domingo, 8 de diciembre de 2013

Psicología


          La Psicología Médica la conocí ubicada entre las asignaturas clínicas que se estudiaban a partir del cuarto curso de la carrera de medicina. Aparecía como preámbulo a la Neurología y a la Psiquiatría que se estudiaban, respectivamente, en los cursos quinto y último de la carrera. La practicaban y la ejercían los médicos. Parecía lo razonable. Han pasado los años y veo que ahora se ocupan de ella, independizada de la medicina, los llamados Psicólogos Clínicos, que no son médicos. Nos preguntamos: ¿es correcta esta segregación e independencia? Nuestra opinión es la que sigue:

¿LA PSICOLOGÍA FUERA DE LA MEDICINA?
Dr. Antonio A. Hage Made

La Psicología, a la que se le ha dedicado tanto estudio desde diferentes ámbitos, ha sido -y sigue siendo- motivo de disputa entre diferentes colectivos que pugnan por adscribírsela. Ocuparse de ella es entrar en un encontrado laberinto de opiniones, nada claras la mayor parte de las veces. Nosotros la conocimos, situada en el lugar adecuado que más tarde perdió, de la mano de un ilustre Catedrático de Psiquiatría, el Dr. López Ibor, cuando se enseñaba, como Psicología Médica, en las Facultades de Medicina junto a las “asignaturas clínicas”, es decir, médicas, quirúrgicas y especialidades.

Y escribimos para reclamarla. Intentando que se reintegre en la ciencia médica porque hoy más que nunca la psique -la mente- con entidad propia va mostrando lo que en ella hay de objetivo que intuido hace años ha permanecido sin demostración evidente hasta hace relativamente poco tiempo.

La medicina a medida que avanza -como toda ciencia- reduce el espacio a la elucubración. Espacio en el que se ha venido desenvolviendo lo psíquico en provecho, por decirlo de alguna manera, de quienes sin ser profesionales de la medicina, o siéndolo, han empleado métodos de investigación y tratamiento -hablamos de psicoanálisis y otras psicoterapias- sin llegar al fondo del problema. Adelantando, no obstante, que esas técnicas han sido para la ciencia médica -y continúan siendo- no sólo originales, sino útiles, aunque hayan terminando por chocar con la realidad: con la anatomía y la fisiología que inexorables han desbrozado -y siguen abriendo camino- al sistema nervioso sin especulaciones de ningún tipo.

En el último curso de la carrera con otro reconocido Catedrático, el Dr. Vallejo-Nájera, aprendimos Psiquiatría. Una especialidad, ésta sí, bien ubicada y reconocida desde mucho tiempo atrás.

No sé si por el paso del tiempo o porque me resultó imprecisa, a medio camino entre ciencia médica y filosofía, guardo pocos recuerdos de la psicología que estudié. Lo contrario de la psiquiatría que muy concreta estaba próxima a la neurología. No en vano la Neuropsiquiatría que se ocupaba de los casos neurológicos y mentales precedió, con esa designación genérica, a su ulterior segregación en Neurología y Psiquiatría. Y, no en vano, se está hablando ahora de un nuevo acercamiento entre ambas especialidades asociadas a su vez, como una novedad, a la Psicología, la Inmunología y la Endocrinología integrando un amplio capitulo médico: El de la Psiconeuroendocrinoinmunopatología que define, en singular neologismo, un concepto holístico de estimulación-inhibición unánimemente aceptado por la ciencia.

Por todo lo dicho, sostenemos: La Psicología Médica de querer quedar en algún lugar deberá hacerlo al lado de la Psiquiatría y la Neurología en un amplio campo que conjuntamente las abarque dada la proximidad e incluso la imbricación que existe entre ellas. La Psicología No Médica, mientras tanto, podrá seguir en la evaluación y alivio de los trastornos emocionales, afectivos, sentimentales, del pensamiento y otros, próximos al mundo “de la mente y el comportamiento”.

No queremos proseguir sin hacer una aclaración que explicaremos en el transcurso de la exposición: Utilizamos, de momento al menos, el término Psicología Médica para referirnos a la inherente a la medicina, a la que forma parte del acto médico. Y Psicología No Médica a la que no lo es; a la que con el confuso nombre de Psicología Clínica ha devenido, junto a la Médica, en la hoy denominada Psicología Clínica y de la Salud, extensión ambiciosa de la Psicología No Médica en su pretensión de fundirlas en una sola.

Para hallar el momento del encuentro entre “psicologías” hemos de recurrir a la Historia. Aunque en puridad no se trate de un encuentro sino de una segregación porque ambas son manifestaciones diferentes nacidas de un mismo tronco: el de la Psicología. La tarea no resulta fácil. Existe en torno a estas cuestiones demasiada ambigüedad.

Recordemos al respecto: Que eran Catedráticos de Psiquiatría los encargados de impartir Psicología Médica. Que ésta es incluida en 1944, por primera vez en España, como asignatura obligatoria de la Carrera de Medicina cursándose en las Facultades de Filosofía y Letras. Que en 1951, pasa a denominarse Psicología para Médicos comenzando a impartirse su enseñanza en las Facultades de Medicina aunque confiándola a profesores de Filosofía, Ética o Moral. Que a partir del curso 1966/67, a petición de Catedráticos de Psiquiatría, el Ministerio de Educación resuelve que forme parte con el nombre de Psicología Médica del área de Psiquiatría, conformándose, desde entonces, definitivos Departamentos de Psiquiatría y Psicología Médica. Que su integración, curso 66/67, en el área de Psiquiatría parece la adecuada y definitiva (?).

Y que la No Médica siguió un camino diferenciado, largo, complejo, difícil de sintetizar. Lo exponemos resumiendo trabajos de M. Yela; del Colegio Oficial de Psicólogos (COP); de la Universidad Europea de Canarias; de J. L. González de Rivera y de otros

Nació de la mano de L. Witmer en 1896 en la Universidad de Pensilvania. Desde entonces, se le conoce con el nombre de Psicología Clínica y, así, la designaremos a partir de este momento aunque nos parezca discutible y hasta confuso el término.

Hasta 1917 formó parte de la American Psychological Association (APA) fecha en la que se escindió de la misma creando la American Association of Psychologist (AAP). Dos años más tarde se reincorporó a la APA como Sección Clínica creando sus propias instituciones dentro del marco de la Psicología Científica Académica representada por la Universidad y por la propia APA. En 1937, descontentos sus miembros con los apoyos que recibían de sus colegas, constituyeron, separados, la American Association of Applied Psychology (AAAP), reintegrándose ocho años más tarde -periplo de ida y vuelta- en la APA. Para entonces, el campo de lo que sería la moderna Psicología Clínica se había organizado en actividades muy diversas.

Los avatares de la Segunda Guerra Mundial, en la que los psicólogos tuvieron que utilizar pruebas, entrevistas, informes y aplicar, a combatientes y ex combatientes, terapias de orientación psicoanalíticas, impulsaron y consolidaron a la Psicología Clínica que se definió como “profesión de diagnóstico, tratamiento e investigación de trastornos psíquicos, no solo de niños -denominación inicial- sino también de adultos”. El espaldarazo lo recibió en 1949 en Colorado USA, durante la Conferencia celebrada en Boulder, donde se concretó el contenido científico y el papel investigador del Psicólogo Clínico.

En España, su iniciador podría haber sido Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, al crear en 1874 una Sección de Psicología-Antropología. Si bien la implantación académica científica ocurrió más tarde cuando la Universidad Complutense de Madrid puso en marcha en su Facultad de Ciencias la Primera Cátedra de Psicología Experimental.

La mayor actividad de la psicología en nuestro país se da en el siglo XX cuando se le reconoce como Psicología Aplicada en las Oficinas e Institutos de Investigación de Psicotecnia desde donde derivó hacia el Instituto de Orientación Profesional (Barcelona, 1917) con una Sección de Psicometría que quedó a cargo -1919- de E. Mira y López, considerado fundador de la psicología aplicada en España, en particular de la Psicotecnia y la Psicometría donde ha merecido reconocimiento universal.

Mira y López desempeñó -1933- la primera Cátedra de Psiquiatría de España dotada por la Universidad de Barcelona. Tiempo en el que se crea en Madrid el Instituto Nacional de Psicotecnia, puesto en manos de J. Germain.

En el contexto en el que hablamos hemos de destacar por su trascendencia al neuropatólogo Rguez. Lafora, creador en 1925 del Instituto Médico Pedagógico de Carabanchel y de la Revista Archivos de Neurobiología, fundada con anterioridad (año 1920), y en la que figuraron, entre otros, Ortega, Cajal, Novoa Santos y Marañón.

Después de nuestra Guerra Civil la Cátedra de Psicología Experimental es trasladada a la Facultad de Filosofía y Letras haciéndose cargo de la misma el Padre Barbado, que proyectó un Instituto de Psicología Experimental dentro del CSIC. Proyecto que se llevaría a cabo en 1948 con la creación del Departamento de Psicología Experimental dentro del CSIC, ya, por entonces, bajo la dirección de J. Germain que había fundado en 1946 la revista Psicología General y Aplicada, decana de las revistas españolas de psicología.

Este Departamento del CSIC fue el origen de la psicología universitaria que vendría a recuperar, de la mano de Yela, Pinillos, Siguán y otros, a la psicología española para la tradición científica mundial. Fundándose, además, en 1952, con proyección científica y profesional, la Sociedad Española de Psicología; incorporada desde el primer momento a la Universidad Internacional de Psicología Científica.

La implantación universitaria definitiva de la psicología en España empieza con la Escuela de Psicología y Psicotecnia creada en la Universidad Complutense de Madrid en 1953 “para la preparación de psicólogos investigadores y psicotécnicos expertos” lo que supone la aparición de los primeros diplomados y, por tanto, la presencia de titulados universitarios habilitados para ejercer en los diversos ámbitos.

En torno a 1960, se dotan Cátedras de Psicología en diversas Universidades. Se crea la Especialidad de Psicología dentro de Filosofía y Letras (1969 en la Complutense de Madrid), transformada después en Sección de Psicología, y aparece (1978) la primera Facultad de Psicología en España en la Universidad Complutense de Madrid, con generalización posterior al resto de las Universidades.

En la mitad de la segunda década de 1970 se entra en una gran expansión de la psicología como resultado de: La aparición de numerosas Revistas especializadas. De la explosión demográfica de alumnos interesados en estudios de psicología. Y de la creación -años 1980- del Colegio Oficial de Psicólogos (COP) con distintas delegaciones territoriales. En 1986 se constituye el COP de Cataluña que, independiente, coexiste desde entonces con el estatal.

En 1993 se implanta el Sistema de Formación de Psicólogos Internos Residentes (PRI). Dos años más tarde se crea la Comisión Promotora de la Especialidad.

En 1998 se les reconoce a algunos de los psicólogos el titulo de Psicólogos Clínicos que les capacita para el ejercicio profesional.

El BOE, Orden SAS/ 1620/ 2009, reconoce a la Psicología Clínica en los términos que extractamos: ......el objetivo de la Psicología Clínica es el desarrollo, la aplicación, y la contrastación empírica de principios técnicos, métodos, procedimiento e instrumentos para observar, predecir, explicar, prevenir y tratar trastornos y enfermedades mentales, así como problemas, alteraciones, y trastornos emocionales, cognitivos, del comportamiento, de la personalidad, y del ajuste a las situaciones problemáticas de la vida, incluyendo las enfermedades físicas y sus tratamientos......

Finalmente, en noviembre de 2013, la Ley General de Ordenación de las Profesiones Sanitarias amplía y modifica más tarde bajo presión, con manifestaciones incluso en la calle, la anterior titulación creando la figura del Psicólogo General Sanitario que les autoriza para cuidar de la salud de los enfermos mentales. Desde esa fecha, más del 30 % de los psicólogos colegiados que trabajan en algún campo de la psicología se dedican a la Psicología Clínica y de la Salud.

Cómo se comprueba, no hemos exagerado al hablar de “diferenciado, largo y complejo” el camino seguido por la Psicología Clínica. Lo que puede ser debido, quizás, a la dificultad que ha existido siempre para ubicarla adecuadamente.

De lo referido se deduce que existió un primer camino divergente, razonable, entre “psicologías” que devino en otro convergente, inadecuado, que favoreció la creación de la hoy llamada Psicología Clínica y de la Salud. Segundo camino éste que no fue de complementariedad por pretendida preeminencia de una sobre la otra. ¡Y en esas estamos!

El origen de la Psicología viene desde muy atrás. Para explicarlo hay que recurrir a la filosofía, la religión, la mitología y a los grandes pensadores, Platón, Aristóteles y demás. No pretendemos ni necesitamos tanto. Nos basta con señalar, en frases hechas, que su origen se pierde en la noche de los tiempos; en los albores de la vida de los seres humanos. Sin embargo, para entendernos sí es necesario que definamos la Psicología Médica y la Psicología Clínica. De la primera nos ocuparemos siguiendo criterios médicos, aclarando, no obstante, que no existe una definición unánimemente aceptada de Psicología Médica. De la segunda siguiendo sus particulares planteamientos.

Partimos, en el primero de los casos, de trabajos de la Universidad Europea de Canarias sustentados en definiciones claras, sugestivas. Dicen, literalmente:

“La Psicología Médica es un campo de la psicología aplicada que reúne conocimientos y provee conceptos explicativos y criterios clínicos en relación con los aspectos psicológicos de los problemas médicos y del trabajo del médico.
Su implantación en la medicina acabó con los esfuerzos anteriores por justificar los síntomas de los pacientes sólo en términos bioquímicos. Su desarrollo, como nueva rama de la medicina, fue una reacción contra lo biológico y supuso un esfuerzo científico para desterrar algunas ideas que tenían su origen en la prehistoria, el folklore y la observación clínica.

El desarrollo contemporáneo de la medicina práctica confirma el importante papel de la psicología en la prevención, diagnóstico y tratamiento de las enfermedades. En ese contexto surgió la Psicología Médica como ciencia que abarca múltiples cuestiones patológicas que son de importancia para la comprensión y el tratamiento racional de los enfermos, así como para la prevención de las enfermedades y el establecimiento de planes de acción que contribuyan al bienestar psíquico y físico del hombre, repercutan en su estado de salud y contribuyan a la promoción sanitaria.

La medicina necesitaba de esto para poder realizar una práctica médico-paciente menos técnica entendiendo y comprendiendo al paciente. Al hacerlo tiende un puente entre las ciencias biomédicas y las sociomédicas relacionando la personalidad, sus trastornos y desviaciones con su sustrato orgánico, neural y endocrino al tiempo que estudia las interacciones de sucesos psicológicos con eventos familiares y sociales.

La Psicología Médica se nutre, en definitiva, de sus propias observaciones y recibe aportaciones tanto de las ciencias biomédicas como de las humanas, es decir, de la sociología, la antropología, la axiología, etc.”

Caben, naturalmente, otras definiciones. Por ejemplo, la del profesor González de Rivera: “La Psicología Médica representa una de las tres grandes vertientes que integran la Psiquiatría actual, junto con la Psiquiatría Biológica y la Psiquiatría Social y Comunitaria y aunque hace uso de métodos propios de otras ciencias, su método específico es el método bio-psico-social e incluye la psicoterapia, la medicina psicosomática y los aspectos psicológicos de la práctica médica como algunos de sus aspectos esenciales. La Psicología Médica, es la parte de la medicina encargada de informar y formar al médico para mejor realizar su labor en general, proporcionándole una conceptualización amplia del contexto psicobiológico y psicosocial de la salud y la enfermedad facilitándole el desarrollo de sus habilidades de interacción interpersonal”.
O, nuestra modesta contribución: “La Psicología Médica, en base a su propia identidad y a su demostrada capacidad de adaptación, se ha configurado para la ayuda a quienes padecen desajustes psíquicos; para apoyarles cuando presentan manifestaciones psíquicas anormales, sean éstas primarias o secundarias a enfermedades de otras partes del organismo. La mente, que a la luz de los conocimientos actuales no es un ente esotérico, se ajusta, en clara ambivalencia, a condicionantes objetivos -interoceptivos, exteroceptivos, humorales- pero, también, a condicionantes de otro tipo que tienen que ver con “el sentir de cada uno” reflejados en estados de ánimo, conductas, sentimientos, pasiones y demás, “inherentes al psiquismo”. Aspecto este último que soslayamos, de momento al menos, cuando el término psique va queriendo decir “algo concreto” -objetivo cómo venimos repitiendo- y cuando ocupa un lugar dentro de la anatomía y la fisiología que enriquecidas con las neurociencias ahondan cada vez más en el intimo conocimiento cerebral. La Psicología Médica se vale de técnicas psicoterápicas pero también del uso de medicación. Y ha estado en manos de médicos -generalistas, internistas, psiquiatras naturalmente y otros- porque son quienes mejor conocen las enfermedades, sean éstas de índole general o específicamente psíquicas.”

En cuanto a la llamada Psicología Clínica, decir que formó parte importante de la Filosofía, y ésta, a su vez, de las Humanidades; movimiento cultural (literario, filosófico, científico) que con posterioridad dio nombre al Humanismo. Más racional que empírica, se ha ocupado de las actividades intelectuales afectivas y de la conducta de las personas y abarca aspectos complejos del funcionamiento psíquico humano que admiten variadas definiciones. Siempre estuvo en el campo especulativo, moviéndose más en conceptos abstractos -filosóficos- que en los concretos de la ciencia experimental. Eso debería haberla alejado del terreno médico para dejarla dentro del académico de la Psicología, de la Humanidades, pero su afán por integrarse en la ciencia médica, su deseo de diagnosticar y tratar mediante técnicas psicoterapicas, y su pretensión, rizando el rizo, de prescribir medicación, la han aproximado a la ciencia médica hasta extremos preocupantes, toda vez que los limites de separación entre ellas se han vuelto imprecisos y confusos.

Ante lo anteriormente expuesto caben preguntas de siempre frente a los problemas mentales: ¿Son realmente enfermedades? ¿Son una manera de manifestarse éstas? ¿Obedecen a comportamientos psíquicos inadecuados? ¿Tienen que ver con el pensamiento y con la manera de vivir? El conocimiento de la mente sigue siendo un profundo arcano. Por ese espacio aun oscuro han podido entrar filósofos, psicólogos y hasta psiquiatras con sus particulares técnicas diagnósticas y de tratamiento. Por qué ¿qué otra cosa son las teorías que ideó Freud -también otros- para definir el psicoanálisis basadas en la interpretación de los impulsos reprimidos, conflictos internos, inconsciente, contenidos latentes, traumas de la infancia y demás, sobre el estado mental expresados mediante palabras y comportamientos? ¡Sino sugestivas teorías y técnicas de diagnóstico y tratamiento, aún vigentes, que necesitadas de actualización han buscando apoyos en lo psicobiológico y lo psicosocial, por ejemplo, para estar al día!

Pese a tanta controversia, insistimos en nuestra reiterada postura positivista, haciendo hincapié en que la ciencia de investigación ha podido siempre con las adversidades, con las mixtificaciones y que terminará por descubrir el mundo íntimo de la psique y sus relaciones con la inteligencia, el pensamiento, la memoria, los sentimientos y demás que conforman el lado más oscuro y excelso de la mente. La ciencia se puede haber quedado a las puertas de lo trascendente, pero llegará un día (?) no hay ninguna duda en que desde lo material se dará -tergiversamos palabras de Ortega- el “magnifico salto predatorio” para alcanzar lo sutil, lo hoy inaprensible.

Baste recordar los estudio experimentales sobre la memoria en los que se ha demostrado (en base a hipótesis de que la adquisición de la respuesta aprendida se asocia, mediada por la acción de receptores nucleares de transcripción, a un incremento de la síntesis de nuevo acido ribonucleico) que ésta puede ser almacenada en las neuronas como un cambio bioquímico. O lo muy conocido sobre localizaciones neuronales, retroacciones y neurotransmisores donde estos últimos lo son casi todo porque en su especificidad se encargan de transmitir órdenes concretas que se han de cumplir. O los recientes experimentos con enfermos “paralizados del cuello para abajo” como dicen los medios de comunicación (degeneración espinocerebral en terminología médica) portadores de miembros robóticos que han podido mover con la mente -movimientos mínimos pero delicados- y llevarlos hasta la boca, después de habérseles implantado sensores en el córtex izquierdo -la parte del cerebro que inicia el movimiento- y electrodos conectados a la mano robótica; imitándose de esta manera, en algoritmos complejos, funciones de un cerebro normal cuando éste controla extremidades sanas. Experimentos que han podido demostrar en tiempo real la parte exacta del cerebro que se activa cuando el paciente piensa mover uno de sus brazos paralizados y como, mediante tecnología interfaz-cerebro-computadora, se “adquieren” ondas cerebrales para que las procese e interprete el ordenador.

Y qué decir, aunque desde otra perspectiva, de los importantes experimentos con células madre ¡todo un hito histórico de la investigación biomédica!

Ante lo cual nos planteamos: Cuándo la medicina de investigación ha llegado tan lejos en el conocimiento objetivo del sistema nervioso. Cuándo ha revolucionado ese mundo, dándole la vuelta. Cuándo ha demostrado que existe especial dinamismo y plasticidad de la mente. Cuándo ha puesto en evidencia su extraordinaria vitalidad y la insospechada regeneración de las propias neuronas. Cuándo las células madre son una sobrecogedora realidad. ¿Hemos de volver atrás especulando sobre conductismo, asociacionismo, estructuralismo, psicología analítica o evolutiva y demás para tratar de explicar el comportamiento de lo psíquico, de lo mental? ¡Con todo respeto, no!

Hagamos, no obstante, una corta digresión a algo anteriormente esbozado: La ciencia avanzará hasta límites insospechados. Terminará por desentrañarlo todo. Incluso el funcionamiento íntimo del sistema nervioso en su conexión última con lo inaprensible, lo representado por el pensamiento, la inteligencia, los sentimientos y demás. Resuelto eso, la ciencia tendrá que enfrentarse a lo verdaderamente insondable: Al origen mismo de la vida material ¡y no digamos de la espiritual! Y va a encontrarse perpleja, sin poder responder a los eternos interrogantes del ¿Quién, cuándo, cómo? Tendrá que recurrir entonces a la Historia, a la Metafísica o a la Teología para poder hallar la luz.

Tras este leve paréntesis, retomemos la exposición dejando claro que los psicólogos -los procedentes de la carrera de psicología, hoy finalmente denominados Psicólogos Generales Sanitarios- desempeñan un papel fundamental en el tratamiento de los procesos mentales y pueden -y deben- coadyuvar con los Psicólogos Médicos, con los Psiquiatras y con los Neurólogos en los tratamientos de los enfermos con problemas “de la mente”. Especialmente en casos de dramas donde han demostrado sobradamente su razón de ser. Reconociéndoles, porque es de justicia, su denodado esfuerzo en situaciones de catástrofe y similares que recuerdan la noble función de otros colectivos y de otras épocas en las que se desarrollaron iguales o parecidas labores en apoyo del sufrimiento humano. Pero solo eso, ¡con ser eso mucho! Porque, repetimos, su verdadera labor médica está en coadyuvar con la labor médica, valga la redundancia. Entre otras poderosas razones porque tratar los padecimientos mentales supone hacer un diagnóstico previo y podríamos encontrarnos ante enfermedades orgánicas severas (caso de las degenerativas o las tumorales) que solapadas pueden conducir a graves errores. Y, porque, si bien cuando la psique se altera es causa de enfermedad, puede, a su vez, verse afectada de forma secundaria por enfermedades de fuera del sistema nervioso. Todo esto lo matiza agudamente una conocida expresión: “el médico estudia medicina durante su formación y posteriormente se especializa en psicología. El psicólogo estudia la carrera de psicología y posteriormente se especializa en clínica”. Esclarecedoras palabras que encierran una profunda enseñanza.

A estas alturas, nos preguntamos: ¿por qué los médicos hemos abjurado de la atención psicológica del paciente dejándola en otras manos cuando ésta es la más poderosa arma que poseemos para entenderlos? Hablamos del médico en el desempeño de su labor profesional diaria, de quien ejerce la medicina “cara a cara”, aunque la referencia es aplicable a todo acto médico.

A esta situación se ha llegado por defectos graves de la actual medicina que parece empeñada en desdeñar “al hombre, con su enfermedad”. El médico, ante eso, ha caído en la trampa. Lo ha hecho: Por altanería derivada del deslumbramiento que le producen los actuales avances de la ciencia. Por la admiración que le despiertan los nuevos, sofisticados y utilísimos medios diagnósticos. Por lamentable soberbia de creer que se sabe todo, “que se está por encima del paciente”. Por el escaso uso que se viene haciendo de las reglas de oro de la medicina tradicional, es decir, las de “observar, escuchar, preguntar y explorar cuidadosamente para concluir tomando las pertinentes resoluciones. Y, especialmente, por el poco tiempo dedicado al enfermo que porta, concomitantemente, una pesada carga psicopatológica. Aquí es, particularmente, donde la Psicología Clínica -que muestra muy pocas prisas- nos ha “pisado” con absoluta claridad el terreno. ¡La llamada Psicología Clínica no nos ha quitado nada; nosotros hemos perdido el sitio! Nada de particular, pues, que el lugar lo deseen ocupar otros.
En espera de lo que nos depare el futuro y mientras no se demuestre lo contrario, aceptemos, sin que parezcan contradicciones con lo expuesto: El ser humano es síntesis de intelecto y materia. Lo “llamado funcional” no puede quedar atrás cuándo lo orgánico ha llegado tan lejos. La salud holística y la relativamente nueva concepción totalitaria que representa (psiquis, neuro, inmuno, secreciones internas) debe ser aceptada en su moderna unidad de interacción. Los intentos de explicación desde una perspectiva materialista de los fenómenos mentales parecen consolidarse cuando, además, existe, -en palabras de Popper- incapacidad de la filosofía para resolver y superar los problemas cuerpo-mente. En el encuentro médico enfermo, “la psicología” representa la más poderosa arma para comprender y ayudar a los pacientes. Continuemos, por su demostrada eficacia, con las técnicas psicoterápicas. No desdeñemos, por valiosa, la colaboración del Psicólogo Clínico. Mas, sigamos con la Psicología, la Psiquiatría y la Neurología formando una unidad, ya que: Los límites entre ellas son sutiles e imprecisos. Recogen, desde instancias próximas, aunque diferenciadas, los mismos o parecidos fenómenos mentales. Las tres, variadas caras de la misma ciencia, podrían estar en el futuro integradas ¡hagamos un arriesgado vaticinio! en una sola de ellas; en la que ha llegado más lejos en el conocimiento objetivo del sistema nervioso: En la Neurología.

Lo expuesto da significado, a nuestro modo de ver, al apasionante encuentro entre el médico y el enfermo. Mantengamos, pues, lo que de razonable hay en todo ello, especialmente lo concerniente a la unidad psicosomática, la del “todo”. Y, si llegaran a cumplirse los supuestos planteados podríamos afirmar, modificando el enunciado inicial: ¡La Psicología dentro de la Medicina!








El símbolo Ψ tiene un significado asociado Ψ es una letra del alfabeto griego cuyo nombre es Psi y  está asociada con la palabra psiqué porque ambas comienzan de igual forma, es decir Psiqué (alma) que en griego se escribe ψυχή, (nótese que la primera letra  corresponde al símbolo de  psicología considerada "estudio del alma" de ahí la relación de significados)

     

lunes, 2 de diciembre de 2013

Muerte digna

          La medicina viene sufriendo en su devenir, y no descubrimos nada nuevo, cambios radicales. Cuando son avances los recibimos con alborozo y los asumimos de inmediato. Cuando constituyen controversias, nuestra actitud es distinta porque estas pueden ser de aceptación para unos y de rechazo para otros.
La llamada, entre otras denominaciones, “muerte digna” ha entrado en los últimos años en la vida de la sociedad como una gran controversia que la desborda implicando, abiertamente, además, a la clase médica. Nos ocupamos de ella en este modesto trabajo.

A VUELTAS CON LA MUERTE DIGNA

Dr. Antonio A. Hage Made

Parte de la sociedad puede tener la tentación de sistematizar con quienes lo demandan, también con enfermos, particularmente con incurables, “terminales” en el lenguaje actual, la llamada muerte digna sin dolor, expresamente prohibida en nuestro Código Penal y en el Deontológico Médico cuando con ese término se quiere significar eutanasia o suicidio asistido.

Pero ¿a qué llaman muerte digna? ¿Lo es la eutanasia, el homicidio por compasión, el suicidio asistido, la propiamente llamada muerte digna, la derivada de cuidados paliativos, la sedación terminal, la que atiende a las voluntades anticipadas, la nombrada como buena o dulce muerte.......? En todo caso, la muerte es siempre, sencillamente, digna; no hay necesidad de adjetivarla. Distinto es la forma de llegar a ella.

Intentaremos ser precisos con los términos porque podemos acabar hablando de las mismas cosas con palabras distintas. Y es que la diferente manera de ver la vida, la ideología, la imprecisión, incluso la mala fe, dificultan en muchas ocasiones el buen entendimiento.

La muerte digna tiene su mejor definición en la propia Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente, cuando dice: “asociación federal española que promueve el derecho de toda persona a disponer con libertad de su cuerpo y de su vida, y a elegir, libre y legalmente el momento y los medios para finalizarla, así como a defender el derecho de los enfermos terminales e irreversibles a, llegado el momento, morir pacíficamente y sin sufrimiento, si éste es su deseo expreso”.

Más difícil de precisar es lo que se quiere decir con sedación terminal porque es aquí especialmente donde las distintas palabras parecen tener un mismo o parecido significado.

Tomemos los términos habitualmente más usados, es decir, sedación terminal, sedación paliativa, eutanasia o suicidio asistido en un intento aclaratorio de lo que, estando próximo, se confunde o se solapa.

En la llamada sedación terminal -para algunos sedación de la agonía- se pretende lograr con la administración de fármacos el alivio del sufrimiento psicofísico inalcanzable con otras medidas disminuyendo para ello de forma más o menos profunda y previsiblemente irreversible la conciencia de los pacientes cuya muerte se prevé muy próxima. Para algunos vendría a ser la sedación paliativa que se realiza en la fase agónica.

En la sedación paliativa, se administran fármacos en dosis y combinaciones adecuadas para reducir el nivel de conciencia de quienes padecen enfermedades avanzadas o terminales, de tal modo que se logre el alivio de los síntomas refractarios; su uso debe ser temporal y siempre, como en el supuesto anterior, con el consentimiento explicito del enfermo o de la familia.

En otros trabajos se matiza la graduación de la sedación paliativa en los siguientes términos: “es una maniobra destinada al alivio de los síntomas refractarios que pueden aparecer en el contexto de una enfermedad avanzada, irreversible.

La OMC mantiene, con respecto a todo esto, sus propios criterios cuando dice: la sedación terminal es un procedimiento médico bien definido, aceptable ética y jurídicamente que, debidamente practicada es una medida recomendable en situaciones de enfermedad terminal y en los últimos días cuando no hay posibilidades terapéuticas porque la situación del paciente es de sufrimiento insoportable, no controlable, y se prevé que la muerte está muy próxima.

Entre la terminología que venimos manejando, sólo la eutanasia es inequívoca cuando trata el final de la vida porque se expresa de forma clara, contundente, con las siguientes palabras: “el procedimiento a seguir es la administración de un fármaco letal de efecto inmediato”.

Dejemos claro que ni la sedación terminal en sentido estricto ni la paliativa son eutanasia encubierta, punto ético crucial frente a quienes sostienen, creando gran confusión sobre tema tan controvertido, que la sedación aboca a la eutanasia.

Ampliemos lo que se dice de la eutanasia, única forma clara de ayuda en el momento final de la vida. De ella dice el Diccionario Terminológico de Ciencias Médicas: muerte criminal provocada sin sufrimiento por medio de agentes adecuados; o muerte natural suave, indolora, sin agonía; o práctica que consiste en provocar la muerte o no alargar artificialmente la vida de un enfermo incurable para evitarle sufrimientos o una larga agonía. Conceptos que como se ve admiten matices y que encierran, incluso, cierto grado de contradicción entre sí. Y es que la palabra eutanasia, que etimológicamente significa solo “buena muerte”, ha ido adoptando con el paso del tiempo diferente significados hasta el punto de necesitar una nueva definición.

Hoy, con diferentes complementos como activa, pasiva, por acción, por omisión, etc., se tiende a considerarla como la actuación que produce la muerte de forma directa mediante relación de causa-efecto única e inmediata. O la que se realiza a petición propia, lo que incluiría el suicidio asistido, aunque éste queda al final enteramente en manos de quien toma la decisión de acabar con su vida. O la que se practica en el contexto del sufrimiento de una enfermedad incurable no mitigada con otros medios. En todos estos supuestos, practicada por profesionales que conocen a los enfermos. En su forma activa, pues, no hay dudas: se actúa de forma resolutiva, “se ejecuta”, en palabras duras, a la víctima. Lo que se hace, no es diferente a cualquier otra forma de acabar con una vida aunque se realice sedando, anestesiando, adecuadamente al enfermo y bajo soporte psicológico.

Al suicidio asistido, finalmente, otro de los términos que manejamos en el presente trabajo, poco hay que añadirle que no vaya implícito en la propia definición, salvo agregar que quien decide acabar con su vida es el propio paciente que ingiere por su mano o por la de otro -no precisamente por la del médico- la dosis letal de una droga prescrita con antelación por un profesional.

A nivel personal, no encuentro razones de peso que oponer a quienes voluntariamente desean poner fin a sus vidas, tampoco a quienes piden ayuda para suavizar el tránsito hacia una muerte sin dolor. La tentación, sin embargo, de que sean los médicos los que realicen esas prácticas con los “terminales”, convirtiéndoles en actores de situaciones tan complejas, nos parece un despropósito. Si no resultara superficial, incluso sarcástico, que no lo es, podría preguntarme: ¿por qué los médicos hemos de complicarnos la vida en cuestiones tan sensibles cuando existe una reconocida actividad, propuesta ya en nuestro país como Especialidad médica o como Subespecialidad, la de Cuidados Paliativos que trata específicamente a enfermos terminales -también a los que están en una fase critica- que cumple a satisfacción ante el sufrimiento humano y ante el final de la vida?

Lo que realizan los equipos “paliativos” es sustancialmente diferente a lo ya expuesto, sin necesidad, además, de que los pacientes estén en el trance final de sus vidas. Bastará con que acudan a esos “equipos” en cualquier momento para que encuentren ayuda. Esa forma de practicar la medicina no condiciona al enfermo ni influye en sus allegados. Se hace de acuerdo a la buena práctica médica, conforme a la lex artis. Consideran los “especialistas en paliativos” que en la enfermedad y en la muerte no caben “las implementaciones médicas fútiles, la distanasia y el encarnizamiento terapéutico”, pero tampoco, y especialmente, la eutanasia. Y, aunque las funciones corticales, de control y de comunicación de los enfermos estén disminuidas o, incluso, desaparecidas, “estamos, dicen, ante un ser humano ¡con lo que eso significa! que precisa de ayuda”. Esos especialistas no pretenden apurar la muerte, tampoco retrasarla porque es inevitable, sino permitir que siga su curso natural sin interferencias humanas, atendiendo específicamente al dolor, al sufrimiento, a la dignidad y, si fuera posible, incluso a la esperanza.

Habrá que estar muy alerta ante todas estas cuestiones que pueden llevar al médico no solo a conflictos personales, sino, también, ante la ley. Particularmente si las familias por no haber sido consultadas, o los propios enfermos, por no poder expresarse dado el nivel de conciencia, desconocen lo que se pretende hacer. Los médicos no deberán situarse en ningún caso frente a lo que es guía moral y ética de la profesión; frente al Código Deontológico tan bien expresado en el Juramento Hipocrático: “y no daré ninguna droga a nadie, aunque me lo pida, ni sugeriré su uso”.

El debate entre la llamada muerte digna, la sedación terminal, la eutanasia, el homicidio asistido, los cuidados paliativos y terminología afín, está planteado desde hace bastante tiempo, sin que exista consenso. Implica a la ciencia y a la sociedad que exponen sus razones (científicas, culturales, religiosas, legislativas) que afectan no sólo a los pacientes y a sus allegados, sino también a la conciencia y a las creencias de quienes tienen que decidir ante cuestiones tan serias. Con un problema añadido ¿donde deben ser atendidos los pacientes en fase terminal?

Mi criterio, como médico, es que en las horas finales, si el entorno social y familiar lo permiten y si el tratamiento sintomático es ya casi innecesario, existen pocas razones para llevar a una persona a morir a un Hospital. Pero, ¿y antes? Antes, deberán ser tratados en un Hospital, es decir, en un Centro Médico. Salvo que se disponga en el propio domicilio de medios que permitan montar “una especie de pequeño hospital” con personal cualificado en presencia física las 24 horas del día ¡un imposible casi en los tiempos actuales!

A nuestro modo de ver, los pacientes “terminales”, también los que precisen de cuidados especiales, deberan ser tratados, hasta la última fase de la que hemos hablado, en unidades paliativas. Especialmente porque se trata de pacientes que padecen procesos de base severos, irreversibles, que se complican con mucha frecuencia, presentando crisis perentorias de difícil solución en los domicilios donde crean angustia y miedo a todos, a enfermos y a familiares. Y nos atrevemos con un vaticinio, aún a riesgo de equivocarnos: “en un día no lejano, el avance de la medicina permitirá que su práctica, incluida la cirugía mayor, se realice de forma casi ambulatoria; proliferarán, entonces, centros, hospitales, para enfermos del dolor, para crónicos y para terminales, en detrimento de hospitales para enfermos agudos”. Y es que la sociedad está sufriendo cambios que no sabemos hasta dónde nos pueden llevar; pero una cosa es cierta: la ciencia va a prolongar la vida en condiciones aceptables hasta el inevitable final y es en ese último momento donde se va a necesitar de la ayuda de los demás.

Y ¿qué dicen el Código Penal Español y el Deontológico Médico sobre todo esto?

Nuestras leyes no mencionan el término eutanasia porque lo consideran un homicidio. Igual da si es por compasión como por cualquier otro motivo. Matar es siempre delito para las leyes españolas. También lo es el suicidio; ilícito en nuestra legislación y en la de la mayoría de los países de nuestra cultura, tanto de quien se suicida como de quien induce o ayuda para acabar con la vida de otro. La terminología al uso en esos casos es homicidio-suicidio y homicidio consentido

El artículo 143 del Código Penal, números 2 y 3, dice: ...el que induzca al suicidio de otro será castigado con la pena de prisión de cuatro a ocho años... ...se impondrá la pena de prisión de dos a cinco años al que coopere en actos necesarios al suicidio de una persona... ...será castigado con la pena de prisión de seis a diez años si la cooperación llegara hasta el punto de ejecutar la muerte... ...el que causare o coopere activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e imperiosa de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conducirá necesariamente a la muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a los señalados en los números 2 y 3 de este artículo...

El Código Penal, como se ve, no alberga dudas sobre la forma de morir. Considera, que los diversos términos que se manejan pueden pretender un único y mismo fin: ¡acabar con una vida humana!

Aunque hemos de añadir que el Derecho no se abstiene ya de todo juicio sobre estas cuestiones por lo que aplica un nuevo e importantísimo atenuante que recoge en el número 4 del citado artículo 143 sobre la pena de “la conducta eutanásica con respecto a la de auxilio e inducción al suicidio o a la del homicidio”. Insuficiente, sin embargo, para reconocidos juristas, que dicen: “lo que hoy es un parche jurídico, tarde o temprano habrá de verse con mayor profundidad y rigor por el legislador español, y, las lagunas que hay en este campo se deben llenar o reformar evitando especialmente las ambigüedades que puedan abrir las puertas a malas interpretaciones”.

En cuanto al Código Deontológico, hemos de subrayar que reconoce expresamente la asistencia médica al moribundo con las siguientes palabras: la eutanasia es la destrucción deliberada de una vida humana, y, aunque se realice a petición de la victima o por motivos de piedad en el que la ejecuta, no deja de ser un crimen que repugna profundamente a la vocación médica sincera. Un médico, añade, es culpable de una grave infracción deontológica si se niega a prestar asistencia médica a un moribundo pero, sobre todo, si se arroga el poder desorbitado de destruir voluntariamente una vida humana. Nunca deberá provocar deliberadamente la muerte porque uno de los más importantes y nobles deberes profesionales es el de la ayuda al enfermo, especialmente cuando más está sufriendo. En caso de enfermedad incurable y terminal, debe limitarse a aliviar los dolores físicos y morales, manteniendo en todo lo posible la calidad de una vida que se agota y evitando emprender o continuar acciones terapéuticas sin esperanza, inútiles u obstinadas. El médico, en fin, debe a su paciente una total lealtad y todos los recursos de la ciencia.

Lo que venimos tratando admite, hemos de reconocerlo, opiniones particulares porque la vida se caracteriza por la variedad del pensamiento, la controversia, la distinta forma de ver una misma cuestión, sobre todo cuando atañe a los sentimientos, a las emociones, a la “filosofía” de cada uno. Y no hay problema que supere el de la trascendencia, el del destino final, el de saber si existen o no esperanzas que aconsejen vivir de una o de otra manera. ¡El relativismo, como en tantos otros aspectos de la vida, presente también aquí! Por lo que nos preguntamos ¿se puede transigir en estas cuestiones? Difícilmente creemos, porque los planteamientos de unos y de otros, especialmente de creyentes y de no creyentes, están encontrados, son irreconciliables. Y eso que existen situaciones extremas en la que los pacientes “conscientes”, con parálisis motoras totales, nos piden casi a gritos, y resulta muy difícil no conmoverse, que se acabe con sus vidas; o en la que los pacientes “inconscientes”, en “fase vegetativa” de meses -incluso, de años de evolución- nos plantean graves problemas de conciencia porque existen sorprendentes mejorías, conocidas por todos, que pueden hacer tambalear las más firmes convicciones estemos en el lado que estemos. Con una cuestión sobreañadida que por su complejidad y trascendencia solo enunciamos: ¿cuánto tiempo pueden y deben mantener las sociedades y las familias a los enfermos incurables, especialmente a los de larga duración, sin menoscabarse a sí mismas, sin claudicar ante lo inevitable que tarda en llegar, o sin rendirse, aunque les duela, cuando ya no puedan más? Dejemos aquí estos interrogantes.

Nosotros, que nada tenemos que ver con la “especialidad” de cuidados paliativos, porque tenemos otra Especialidad, nos inclinamos, sin entrar en consideraciones morales o religiosas, por lo que en ella se hace. Nos ratificamos en lo dicho: en Cuidados Paliativos se practica la medicina de acuerdo con la ortodoxia y con la lex artis. Por el contrario, lo que se realiza en ciertos casos de muerte digna, en la eutanasia, en la ayuda a morir o en situaciones parecidas, puede ser la falsa puesta en escena de los profundos cambios que está sufriendo la sociedad de nuestro tiempo.

Si somos radicales ante el problema que tratamos, y ante otros que nos rozan, es porque no estamos defendiendo ideologías sino a la medicina como entendemos que debe ser practicada. Y porque en el caso concreto que estamos tratando nos mueve una convicción que ya no es utopía: la medicina, lo hemos adelantado, va a dar adecuada respuesta a todos los problemas que platean las enfermedades, incluso las más criticas (caso de las referidas parálisis motoras totales, las tetraplejias, también otras de semejante o de mayor complejidad) evitándole al médico tener que tomar resoluciones, disyuntivas, en el curso de las mismas. Todo va a quedar, por lo tanto, en la ayuda que en el verdadero final de la vida y no antes precisa quien va a morir. Ayuda que con cuidados generales, medicación adecuada y soporte psicológico, espiritual si se quiere, pueden proporcionar las Unidades Especiales y que hoy por hoy ofrecen a satisfacción los Especialistas en Cuidados Paliativos.



Muerte digna



           

viernes, 29 de noviembre de 2013

Medicina interna

LA MEDICINA INTERNA ¿UNA ESPECIALIDAD?

Dr. Antonio A. Hage Made

La Medicina Interna, que se ocupa de la atención integrada y completa de los pacientes con problemas de salud, no es en sentido estricto una Especialidad, aunque se la designe como tal. Podríamos decir que es continuación natural de la Medicina; de la primitiva medicina sin añadidos que surgió cuando nuestros antepasados pusieron todos sus sentidos en la ayuda a sus semejantes enfermos. En el siglo XIX se fragmentó en dos ramas, médica y quirúrgica, que, a su vez, configuraron especialidades y subespecialidades algunas, por cierto, a caballo entre medicina y cirugía.

Así, integrada y completa la conocimos durante nuestra formación. Así se enseñaba en los más importantes hospitales; en los españoles y en los de nuestro entorno geográfico de donde la habían traído nuestros clínicos.

La Medicina, como parte de las primitivas culturas humanas viene desde muy lejos. Su origen se pierde en la noche de los tiempos. La Medicina Interna, sin embargo, sí tiene fecha y lugar de nacimiento. Apareció en 1880 en Alemania cuando un grupo de médicos utilizó su nombre por primera vez. El mismo año, por cierto, que Strümpell publicó su Primer Tratado de Patología y Terapéutica de las Enfermedades Internas. La Sociedad Alemana de Medicina Interna se fundó en 1882 y en el I Congreso celebrado en Wiesbaden consagró, a sugerencia de Friedriech, el nombre de Medicina Interna. Las actas oficiales consignaron: Verhandlungen des Kongresses für Innere Medizin. Fue exportada a partir de ese momento al resto del mundo.

El Diccionario de Ciencias Médicas puede con sus definiciones ayudarnos en lo que queremos explicar: Medicina, arte y ciencia del diagnóstico y tratamiento de las enfermedades y de la conservación de la salud. Medicina interna: rama de la medicina que se dedica especialmente al diagnóstico y al tratamiento médico de las enfermedades y los trastornos de las estructuras internas del cuerpo humano. Cirugía: rama de la medicina que trata las enfermedades y accidentes totalmente o en parte por métodos manuales o con la ayuda de instrumentos especiales en un acto llamado operación o intervención quirúrgica. Especialidad: campo de ejercicio profesional de un especialista. Especialista: médico cuya práctica se limita a una rama particular de la medicina o cirugía, especialmente aquel que por virtud de su adiestramiento avanzado está autorizado por un consejo de especialidades como cualificado para así limitar su práctica. Subespecialidad: rama de la medicina subordinada a una especialidad.

Definiciones que en cierto modo reafirman lo dicho: La Medicina, un todo en la vida de quien enferma dio lugar, como tronco primaria que es, a una rama médica origen de la Medicina Interna y a una rama quirúrgica origen de la Cirugía. Desde ellas surgieron las Especialidades. Y desde las Especialidades, las Subespecialidades. Eso no ocurrió de una manera abrupta. En un primer momento incluso las dos ramas primeras, también algunas de las especialidades, coexistieron hasta su definitiva segregación.

Por lo expuesto, por la propia evolución histórica, pero especialmente porque el hombre debe ser visto en su integridad decimos en palabras casi literales de A. Carrel: “todo ser vivo constituye una unidad, es un error considerarlo de forma fragmentaria como viene haciendo la medicina que separa al ser humano enfermo en pequeños fragmentos asignando cada uno de ellos a una especialidad. El hombre tal y como lo conocen los especialistas está lejos de ser el hombre concreto, el hombre real. La síntesis para el estudio del hombre y del hombre enfermo debe ser elaborada por un sólo cerebro”. Añadimos: la creación de las especialidades fue una imperiosa necesidad cuando la medicina alcanzó un alto grado de complejidad y extensión. En particular, caso de la Medicina Interna, cuando ésta pasó de “ser casi todo a ser casi nada”.

Hagamos, en su auge y ulterior declive, la pequeña historia de la Medicina Interna española partiendo de los grandes clínicos que la pusieron al nivel más alto creando, además, Escuelas. Fueron estos: Carlos Jiménez Díaz, Gregorio Marañón y Fernando Enríquez de Salamanca en Madrid; Agustín Pedro Pons y Máximo Soriano Jiménez en Barcelona; Juan Andreu Urra en Sevilla; Misael Bañuelos y José Casas en Valladolid; Roberto Nóvoa Santos en Santiago de Compostela; y una brillante pléyade de epígonos que no sólo continuaron la labor de sus maestros sino que ocuparon luego los más altos puestos asistenciales y académicos. Nuestros clínicos sabían todo lo teórico conocido. Elaboraban y enseñaban a hacer una cuidadosa historia clínica. Tenían rigor en la exploración física y estaban abiertos a lo nuevo si suficientemente contrastado redundaba en beneficio de los enfermos. Los diagnósticos complejos los discutían en sesiones clínicas y anatomopatológicas. Su dedicación a la enseñanza y al ejercicio profesional era casi en exclusividad. Con visión de futuro aconsejaban y ayudaban a sus colaboradores para que completaran su formación en prestigiosas universidades extrajeras donde podían familiarizarse con la lengua inglesa en la que se publicaba todo lo importante. La mayor parte de ellos eran, además, reconocidos humanistas en el sentido más amplio del término.

Si tuviera que definir lo que entonces conocí utilizaría una sola palabra: ¡Pasión! ¿Cuántas veces llegó al Servicio el profesor Jiménez Díaz diciendo que por cuestiones ineludibles tenía el tiempo tasado, viéndole irse ese día más tarde que nunca tras haber estado sentado en la cama de uno de los enfermos tiempo y tiempo meditando un diagnóstico? O cuántas, ante un caso difícil cuya solución no terminaba de encontrar mirando al enfermo frente a frente se repetía a sí mismo una y otra vez ¡pero esa cara, esa cara! ¿Qué me recuerda? ¡Y cómo nos dio una lección de visu que pasado el tiempo nos proporcionó algún éxito a nivel personal! Fue mientras pasábamos visita a la Sala de mujeres. Una de las camas la ocupaba una paciente recién trasladada desde Dermatología donde no habían podido llegar a un diagnóstico pese a haber sido vista y estudiada por diversos internistas y especialistas. Don Carlos ante ella dijo categórico: ¡esto es una dermatomiositis! El diagnóstico fue ratificado con posterioridad, sin ningún tipo de dudas, tras el estudio analítico e histopatológico. Nadie de nuestro entorno había visto un caso semejante. Ni nadie de nuestro entorno dejó desde entonces de diagnosticar a esos enfermos con sólo echarles un vistazo ¡valga la exageración! cuando presentan el característico aspecto físico que delata la enfermedad, permitiendo afirmar “visto uno, vistos todos”. (La dermatomiositis es hoy un padecimiento mejor conocido que se suele estudiar en los Servicios de Reumatología porque cuando la típica lesión inflamatoria del músculo esquelético no es aislada suele formar parte de un proceso sistémico inmunomediado). ¡Y de qué manera prodigaba el elogio cuando era merecido! No puedo olvidar por paradigmático el día en el que al terminar de leer una historia clínica redactada por uno de los internos manifestó felicitándolo: “la historia clínica es muy demostrativa, esta niña tiene un síndrome de Banti”; diagnóstico que corroboró a continuación cuando completó la exploración física y analizó los estudios complementarios. El anecdotario, si pretendiéramos agotarlo, sería interminable. Era el pan nuestro de cada día.

Con esos “mimbres” nos formamos los internistas de entonces. A la sombra y con el ejemplo de unos clínicos que nunca defraudaban. Allí se era médico a todas horas y a todos los efectos; obviedad aparente con la que pretendemos resaltar el espíritu de entrega total que imperaba entre nosotros expresado en anteriores palabras: ¡pasión por la medicina y los enfermos! Y allí, junto a los grandes clínicos, todos ellos Catedráticos de Patología Médica, ansiábamos formarnos médicos y estudiantes. El auge de esa medicina de altura duró para bienestar de los enfermos y gloria de la profesión muchos años.

Mas, lamentablemente, la medicina interna comenzó poco a poco a declinar y lo hizo en favor precisamente de las especialidades ¡Todos querían ser especialistas! Era la moda en el mundo médico particularmente en el anglosajón que estaba técnicamente más avanzado que el nuestro que permanecía -muy avanzado también- anclado en cánones centroeuropeos. Los médicos, particularmente los más jóvenes encontraron poderosas razones para formarse como especialistas en el extranjero. Podían salir mediante becas o con otras ayudas fuera de España, apetencia de mucha gente de entonces. Aprender bien un idioma normalmente inglés ya muy necesario. Formarse en una especialidad nueva o poco conocida que les iba a permitir integrarse a su vuelta con relativa facilidad en un Centro de prestigio que buscaba ese tipo de profesionales. Dominar una especialidad más factible, por ejemplo, que completar el largo recorrido de la Medicina Interna. Y no eran razones menores, el prestigio social de haberse formado en el extranjero, la posibilidad de asegurarse un mejor futuro económico o el deseo de permanecer definitivamente fuera de nuestras fronteras.

Esa fue la causa, en gran parte, del cambio que sufrió la medicina entre nosotros. Los especialistas no solo trajeron nuevas técnicas, trajeron nuevas formas de trabajo donde la medicina interna adquiría una significación diferente. Con ellos llegó lo practicado en los grandes hospitales y centros del extranjero que monográficos o semimonográficos enseñaban especialidades concretas. A un alto nivel, eso sí, porque eran instituciones mundialmente acreditadas. Aquí se “mimetizó” lo de fuera y nuestros Servicios crecieron de forma individualizada, hipertrofiada, en competencia los unos con los otros hasta el punto de que una de las especialidades, a veces más de una, prestigiaba toda la Institución. Era una manera diferente de “ejercer” donde la parte -valga la metonimia- sustituía al todo. El resultado no fue el mejor, pero se impuso.

El cambio del que hablamos alcanzó no sólo a la organización médica básica, alcanzó a los propios enfermos que buscaban directamente a los especialistas a quienes seleccionaban de forma arbitraria. Acudían al que gozaba de mayor fama, al recién llegado del extranjero o al que provenía de acreditados hospitales nacionales. Lo hacían porque algo habían leído o visto sobre enfermos con síntomas parecidos a los suyos o aconsejados por algún allegado o después de una consulta casi de pasillo con algún profesional. En menos ocasiones, la elección se hacía tras un riguroso estudio por el internista o por el médico de Medicina General. Todo eso fue un grave error que se ha pagado muy caro porque nunca antes había estado el enfermo tan desorientado ni tan huérfana la Medicina que, además, se encareció alargando el curso de las enfermedades. La Medicina Interna menoscabada aunque ocupando todavía su lugar natural, el Hospital, bajó un escalón y quedó en manos casi de los especialistas.

Lo que estaba pasando podía ser más o menos sorprendente porque ni siquiera los hospitales americanos habían trabajado antes así. Allí se había enseñado medicina con criterios similares a los seguidos en Europa; por entonces lugar afamado de aprendizaje. Baste recordar que un clínico eminente como William Osler -referente americano- viajó a los grandes centros del viejo continente donde coincidió porque hablaban el mismo lenguaje con los clínicos y patólogos de vanguardia. Los nombres de sus coetáneos europeos Traube, Fredrich, Skoda, Rokitansky, Laënnec o Virchow están desde entonces junto al suyo. Si bien, llegados a este punto hemos de decir que los clínicos excepcionales -y Osler lo era- por la originalidad de su pensamiento, por su conocimiento universal de la ciencia médica, por su magisterio apasionado y hasta por su carácter fueron creadores natos de Escuelas. Situados por encima de lo establecido se adelantaron a su época poniendo su sabiduría, su vocación y su abnegado trabajo en favor de los demás.

Por fortuna, como conocen los profesionales bien informados, en América no ha desaparecido del todo la figura del gran clínico ni la gran escuela donde el maestro con un amplio grupo de colaboradores -especialistas casi todos ellos- sigue conformando amplios y acreditados equipos que son referentes a nivel mundial, particularmente porque sus publicaciones nominadas con apelativos familiares, “el Osler, el Cecil, el Guyton, el Stein, el Harrison”, son libros de texto en las universidades más acreditadas y ocupan las más importantes bibliotecas médicas de todo el mundo.

Por lo expuesto, por el sentido eminentemente práctico que tiene la sociedad americana pero particularmente por el declive evidente que venía sufriendo la Medicina Interna surgió allí hace algo más de 15 años la nueva especialidad de Medicina Hospitalaria que fue puesta en manos de los llamados hospitalistas. Los hospitalistas viven en los hospitales durante toda su jornada de trabajo y, según estudios estadísticos, han logrado abaratar los gastos en más del 20 %. La mayoría de ellos son internistas reconvertidos que han enfocado su actividad profesional en el cuidado global de los pacientes ingresados. La creación de la especialidad -incorporada ya entre nosotros- ha sido una necesidad de la moderna estructura hospitalaria que se ha visto enfrentada, por un lado, a las llamadas “pluripatologías” que suelen precisar del manejo quirúrgico añadido y, por otro, a la necesidad creciente de albergar enfermos de edad avanzada. Problemas que se han querido quitar de encima todos. Incluimos en el “todos” a la propia Medicina Interna que vio a dónde querían llevarla.

Por una u otra de las razones expuestas, se ha ido dejando en manos de los hospitalistas el trabajo más duro de la asistencia hospitalaria, aunque ellos han conseguido dignificar su especialidad haciéndose imprescindibles, hasta el punto de designárseles “médicos de cabecera de los pacientes hospitalizados”. Personalmente no veo desacertada la creación de esta nueva especialidad aunque asimilar como se hace hospitalista a internista no parece lo más adecuado.

Ante este panorama nos preguntamos ¿dónde ha ido quedando la Medicina Interna? ¿Hay forma de recuperar su espléndido y no tan lejano pasado? La contestación no es fácil pero si en un esfuerzo de imaginación que creo se entenderá hacemos el razonamiento siguiente: ¿podrían los grandes clínicos a los que hemos hecho referencia hacerse cargo hoy con absoluta garantía de la Medicina Interna de los actuales hospitales aportando sólo ¡y nada menos! que su bagaje personal? La respuesta es: ¡sin ninguna duda, sí! Su conocimiento casi enciclopédico e integral de la ciencia médica, su visión de las recónditas interacciones entre los diferentes procesos y grandes síndromes, su formación humanística, pero particularmente su experiencia y magisterio les habilitaría para ello sin que se notase que habían pasado los años. Podrían poner con toda seguridad a la Medicina Interna en el lugar que le corresponde, en el centro de la vida de los hospitales.

No nos engañemos, no hay que darle la vuelta a todo lo que fue. Máxime cuando el paso del tiempo ha demostrado -según defendemos aquí- la bondad de parte de lo viejo sobre lo nuevo. Observemos si no a las antiquísimas grandes orquesta musicales que no han modificado su estructura organizativa. En ellas el director, generalmente menos virtuoso que cada uno de sus componentes, difícilmente puede ser sustituido por uno de ellos sin desvirtuar al conjunto. Una orquesta, es bien sabido, suena diferente según quien la dirija; es más, un mismo director ejecuta la misma partitura con la misma orquesta de manera diferente según el día.

Pese a lo dicho, sostenemos con fundado optimismo que los internistas de hoy pueden con ayuda de las nuevas tecnologías asemejarse a los clínicos de entonces y revitalizar la Medicina Interna llevándola -si disponen de un “programa informático” especialmente confeccionado- al lugar que le corresponde. Con esta nueva arma “un solo cerebro actual” puede estar (si introduce en un ordenador ad hoc los datos de la historia clínica, donde no deben faltar por básicas las tres conocidas preguntas hipocráticas ¿qué le pasa, desde cuándo, a qué lo atribuye? y añade lo obtenido en una correcta exploración física) a la altura de aquellos grandes clínicos al ver aparecer en la pantalla la información requerida que podrá ir acotando hasta llegar a una definitiva conclusión diagnóstica. Obtendrá, además, si lo solicita el resto de la información, es decir, pauta a seguir y tratamiento que debe aplicar ¡El uso de los ordenadores pone al alcance de la mano el mejor y más completo estudio del enfermo!

Nos preguntamos ahora, ¿estarán fallando las personas? Porque, si la informática ayuda tanto ¿no han de contribuir los médicos con una aportación personal similar? Ardua es la respuesta ya que podríamos estar juzgando a los profesionales a nivel particular casi. Pese a ello y ante la aparente pérdida de identidad de los internistas nos atrevemos a hacer las recomendaciones siguientes: Tendrán que ganarse a pulso su prestigio y puesto de trabajo después de años de estudio y formación en las aulas universitarias y en los hospitales y no sólo por antigüedad que es un mérito relativo más. Trabajar en régimen de exclusividad y presencia física. No han de ocuparse como ocurre ahora en funciones administrativas. Mejorarán su experiencia y conocimientos dedicando muchas horas del día al enfermo y al estudio. Conformarán ilusionados equipos de colaboradores que con motivaciones semejantes a las suyas vislumbren perspectivas de futuro que les eviten caer en el adocenamiento y la rutina. Las publicaciones rigurosas, así como el intercambio en forma de Sesiones clínicas y anatomopatológicas con otros Servicios y otros hospitales, se considerarán actividades básicas. Deberán “creer” en la Medicina Interna porque esa debe haber sido su vocación libremente elegida y en ella al lado de reconocidos maestros se deben haber formado viendo al enfermo siempre como “un todo” quebrantado en su salud. No parecen recomendables especialista para dirigir estos Servicios dada su inclinación y apego por la especialidad. Sentir gusto por la enseñanza y curiosidad por lo transcendente frente a lo banal o la moda nos parecen añadidos importantes. Si todo ello se acompaña de buen talante, empatía para conectar con los demás y humildad, mejor que mejor.

La Medicina Interna de un hospital universitario o similar acreditado deberá retomar lo que ha perdido, ocupándose con especial atención de los enfermos complejos y de los que ofrecen mayores dificultades. Los discutirá hasta alcanzar un diagnostico definitivo o hasta saber la conducta que va a seguir con ellos. Deberá llegar, si es posible, a un diagnóstico único que dé justificación a la variada sintomatología que presenta el enfermo y no caer como suele ocurrir en la actualidad en la tentación del diagnóstico múltiple donde se consignan altas redactadas en estos o parecidos términos: “Síndrome nefrótico. Miocardiopatía de patrón restrictivo. Esteatorrea idiopática. Polineuropatía, síndrome del túnel carpiano”. Que nos hace exclamar: pero ¿no es esto compatible con una amiloidosis, sin más?

Añadamos algo controvertido. Una cuestión en la que hay poco consenso: los Servicios de Medicina Interna de los Hospitales deberán ser dirigidos por genuinos Catedráticos de Patología Médica de reconocida y acreditada valía. Lamentablemente, en los últimos tiempos el acceso a las cátedras se ha hecho de forma discrecional, arbitraria, ocupándolas no los mejores. Lo decimos apenados, pero es que estamos hablando de uno de los pilares básicos de la medicina.

Abogamos como se ve por llevar la Medicina Interna al lugar que ha ido perdiendo con el paso del tiempo porque no se trata de una especialidad más y porque no debe bajar un escalón que la asimile como ocurre en la actualidad a la Medicina General, dicho sin intención de ofender a los médicos generalistas por los que sentimos admiración y respeto. La Medicina Interna es la importante rama que se ocupa de la atención integral del adulto enfermo igual que lo hacen, por ejemplo, aunque en otra dimensión la Oncología, la Medicina General, los Hospitalistas, ciertas Unidades Especiales y, en particular, la Pediatría que fue hasta hace pocos años “la Medicina Interna que atendía a la infancia” como reconocen muchos países sudamericanos dónde aun se la designa con el nombre de Medicina Interna Pediatrica.

La Pediatría, permitan la digresión, ha alcanzado ya su definitiva identidad. Cuenta con estructura organizativa propia que desarrolla en sus propios hospitales. Recibe el apoyo de las numerosas especialidades que ha ido creando que igualan, por cierto, en número y calidad a la de los adultos y ha alcanzado tal grado de independencia que no necesita estar integrada “dentro” de un Centro Médico Quirúrgico General, aunque puede formar parte de los Grandes Complejos Hospitalarios Universitarios. La Pediatría forma por sí misma una singular Unidad Médico-Quirúrgica-Especialidad perfectamente configurada e independizada.

Queremos dejar constancia, por si hubiera dudas, que todo lo expuesto no pretende sobrevalorar el papel de la Medicina Interna infravalorando el de las Especialidades. Nada más lejos de nuestra intención. La Especialidad es la mayor ayuda que puede encontrar la Medicina Interna. Hoy ésta sin aquélla sería bien poco. Pero cada una ha de ocupar el lugar que le corresponde. A nadie se le escapa -estamos hablando en el entorno profesional- que ante síntomas precisos o en situaciones agudas se debe acudir directamente a los especialistas o a Unidades Especiales sin atajos de ningún tipo; particularmente ante procesos críticos que suelen terminar en los Servicios de Urgencia de los Hospitales donde sus médicos -más internistas, por cierto, que otra cosa- saben como encauzar a los enfermos quienes salvada la urgencia tendrán que iniciar una nueva andadura diagnóstica y terapéutica dentro del propio hospital porque toda “crisis” responde siempre a un proceso de base que hay que acabar identificando. En muchas ocasiones más bien conocidas la particularidad de la afección obliga a dejar a los enfermos directamente en manos de los especialistas quienes se deberán hacer cargo del total cuidado de los mismos.

Añadamos, simplificando un problema que empieza a ser inquietante: los internistas, los generalistas y los especialistas -los médicos en general- tendrán que irse preparando para la “medicina que viene”; cuya dimensión por impredecible va a estar marcada como muestra la actual realidad por un mayor desequilibrio entre medicina de investigación y medicina práctica. La de investigación ha llegado tan lejos que resulta asombroso y apasionante el estudio de sus últimos logros. Mas el médico de a pie en el ejercicio cotidiano, frente al enfermo, con los conocimientos cada vez mayores que le proporciona la investigación, sigue siendo el mismo de siempre: El que ha de dar la cara ante la persona que sufre y busca ayuda. El que no debe sobrepasarse utilizando lo últimamente conocido ni quedarse corto aplicando lo nuevo. El que en el ejercicio cotidiano está obligado, como viene siendo norma, a observar, escuchar y explorar cuidadosamente al paciente para concluir tomando las resoluciones pertinentes.

¿Bastarán las estructuras conocidas ahora, o las semejantes a ellas, para hacer frente “a lo que viene”? Creemos sinceramente que no, el cambio, por radical, va a modificar todo lo conocido. Aunque abriguemos la esperanza de que al menos el “primer encuentro” entre el enfermo y el médico continúe sustentándose en la ayuda, la comprensión y el consejo “de quién pide y de quién viene obligado a dar”. Acto supremo que puede seguir humanizando la relación médico-enfermo y dignificando la profesión. Y, mientras llega ese futuro sugerimos: Qué la técnica no sobrepase nunca al técnico, al médico, porque es en éste donde el paciente encuentra apoyo y consuelo. Qué no se “fragmente” al enfermo hasta limites insospechados porque quien sufre está constituido por una unidad psicosomática, por cuerpo y mente, y es en la psique, si en la persona anida un espíritu religioso trascendente, donde se identifica “el alma” que querrá preservarse hasta su destino final”. Mas ¡apartémonos de elucubraciones metafísicas que no sabemos hasta dónde podrían llevarnos!

En espera de lo que suceda en la vida médica futura, recalquemos: La Medicina Interna hoy, acosada desde todos los lugares, deberá continuar ocupando el centro de la vida médica hospitalaria. Las Especialidades, imprescindibles ya, deberán ser el complemento, la ayuda. No hay que invertir el orden porque formar un internista de alto nivel es mucho más complejo que formar un buen especialista.

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