de “su particular vía, de su circuito”, diferente al establecido para lo urgente. Circuito de lo concertado que puede continuar resolviendo, pues, los problemas médicos y paramédicos del día a día.

Síntesis de lo que se propone para la Medicina de Urgencias:

Lo expuesto, nos permite afirmar: la persona que enferma repentinamente, con enfermedad banal o grave, debe ser atendida con rapidez ¿con urgencia, diríamos? porque ni puede ni debe ni quiere esperar. El aserto, permite la aclaración siguiente: la Medicina de Urgencias ha alcanzado una nueva dimensión. En ella, los médicos, y, naturalmente, los enfermos, son los protagonistas principales. Aunque hayan sido estos últimos los principales impulsores de la misma al haber establecido quién y en qué momento se debe acudir a las Urgencias. El médico, ha aceptado el reto. La Administración sanitaria no puede quedar a la saga. Ha de poner todos los medios a su alcance para tratar de paliar la enorme demanda de atención médica inmediata que ya es mucha y muy exigente y que incide especialmente en los Servicios de Urgencias de los Hospitales y, por ende, en el resto de la sanidad.

No olvidemos que la frecuentación de las urgencias hospitalarias en España se estima (datos tomados del Ministerio de Sanidad y Política Social) en 585,3 urgencias por cada mil habitantes, con un porcentaje de ingresos del 10,5 %; que el 80 % de los pacientes acuden a las urgencias hospitalarias por iniciativa propia; que la estimación del uso inapropiado de las mismas llega hasta el 79 % y, que el 80 % de los pacientes atendidos en dichos Servicios fueron dados de alta y remitidos a su domicilio. Todo ello, obliga a recapacitar seriamente sobre el problema tan grave y a manifestar: ¡qué porcentajes tan demostrativos! ¡Cuánto ahorro -según esos datos estadísticos- para las urgencias hospitalarias y para los propios Hospitales, en consultas, en ingresos y en camas!

Addenda aclaratoria:

La lectura de este trabajo no debe conducir a malas interpretaciones. En él hemos tratado de poner en evidencia quién ha “llevado” a las Urgencias, llamémoslas cotidianas, a su estado actual, una vez visto que el conflicto nace por el abrumador uso que de ellas se hace cuando falla estrepitosamente la organización primaria de la sanidad pública que cita a los enfermos para consultas y, especialmente, para pruebas complementarias diagnósticas, con tardanzas de días, de meses y hasta ¡inexplicable! de años! ¿Qué se ha de hacer ante esas situaciones? ¿Acudir a la sanidad privada que, costosa, atiende con mucha más rapidez? No; ¡exigir atención inmediata!; la que solo se encuentra en los Servicios de Urgencias que, afortunadamente, nunca la deniegan. El paciente, en esos casos se toma, digámoslo en un tono casi jocoso, la “justicia por su mano” y la utiliza.

Ese, es el nivel en el que tratamos a las Urgencias en el presente trabajo ya que en nuestro país -y en el resto del mundo- existen, por elevación, unos Servicios Especiales de Urgencias que dan cumplida y cabal cuenta de las Urgencias; de todas. Pero, esa es otra cuestión a cuyo frente y con total eficacia se han puesto los SAMU y otras organizaciones, que utilizan el mismo o parecido acrónimo, que sí han sabido estar a la altura de los tiempos al haberse definido y actuado como “un servicio médico integrado que permite a todas las personas poder recibir asistencia de manera oportuna y con calidad, cuando se presenta una urgencia o una emergencia, en el lugar donde se encuentra, de manera rápida, eficiente y gratuita”. Definición en la que cabe, por supuesto, nuestro presente esquema organizativo. Aunque lo de los SAMU da, por su extraordinaria importancia, para muy extensos trabajos que ya recogen numerosísimas publicaciones.

El problema de las Urgencias, da para mucho. Es hoy, una prioridad por su propia naturaleza de urgente -valga lo redundante- pero también y especialmente por la incidencia que ejerce sobre el resto de la sanidad a la que condiciona. Ocuparse de ella, particularmente en programas de divulgación o de opinión, ha de ser siempre bajo el rigor y bajo la información mejor documentada. No nos gusta dar consejos a nadie pero sí pedir prudencia y cabal conocimiento de lo que se habla en público en un momento en el que la sociedad parece haber entrado, en líneas generales, en el “todo vale; todos pueden opinar de todo”. Máxime, cuando en ella se implica a profesionales no solo cualificados, sino, especialmente, abnegados.

Con una acotación final que nos parece oportuna exponer ante pacientes y familiares: ¡mesura, buen uso de las Urgencias, porque del buen tino con el que éstas sean demandadas, así va a ser la respuesta que, en justa reciprocidad, van a recibir de ellas!

sábado, 12 de julio de 2014

PNIE (psiconeuroinmunoendocrinología)

          PNIE

         UN MODELO DE ABORDAJE EN SALUD

          Dr. Antonio A. Hage Made

          Consideraciones sobre la enfermedad globalmente entendida


          La PNIE, la psiconeuroinmunoendocrinología o, más fácil de leer y expresar, la PINE, la psicoinmunoneuroendocrinología.

         
          Aprendí hace muchos años la medicina que entonces se enseñaba. La misma que con ligeros cambios se sigue enseñando ahora. Medicina de asignaturas estancas con poca relación entre sí que cada catedrático trataba de magnificar en su cátedra unilateralmente para quedar al más alto nivel. Aunque reconociendo, tanto profesores como alumnos, que las llamadas “médicas” eran la parte más importante de la Carrera; que era necesario dominarlas porque aprendiéndolas y practicándolas con aplicación e interés se podía llegar a ser un “clínico” de altura.

          Se decía entonces, y se sigue diciendo ahora, “no hay enfermedades sino enfermos”. Aforismo que nosotros modestamente expresamos en términos distintos, aunque quizás no sean tan dispares. Decimos: sólo hay enfermedades a las que cada uno responde según su propia naturaleza. Lo hacemos reparando hasta donde ha llegado la actualidad médica que habla abiertamente de sistemas, de ejes, en los que la psiconeuroinmunoendocrinología ha demostrado, en su complejidad, una innegable realidad.

     La PNIE nos ha ido permitiendo conocer un mundo apasionante de nuevas y amplias interrelaciones funcionales que van siendo aceptadas por toda la comunidad científica. Está señalándonos con su nombre el camino que debe seguir la medicina cuando no es tributaria de especialidades por encontrarse interconectada toda ella y ser interdependiente. Modificando con ello el concepto de salud y enfermedad que deberán ser considerados “como un todo” que no desplaza -y no es una paradoja- a la especialidad, al contrario; aunque ésta tendrá que ser vista bajo perspectivas diferentes.

          Exponemos al respecto, y a modo de preámbulo, palabras tomadas  de  Alva Olivos que dicen: “el nuevo paradigma PNIE se aleja de los conceptos relacionados con la base Cartesiano-Newtoniana. El nuevo modelo está basado en una comprensión más completa del universo, la sustentada por principios de A. Einstein, W. Heisenberg, N. Bohr, D. Bohm y muchos otros investigadores modernos, los cuales sostienen la teoría de que todos los sistemas se interconectan; que hay entre ellos interrelación e interdependencia de fenómenos, contraponiéndose al modelo Cartesiano-Newtoniano que sugiere que para entender algo hay que estudiar los componentes por separado. El nuevo modelo nos dice que el cuerpo humano, como un todo integrado, no puede reducirse a unidades más pequeñas so pena de perder de vista la interacción de sus componentes. Y que, si bien podemos examinar cada componente por separado, su funcionamiento no puede calibrarse sin tomar en cuenta a todos los demás.

         La PNIE estudia de forma integrativa las interrelaciones de los procesos de salud y enfermedad, obligando al profesional de la salud a entender esta interrelación independientemente de la especialidad a la que se dedique. La tendencia a unir las especialidades, que se trataban por separado, reformula la dicotomía mente cuerpo. El  cambio de paradigma implica el conocimiento profundo del paciente y no solamente de parte de su enfermedad.

          La PNIE (D. Ostera) recupera la versión holística de la medicina hipocrática pero sin olvidar la singularidad de cada ser. Trata (M. López Matos) los sistemas de comunicación entre las distintas partes del organismo, conceptualizados en una red de trabajo interrelacionada (network) que deben funcionar armónicamente como un todo y en permanente interconexión con el medio en el que se desarrolla”.

           Que el organismo reacciona ante enfermedades, incluso localizadas y aparentemente banales, como un todo, no ofrece dudas si contemplamos lo que ocurre, por ejemplo, en una simple amigdalitis donde un germen que anida, o no, en la cavidad oral desencadena en un momento determinado por razones diferentes una inflamación que el anillo linfático de Waldeyer, como primer eslabón de una cadena resolutiva de defensa de carácter inmune, trata de detener. De inmediato, y por muy precoz que sea el tratamiento medicamentoso, se desencadenan fenómenos psiconeurohormonales (malestar general, abatimiento, dolor, fiebre, síntomas generales, neurovegetativos, etc., componentes todos ellos de la PNIE) que tratan de frenar la enfermedad. Se pone en marcha así, una acción de rechazo general de base esencialmente inmunológica que repercute en el resto del sistema. Adelantando que la afectación de cada uno de los componentes (psico-neuro-inmuno-endocrino) pone en marcha a los demás siguiendo una secuencia que iniciada desde cualquiera de cada uno de ellos arrastra al resto hasta la conclusión del proceso; lo que no ocurre cuando uno de los eslabones de la cadena deja de funcionar adecuadamente.

            La PNIE implica un nuevo modelo de entender al paciente y a la enfermedad   donde las manifestaciones somáticas, tan importantes como las cognitivas y afectivas, son evaluadas por el sistema nervioso central (SNC) originando respuestas basadas en los estímulos que vienen tanto del exterior como del interior del organismo. El SNC regula en definitiva el funcionamiento tanto de los sistemas como de los aparatos y cuando por distintas razones no lo puede hacer se produce la enfermedad. 

          Analizaremos para ello -en aras de un mejor conocimiento de lo que nos ocupa- tres conceptos más o menos relacionados entre sí: el estrés, la resiliencia y la neuroinmunoendocrinología para llegar a través de esta última a evaluar lo psicológico, parte más difícil de concretar del problema aunque éste se encuentre bastante bien expresado ya en los llamados circuitos límbico, paralímbico y pineal

          Nos ocuparemos en primer lugar del estrés y de los agentes estresantes para lo cual, y pese al incesante avance de lo nuevo, hemos de remontarnos a Cannon y a Selye ¡años 1929 y 1936 nada menos! quienes en su día concretaron, respectivamente, la estabilidad de los sistemas fisiológicos que mantienen la vida: la Homeostasis acuñada por Cannon y el Síndrome de Adaptación General (en sus fases de alarma, resistencia y agotamiento) así llamado por Selye. Sistemas donde también cabe, a nuestro modo de ver, la Resiliencia y, desde luego, la Psiconeuroinmunoendocrinología. Todo lo cual  lo expresamos de forma sencilla diciendo que estamos tratando reacciones genéricas del organismo cuando éste se enfrenta a acciones particulares o generales que le llegan desde fuera -también desde lo propio- estresándolo.

          Selye definió en 1936 el estrés como “la respuesta inespecífica del organismo a toda exigencia hecha sobre él”. Utilizó el término para designar la respuesta y no al estímulo causante del mismo, confusión frecuente en la literatura científica. El síndrome creado lo denominó -partiendo de la palabra inglesa estrés que utilizó por primera vez- “síndrome general de adaptación con posterior estado de resistencia”.

      Adelantando, para que no exista confusión, que los términos estrés (reacción fisiológica provocada por la percepción de situaciones o estímulos aversivos o placenteros); reacción general de alarma (respuesta de ataque o huída que preparan al sujeto para pelear o huir) y síndrome general de adaptación (respuesta fisiológica estereotipada del organismo que se produce ante un estímulo estresante que ayuda al organismo a adaptarse y que es independiente del tipo de estímulo que la provoca ya sea aversivo o placentero) se consideran sinónimos.

          Se acepta por ello, que el síndrome general de adaptación “es la suma de todas las reacciones inespecíficas del organismo consecutivas a la exposición continuada a una reacción sistemática del estrés. La respuesta es inespecífica, uniforme para todos los estímulos estresantes del orden que sean”. Conceptualmente, esto sería estrés biológico, completado más tarde por Engel (1962) con lo que llamó “estrés psicológico”, es decir, “todo proceso, originado tanto en el ámbito exterior como en el interior de la persona, que implica un apremio o exigencia sobre el organismo y cuya resolución o manejo requiere el esfuerzo de los mecanismos psicológicos de defensa antes de que sea activado ningún otro sistema”.       

          El agente desencadenante es siempre algún elemento que atenta contra la homeostasis del organismo. La respuesta, que lo es tanto a un efecto mental como somático, es estereotipada e implica activación del eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenales-sistema nervioso autónomo.  

             Selye ya hizo, en 1974, una distinción entre estrés positivo y negativo. Es decir, entre eustrés, que se asocia a sentimientos positivos y procesos fisiológicos de protección y distrés, que se relaciona con sentimientos negativos y funciones destructivas para el organismo.

         Pero el estrés, entendido como respuesta, ha recibido diversas críticas. Se cuestiona en particular si las reacciones de las personas ante él son en realidad tan uniformes como Selye plantea después de haber realizado estudios comparativos de respuestas ante situaciones conductuales “universalmente estresantes” donde se ha visto que no todas las personas se estresan, y que, al contrario, algunas se fortalecen, lo cual da pie a que la actual psicología positiva proponga “el fortalecimiento del yo como fundamento terapéutico”. Consideraciones estas que rememoran en nosotros, si bien a otro nivel, lo que sucede con la llamada resiliencia.

          Resiliencia en psicología es la capacidad que tiene una persona para superar circunstancias traumáticas. Es decir, la capacidad que tiene para hacer frente a los problemas, superar los obstáculos y no ceder ante la presión. En términos generales, significa volver a la normalidad, especialmente después de alguna situación crítica inusual. Se trataría, pues, de un conjunto de atributos y habilidades innatas para afrontar adecuadamente situaciones adversas, estresantes y de riesgo. Si la intercalamos entre estrés de Selye y PNIE es porque representa, al fin y al cabo, una fortaleza total somatopsíquica ante lo adverso, sin que tengamos que extendernos más en ella aunque la veamos como la respuesta general del organismo ante una situación crítica que puede acabar en enfermedad si el organismo no responde con entereza, con resiliencia.

          Ocupémonos ahora de la PNIE en sí misma, cuando ya se la conoce estructurada en varios subsistemas: el inmunológico mediado por interleuquinas e inmunomediadores; el endocrinológico mediado por hormonas y péptidos; y el psiquiconeurológico mediado por neurotransmisores, neuromediadores y neuromoduladores.

           “Desde tiempos antiguos (tomamos de J. C. Klinger et al.) se ha observado la asociación entre situaciones de estrés físico y psicológico con enfermedades sobre todo infecciosas. Se pensaba que esto se debía a una influencia del cerebro sobre las funciones periféricas; sin embargo, la investigación de los últimos años ha mostrado que la interacción entre el sistema nervioso central y el organismo es mucho más dinámica y compleja porque hay moléculas que desde el sistema inmune alteran las funciones psicológicas y neurológicas tanto a nivel central como periférico sugiriendo que esa comunicación es bidireccional.

        El sistema inmune tiene dos componentes intercomunicados: el de la inmunidad innata o inespecífica y el de la inmunidad adquirida o específica, con dos componentes complementarios: el humoral (efectuado por células B secretoras de anticuerpos) y el celular (por linfocitos T CD4+ y CD8+). Las células del sistema inespecífico (neutrófilos, macrófagos y células dendríticas) inician y amplifican las respuestas inmunes fagocitando gérmenes y antígenos para presentarlos a los linfocitos T (T CD4) “ayudadores” del sistema inmune específico quien decide qué tipo de inmunidad actuará, si la humoral o la celular. El sistema inmune se comunica y modula por contacto intercelular y por señales solubles, por citocinas, interleucinas, quimiocinas...

          Son muchas las moléculas neurotransmisoras y hormonas que se liberan durante el estrés; la gran mayoría tienen receptores y actividad en las células inmunológicas. Las principales son: glucocorticoides, ACTH, adrenalina, noradrenalina, CRF, histamina, prostaglandina E2, beta-endorfinas y otras.

            Uno de los hallazgos biológicos recientes más excitantes es que el SNC y el sistema inmune se comunican y comparten un mismo lenguaje molecular compuesto por neurotransmisores, hormonas y citocinas. Incluso se considera que en la estructura y función del sistema inmune hay una gran analogía con el SNC. Lo que se evidenció cuando se descubrió que los linfocitos producen neuropéptidos y receptores que se pensaba eran exclusivos de la hipófisis y el cerebro; al documentarse que las concentraciones de hormonas y neuropéptidos, sobre todo los mediadores de estrés, se alteran con estímulos antigénicos. Los estímulos antigénicos inducen en los macrófagos producción de IL-6, IL-1 beta, TNF-alfa y factor inhibitorio de leucemias LIF, los cuales estimulan el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal generando la cascada neurohumoral de estrés”.  

          Del sistema endocrinológico tenemos menos que decir aquí porque este sistema se encuentra bien desentrañado desde hace mucho tiempo; porque se conocen bien las diferentes hormonas y glándulas que lo integran; y porque es evidente y conocida su relación con lo neuroinmunológico como recogen todos los Tratados Médicos.

          La mayor novedad de cuanto venimos tratando lo constituye, según nuestro particular punto de vista, la psiconeurología. Especialmente porque se vienen evidenciando inéditas funciones e interrelaciones de conocidas estructuras anatómicas del SNC -ocultas hasta hace relativamente poco tiempo- que no pormenorizamos porque, dada su amplitud y complejidad, desbordan el presente trabajo. Pero que sí resumimos, tomando exhaustivas publicaciones sobre neuroanatomía y neurofisiología de la profesora Márquez López Matos:

        “Lo psicológico se encuentra expresado fundamentalmente por los circuitos límbico, paralímbico y pineal. Estas estructuras son las encargadas de la exteriorización de las conductas ante el procesamiento de las emociones. El circuito límbico es el circuito de lo vital, de lo propioceptivo, de lo primigenio, de lo visceral y de lo ancestral, estando compuesto de varios centros fundamentales: hipocampo, amígdala, septum, comisura anterior y ganglios basales límbicos.

          El circuito paralímbico es el circuito de lo valorativo, del dar importancia, de jerarquizar. Está compuesto por: cortezas tempobasolateropolar y entorrinal, corteza orbitaria, corteza prefrontal, cortezas asociativas y cerebelo.

       El circuito pineal es el responsable de la traducción de las señales lumínicas en químicas, permitiendo la sincronización de los ritmos biológicos endógenos (circadianos) con los ritmos externos. Iniciándose en las células ganglionares retinales, se integran en el núcleo paraquiasmático hipotalámico y termina en la glándula pineal”.

          Lo que la neuroanatomía ha descubierto hasta ahora nos pone en la compleja realidad objetiva del SNC. La neurofisiología coadyuva, aclarando cómo y mediante qué neurotransmisores las neuronas “hablan entre sí”. La propia psicología no puede ya ser vista separada del estudio de las neuronas y de las sinapsis. Pero, nos preguntamos, ¿todo esto, que con tanto trabajo ha logrado explicar la anatomofisiología, aclara y remata lo psicológico cuando con el término queremos significar la mente, el alma, recordando que psique quiere decir alma y que, por consiguiente, psicología significa  estudio del alma? Sinceramente, ¡creemos que no!

          Los procesos mentales están en relación especialmente con la conducta humana en la que el sujeto se percata del medio que lo rodea y de su distribución en el espacio y en el tiempo, lo que le permite experimentar sentimientos, emociones, deseos. También, recordar, razonar, decidir. El ser vivo utiliza la mente para expresar lo más profundo de la condición humana y ésta puede ser por tanto -pensamos nosotros en nuestra “simpleza filosófica”- el lugar donde se originan los efluvios inaprensibles que nos trascienden, lo cual aparece más cercano a la teología que a ninguna otra ciencia. Es más, abre caminos para la unidad de saberes, para la consiliencia, nuevo concepto acuñado por Edward O. Wilson en 1998 que trata de establecer la unidad de conocimientos entre ciencias y humanidades creando “relaciones interdisciplinarias entre naturaleza y sociedad, entre biología y cultura, entre mente y materia”.

        Sin entrar con lo anteriormente expuesto en profundidades metafísicas, que no tienen cabida en el presente trabajo, sí hemos llegado a una simple conclusión práctica: ¡la  medicina futura -también la actual- deberá reestructurarse sobre supuestos nuevos! El tema da para mucho. Abordarlo en profundidad y de manera multidisciplinaria tendría, naturalmente, cabida dentro de lo definido por la consiliencia, es decir, por la unidad de conocimientos, por la integración entre disciplinas.

      Haremos por ello y como colofón, unas someras consideraciones generales sobre parte del problema que venimos tratando diciendo algo que, por heterodoxo, con seguridad no es compartido: ¡la medicina asistencial tiene que ir desde el especialista al generalista y no, como ocurre ahora, desde el generalista al especialista!

          Afirmación que completamos añadiendo: la sanidad en nuestro País, bajo controles serios y estrictos, debe continuar siendo universal y gratuita. Lo que seguro es motivo de controversias necesitadas de mayores explicaciones que no proceden ser explicitadas ahora.

         Expondremos para todo ello, una visión panorámica, superficial por tanto,  sobre el especialista, el enfermo, el generalista e internista y sobre la nueva medicina que está a las puertas. El especialista, que debe conocer bien la compleja medicina general, es quien más capacitado está para tratar un problema médico concreto, localizado, que no implique en principio -aunque también- a los grandes ejes y sistemas. Resuelto el caso, puede dar por culminado el acto médico emitiendo el  correspondiente alta. Pero cuando sospeche que “algo más”, que forma parte de lo sistémico, de lo psiconeuroinmunoendocrinológico, ha sido afectado, deberá recurrir al médico generalista o al internista quienes se harán cargo desde ese momento del paciente. Así, si un enfermo, conociendo que tiene la presión arterial elevada, acude al especialista (aportando el correspondiente análisis de sangre y orina que con cierta periodicidad debe realizarse toda persona a partir de cierta edad) y éste observa que quien hace la consulta es obeso, con obesidad particularmente central, y que tiene cifras de glucosa alta debe pensar que puede encontrarse ante un síndrome metabólico y deberá desviar al paciente de inmediato al generalista. Pero si  comprueba que el enfermo sólo tiene la presión arterial alta, puede hacerse cargo personalmente del mismo porque lo que éste presenta es una hipertensión arterial esencial que fácilmente puede controlar con absoluta garantía. Simple ejemplo que resume tantos y tantos otros que implican a lo sistémico frente a lo localizado.

        En cuanto al  enfermo, hemos de decir que debe llegar al especialista a través de uno de los siguientes cauces: Bien directamente, porque toda persona debe tener conocimiento de su propio organismo y de la parte que sospecha afectada, aunque pueda naturalmente equivocarse, lo que es menos probable si ha recibido -como el resto de la sociedad- formación educacional sanitaria básica previa. Bien desde un “triage” practicado por un profesional de la sanidad de primer nivel cuando no se tenga la seguridad de a quien se debe acudir al presentar síntomas generales de enfermedad  (fiebre, astenia, anorexia, adinamia, pérdida importante de peso y algunos más) que, por inespecíficos, resultan difíciles de adscribir. O bien desde un médico de primer nivel perteneciente al Servicio Nacional de Salud que es a quien compete el cuidado general de la sanidad en cada país y a quien corresponde, por tanto, organizar y tutelar la salud pública de sus ciudadanos a través de medidas preventivas y de la prestación de todo tipo de atención sanitaria.       
  Con respecto al generalista o internista de alto nivel, hemos de decir que deberá ejercer  normalmente en instituciones hospitalarias porque representa la culminación del acto médico complejo. El que acontece cuando uno de los “engranajes” del sistema, o todo el sistema, se afecta en una de sus partes arrastrando al resto. En esos casos, la dificultad del proceso puede hacer precisa, además, la colaboración -y volvemos a no estar ante una paradoja- de los diferentes especialistas.

      Nos encontramos ante una nueva forma de hacer medicina. En particular, en cuanto a organización y práctica se refiere cuando nuevos y trascendentales hallazgos científicos han sido puestos en nuestras manos. Con ellos se ha ido perdiendo lo especulativo para entrar cada vez más en lo empírico. ¡Todo un reto en la forma de ejercer la nueva medicina!


       Valorando lo últimamente expuesto, y como añadido final, hemos llegado a otra simple conclusión -discutible por supuesto y necesitada de una profunda reflexión- que expresamos con estas pocas palabras: la medicina que proponemos es más rápida, más eficaz y (con los sofisticados medios complementarios de diagnóstico de que disponemos, siempre mejor seleccionados inicialmente por los especialistas) más económica. ¡Y aquí nos quedamos por ahora!