ENTRE LA REALIDAD Y LA FANTASÍA.
PEQUEÑA HISTORIA DE UNA VIDA.
Dr. Antonio A. Hage Made
Hay cuestiones que quien las imagina y
luego las plasma por escrito -mi caso ahora- lo hace con una única finalidad:
la de hablar consigo mismo.
El asunto del que voy a tratar me merece,
en la parte que llamaré teleológica, (?) el mayor respeto, obligándome a ser cauto y
muy respetuoso.
Y, ¿por qué me atrevo a plantearme
unas cuestiones complejas que bien o mal resueltas hasta ahora tendrían que ser
abordadas sólo por mentes privilegiadas? Pues porque me permiten, a nivel
particular, exponer una versión de la vida espiritual que estimo, como poco, original
al tiempo que contrastable con lo consolidado. Y, si lo trascendental que se aborda,
lo que llamo teleológico, tuviera en este caso visos de realidad podría ofrecerme
esperanzas para transitar con alguna ilusión por la vida.
Esta corta introducción sirve a una historia
previa que se encuentra entre la realidad y la fantasía.
Comenzó cuando un antiguo
condiscípulo y ahora entrañable amigo con quien yo compartí estudios de
medicina, regresó de su prolongada estancia de años en tierras americanas donde
vivió todo tipo de aventuras que me narró y que yo pretendo trasladar al papel por
si tuvieran interés para alguien.
La carrera de Medicina no se podía
cursar en mis tiempos en las Islas porque no habían sido creadas las correspondientes
Facultades. Había que ir a la Península. Mi amigo me precedió unos dos años,
por edad, y cuando yo inicié mi andadura médica él había cursado sus primeros años
brillantemente, por cierto, porque tenía unas particulares condiciones
personales con una especial memoria -que siempre definió como “fotográfica”- que
le permitieron ser no sólo el primero de la clase sino también el compañero más
activo, un referente, en el ajetreo diario connatural a la rica vida
estudiantil de la época.
Así, con los altibajos naturales que
ofrece la vida feliz de un estudiante, transcurrió nuestro andar por la Universidad
hasta la finalización de la carrera, lo que ocurrió al recoger cada uno en su
momento la última papeleta exitosa con la que culminábamos los estudios iniciados
seis años antes. ¡Llegaba entonces la hora de la verdad!
Nosotros
seguimos desde un primer momento sendas vitales y profesionales diferentes, en
las que yo fui un privilegiado. Había que buscarse la vida y algunos tuvieron
que hacerlo casi de inmediato. Mi amigo
entre ellos. Me contó, que sin un motivo claro y sin esperarlo, se vio repentinamente
solo y con poco dinero en los bolsillos, embarcado rumbo a las Américas. En
esos instantes y pese a que era un hombre fuerte lloró desconsoladamente al encontrarse
tan desorientado, sin meta clara, sin rumbo, preguntándose que hacía a bordo de
aquel barco en el que entre todos le habían metido para que marchara a ganarse
el sustento. Nueve días más tarde arribó al puerto de La Guaira, ya sosegado, con
el pensamiento puesto en encontrar una solución lo más pronto posible a su
futuro.
Afortunadamente, la Venezuela de
entonces era muy distinta a la actual, especialmente para los canarios que llegaban,
quienes encontraban allí a muchos compatriotas, bien situados en muchos casos, dispuestos
siempre a echar una mano al nuevo emigrante, al paisano. Lo de mi amigo fue especialmente
fácil porque contaba, además, con familiares acomodados en el País.
Obtuvo rápidamente, sólo con
presentar sus credenciales académicas, una plaza interina en una Medicatura. La
Medicatura, es el equivalente a lo que aquí llamamos Partido Médico, con Ambulatorio
incluido o no, regentado por un Médico Titular, en propiedad o en interinidad.
¡Nuestro Médico Oficial del Pueblo, vaya!
La Medicatura que le tocó en suerte,
pobre y primitiva, estaba ubicada en lo más profundo de la selva amazónica. Sólo
un espíritu valeroso y con ideas claras podía encontrarse allí a gusto. Lo que
no me extraña conociendo a mi amigo, que había caído de pie entre los nativos,
describiéndome cómo comenzó entonces una segunda vida que poco tenía que ver
con la primera que ya aparecía lejana. En esta segunda etapa de su vida le ocurrieron
acontecimientos que, concatenados, contribuyeron al éxito que finalmente
alcanzó en su andadura americana.
El aislamiento, la tranquilidad, la grata
vida material -también sentimental- ofrecida por sus nuevos paisanos, el contar
con muchas horas del día y de la noche para, entre otras cosas, preparar unas
necesarias Oposiciones y, especialmente el haber encontrado su vocación de
naturista heredada y fomentada desde que fue muy niño por su padre,
contribuyeron, sumándose a hacer de él ese “hombre nuevo” del que me habló.
Su padre, un probo funcionario del
Ayuntamiento de su pueblo, había sido un naturalista frustrado que amó lo más
digno de la vida: al hombre (utilizamos el colectivo genérico hombre en su
acepción académica), a los animales, a las plantas, así como al arte en una de cuyas
manifestaciones más sublimes, la poesía, fue un dignísimo representante. Todo
ello quedó marcado en el frontispicio de su existencia y trasmitido especialmente
a su hijo, mi amigo.
Más que un naturalista, podríamos
decir que el padre de mi amigo -un naturista en sentido estricto del término- fue
un enamorado de la naturaleza y que a ello dedicó gran parte de su vida de
ocio. Terminado su diario trabajo en el Ayuntamiento se dedicaba a la
contemplación y al cuidado de sus plantas y animales, así como a sus lecturas y,
particularmente, a la creación poética. De ese venero se nutrió mi amigo que en
sus ratos de ocio estaba casi más con su padre que con sus amigos. Lo que le
sirvió para que, al reencontrarse con la naturaleza en su nueva vida americana,
la reconociera de inmediato y se adaptara a ella con facilidad.
En la Medicatura vivió, como hemos adelantado, una vida sencilla pero de
pleno gozo. Se dedicó de lleno a los pacientes a los que no recuerda haberles
cobrado nunca. En primer lugar, porque a eso le obligaba su condición de Funcionario
Público. En segundo lugar, porque muy pronto se sintió imbuido por un
sentimiento altruista, connatural en él, hacia unas personas que desde el
primer momento pusieron a su disposición todo lo que tenían. En tercer lugar,
porque, al no tener gastos de ninguna clase e ir acumulando mes a mes la paga íntegra que
recibía del Estado, podía permitirse esos lujos. Su mesa aparecía siempre bien
servida con productos cultivados y criados en el propio pueblo, ofrecidos casi
en su totalidad por sus convecinos. Su vestimenta era sencilla ya que el clima lo
permitía. El ocio lo ocupaba entre largas
caminatas, un chapuzón diario en las frías aguas de un gran remanso que dejaba
el río que atravesaba el pueblo, así como la cacería y la pesca a las que iba
acompañado siempre por uno, o más de uno, de los lugareños conocedores de la rica,
pero a veces peligrosa fauna. Sencillo modo, como se ve, de llenar las horas y los
días. Ese bucolismo lo hacía feliz y rememoraba en él la infancia pasada al
lado de su progenitor del que tanto aprendió.
Todo eso, no le hacía olvidar que tenía
que estudiar a fondo porque se había propuesto superar unas dificilísimas Oposiciones
en las que necesitaba convalidar su Titulo de Medicina obtenido en España. Esto
es, superar una Reválida, que le iba a permitir competir en igualdad de
condiciones con los propios médicos del País. Y, a ello se puso; sin prisa pero
sin pausa.
La Reválida era el gran escollo al
que todo médico con ambición y con afán de superación debía enfrentarse más
pronto o más tarde si quería ser algo en el País. Era de una dificultad extrema
particularmente porque el temario incluía, de forma extensa y pormenorizada, la
parte de las ciencias naturales donde se estudia especialmente la biología
animal, la parasitología, las enfermedades infecciosas, particularmente las tropicales
y demás, a las que otras Facultades de Medicina suelen dedicar escaso espacio y
tiempo.
Cuando mi amigo se puso a preparar las
Oposiciones, tuvo que modificar sus planes iniciales. No porque no pudiera
superar con facilidad los exámenes -me aseguró que hubiera necesitado menos de
un año para llegar concienzudamente preparado- sino porque consideró que debía compaginar
el estudio teórico con el práctico. Que tendría que ir creando de forma
paralela, y mientras estudiaba la parte teórica, su propio Museo de la Ciencia ¡inédita
ocurrencia a esas alturas en un médico ya formado!
Tardó por ello varios años, pocos, en
completar su definitiva preparación, pero su examen fue un rotundo éxito. Asombró
al Tribunal, que lo calificó con la puntuación más alta quedando sus miembros aun
más sorprendidos cuando, a posteriori, conocieron, porque se los mostró, lo que
había creado, es decir, su Pequeño Museo de la Ciencia.
Allí, en su visita, el docto Tribunal
se encontró lo que mi amigo, con la ayuda de dos nativos de cultura muy
elemental pero despierta inteligencia, había logrado con los aceptables microscopios
que disponía, así como con el resto de material que un laboratorio, por muy
elemental que sea, precisa para su trabajo diario. Sorprendidos vieron a las
más variadas y numerosas especies autóctonas, perfectamente disecadas,
clasificadas y ordenadas, que nuestros investigadores amateurs habían logrado
reunir. Llamándoles especialmente la atención la parte dedicada a reptiles, a
serpientes -precisamente la más apreciada por mi amigo por el trabajo y el tiempo
que le había dedicado pero también por el riesgo en el que puso su vida y la de
sus colaboradores- que incluía culebras, víboras, crótalos, boas, anacondas,
cobras... especies de gran belleza todas ellas mostradas en cuidadosa
ordenación científica.
Este modesto Museo fue donado, en su
momento, por mi amigo -que empezaba a estar en proyectos nuevos- al Instituto
de Ciencias Naturales de Caracas donde hoy ocupa un lugar de privilegio.
Mi amigo empezó entonces, como hemos
adelantado, una nueva andadura cuya razón de ser se sustentaba en su prestigio
personal ganado a pulso. Así, cuando le ofrecieron los más altos puestos
médicos en los más importantes Hospitales del País, también los políticos y los
de la Alta Administración Central del Estado, pudo rechazarlos y sólo pidió, y
lo logró, que le permitieran formarse como Hematólogo. Primero, en el País; luego
en el extranjero. Y ello, porque sentía una decidida inclinación hacia esa
Especialidad Médica en la que ya había hecho sus pinitos.
Comenzó entonces, con la aquiescencia
oficial, su primer año de formación básica, que realizó en el más acreditado
Centro Hematológico de Venezuela, y obtuvo la ayuda que solicitó para, a
continuación, trabajar becado en los más afamados Centros de Hematología del
Mundo.
Primero, en Barcelona (España) en los
Servicios de Hematología del acreditado Profesor Agustín Pedro Pons donde
permaneció largos meses. En segundo lugar, en el Reino Unido, en el importante
University College Hospital y en el no menos importante Hammersmith Hospital de
Hematología avanzada donde estuvo unos dos años bajo la tutela del Premio Nobel
César Milstein y donde se puso al día aprendiendo y practicando todo lo
novedoso de la Hematología a nivel mundial confraternizando, además, con el componente
médico de ambas Instituciones quienes insistieron, cuando se preparaba para
despedirse, en que se quedase definitivamente con ellos en Londres al ver la
natural predisposición que tenía para la investigación y el entusiasmo que desplegaba.
Agradeció de corazón el ofrecimiento, pero su meta estaba en otro sitio, en París
¡Y allí se fue! Deseaba trabajar en la más famosa Institución del momento, en el
Instituto Pasteur de la capital francesa a donde marchó llevándose en la agenda
un nombre, el de Jean Dausset.
El Instituto Pasteur no era cualquier
cosa. En esos momentos, ya había ganado diez Premios Nobel. El del profesor Dausset,
el último.
Entró con todos los honores. Se le
reconoció como lo que era: un joven pero ya acreditado investigador,
entusiasta, apasionado, trabajador incansable que necesitaba saber más cada
día. El profesor Dausset, lo cogió de su mano y le enseñó todo lo que él sabía.
Mi amigo no perdió el tiempo y cuando había superado más de dos años de su provechosa
estancia en París trabajando profesionalmente al más alto nivel, se dispuso a regresar a su País de adopción para
dar desde allí lustre y categoría a la profesión médica, en particular a la
Hematología, no sin antes haber rechazado, con dolor, el ofrecimiento que también
le hicieron en el Instituto Pasteur para que se integrase con carácter
definitivo en la Institución.
París, conviene decirlo ahora, le
ofreció además, mientras culminaba su formación profesional, lo que sólo París
puede ofrecer en grado sumo ¡su hechizo, su bohemia, su variada y rica cultura!
Mi amigo, no desaprovechó la ocasión y lo tomó todo gustoso. Allí nació en él, cogiendo
vaga forma en su mente y en sus sentimientos, lo que en más de una ocasión
había sido casi un fugaz pensamiento de trascendencia que parecía querer quedarse
de forma definitiva en su mente.
Así, una noche tras una interesante y
sincera reunión a la que asistieron muy pocos invitados convocados por un amigo
libanés de “la bohemia” que ya tenía noticias de por dónde respiraba filosóficamente
mi amigo, le vieron extasiarse oyendo las explicaciones dadas por uno de los
comensales que regresaba de un largo viaje por la India profunda y por las
sobrecogedoras cumbres del Himalaya y que fue la estrella de la reunión; se
llamaba Larry.
Larry contó que había sido piloto de
combate en una de las Grandes Guerras Mundiales del pasado siglo y que debía la
vida a la generosidad de su mejor amigo, piloto de combate también, que la
sacrificó por la suya.
Nunca había tenido inquietudes
trascendentes. Vivía a lo que llegaba. Pero que la penuria y los horrores de la
guerra, el vacío que empezaba a sentir en su entorno, la falta de horizontes y el
recuerdo de la muerte de su amigo empezaban a hacer mella en él. Ni en América,
su País, a donde había regresado tras la contienda, ni su entorno social o
familiar le procuraba ilusión alguna. Vivió temporalmente allí, apenado,
mientras le quedó algo del dinero ganado como héroe de guerra. Todo esto le
causó un gran desasosiego y empezó a buscar “algo” con lo que llenar su
existencia que ya no tenía ni rumbo ni alicientes.
Pero en esos amargos momentos, le vino a la
memoria, por fortuna, el recuerdo de París y el de sus estancias allí donde fue
tan feliz compartiendo los días y las noches con sus camaradas y con alegres amigas.
De inmediato marchó a la capital francesa con la vaga esperanza de encontrar parte
del tiempo perdido.
Vana esperanza, porque ni París era la ciudad
que él conoció; ni él, la misma persona. Perdido, comenzó su periplo viviendo
de lo más sencillo que la vida le ofrecía, con la esperanza de que el trabajo
manual simple, con gente igualmente simple, podría ser el remedio que lo
salvase. Aceptó todo lo que le llegaba: porteador de mercancías de todo tipo,
vendedor de pescado, minero en lo profundo de la tierra y ayudante en
diferentes trabajos. ¡Todo en vano! Nada despertaba en él el más mínimo
entusiasmo.
Así las cosas, y cuando de nuevo desesperaba,
volvió a tener un recuerdo salvador que le vino a la memoria al evocar una conversación
mantenida mientras trabajó en la mina con un cura rebotado que le entregó unos
libros -los sagrados del hinduismo, los Upanishad- al tiempo que le habló de
las condiciones espirituales de vida en los Monasterios de las cumbres del
Tíbet. Con la diligencia y el afán que le caracterizaban, allí se fue de
inmediato dispuesto a encontrar el sendero de la vida y el de su existencia.
Los lamas no lo defraudaron, al
contrario, conoció con ellos otra vida: la espiritual, que practicaban y que sintió
transcendente, altruista, generosa, sin apetencias materiales de ningún tipo. Logró,
en un primer momento, una inimaginable paz interior que no había sospechado alcanzar
tan pronto. Los sacerdotes le advirtieron que esa paz y serenidad que acababa
de alcanzar no eran suyas, que eran las del conjunto de los sacerdotes que allí
moraban e inherente, por tanto, al conjunto de la comunidad. La suya personal
tenía que ganársela en un proceso particular de purificación que debía alcanzar
solo, sin compañía, sin ayudas, alejado momentáneamente de ellos mientras
permanecía en lo más alto de la cima del Tíbet.
En ese momento de la exposición, se
levantó William, el comensal británico de la reunión, para decir:
-perdone,
Larry ¡su historia yo la he oído o leído en algún otro lugar!-
-puede ser,
contestó algo contrariado Larry-
Sophie, una bella muchacha que
formaba parte de la reunión, medió, aclarando:
-lo de William
no es de extrañar. A mí me pasa lo mismo, también yo he oído o leído en algún
lugar algo parecido, aunque pienso que en circunstancias similares pueden repetirse
esos hechos coincidentes-
-¡Quizá-,
aceptó resignado William! Y se aprestaron a seguir escuchando la narración.
Larry siguió con el relato y contó
cómo permaneció solo, aislado, alejado de todo contacto humano, en la cima del
mundo, días y días, en el transcurso de cuyo tiempo de oración y de “conversación
con lo divino” notó perfectamente el momento en el que alcanzó el éxtasis
contemplativo con lo que dio por concluida la experiencia. Se sintió entonces reconfortado,
sin dudas de ninguna clase y tuvo el sincero convencimiento de haber superado
la prueba aunque sin confesar más detalles de lo que había pasado en aquellos
días a aquellas alturas.
Ante un sepulcral silencio, una voz se
atrevió a preguntar:
-¿conversación
con lo divino, Larry?-
-¡Sí, así fue!-,
contestó éste con total naturalidad.
Nadie osó añadir más y Larry completó el
relato explicando que cuando volvió al mundo comprobó que la experiencia había
sido un éxito porque se encontró a gusto en el mundo en el que tanto había
penado. Se alejó de la vanidad y del lujo y se sintió especialmente cerca del
que menos tenía y más necesitaba. Dejó de juzgar al prójimo, para bien o para
mal, aunque ayudándole cuando lo precisaba. Se convirtió en un referente para
el agobiado. Y, lo más importante, que no le costaba ningún esfuerzo hacer lo
que hacía, sin ofenderse si alguien no lo entendía o no lo aceptaba. Se sintió
feliz practicando la aproximación y la caridad con todas las personas, con las
conocidas y con las desconocidas, pero quedando perplejo, sorprendido, cuando
comprobó un hecho insólito que se daba en su persona: que en su contacto con
quienes acudían en demanda de ayuda y de apoyo, angustiados, con problemas
personales, aunque también con enfermedades, los sanaba. Constató
fehacientemente el fenómeno porque ocurrió en todos los casos en que mantuvo
sus manos entrelazadas, o simplemente puestas, sobre quienes angustiados, pero
esperanzados, acudían a verle en busca de apoyo y de paz. No recuerda haber
empleado ninguna droga ni ningún exorcismo con ellos. El silencio y la proximidad
lo hacían todo. Él fue el primer sorprendido porque hasta esos momentos no supo
que poseía ese don. Ni siquiera los sacerdotes lamas descubrieron que podría
detentar esos poderes.
Ahora fue mi amigo, como médico,
quien interrumpió el curso de la exposición para explicar a los contertulios que
el fenómeno referido no era nuevo en medicina. Al contrario, se conocía desde mucho
tiempo atrás en el que venía siendo motivo de controversia y de confrontación entre
la clase profesional. Que resultaba complejo pormenorizarlo en esos momentos,
pero que lo haría gustoso si se lo pedían. Todos quedaron de acuerdo en que no
era necesario y aceptaron las explicaciones de mi amigo quien concluyó que eran
razones esotéricas las que se daban en esos casos donde unas personas parecían
tener poderes especiales para mejorar y hasta curar los padecimientos de sus
semejantes. ¡La fe, apostilló William siempre atento, mueve montañas!
Larry concluyó su exposición diciendo
que, paradójicamente, cada vez se encontraba más alejado del fácil efecto que
lograba con los pacientes y que el mundo al que regresaba coincidía poco con el
que a él le alentó mientras permaneció entre las personas puras y en las
montañas del Tíbet. Y que, por fin, después de estar perdido durante mucho
tiempo, se había encontrado a sí mismo y hallada la paz interior y el sentido
de la propia vida que con tanto anhelo había buscado, todo lo cual colmaba su particular
existencia, aunque dicho así pudiera parecer puro egoísmo que aseguró, no lo
era, porque su pensamiento y su obra siempre iban dirigidos al prójimo, a los
demás y no a sí mismo.
El largo silencio que siguió al final
de la charla permitió a los contertulios preguntarse si el orador había querido
dejar algún mensaje ¿quizá que pensaba retornar con los lamas a la vida
sacerdotal que conoció? ¿O quizá que, como sincero gurú que ya era, podría llevar
sus enseñanzas por el mundo? ¡Quis novit!
Concluida la reunión, todos se
dispersaron despidiéndose entre sí. Mi amigo y su amigo libanés caminaron juntos
durante un buen rato. En ese intervalo de tiempo el amigo libanés tuvo tiempo
de preguntarle a mi amigo por qué había estado tan absorto durante la
exposición y que aunque algo conocía de sus inclinaciones metafísicas no sospechaba
que iba a encontrarle tan afectado por el apasionante relato de Larry. Que
también a él le emocionaban esas cuestiones pero que como buen descendiente de
fenicios, las dejaba para otro momento; para la última etapa de su vida. Mi
amigo, sonriendo, le dio la razón concluyendo con las siguientes palabras: - en efecto, como buen admirador del pueblo
fenicio estoy de acuerdo, dijo en tono jocoso, en dejar esas cuestiones para
más adelante, para el final de mis días-
Se despidieron con un fuerte abrazo porque
esa era la última noche de mi amigo en París. Embarcaba al día siguiente hacia su
Patria de adopción.
Pero eso forma la segunda parte de la
pequeña historia de la vida de mi amigo.
Mi
amigo decidió regresar a Venezuela en barco, lo que venía a ser un capricho
rememorativo de su primer viaje en el que tanto penó. Como estaba a un tiro de
piedra de Cherburgo y le atraía volver por tierras de Normandía, que siempre le
habían despertado un gran interés, allí se encaminó para embarcar en lo que
entonces era una línea regular Cherburgo-la Guaira.
El viaje resultó muy grato. Gozó del
trato de favor que se les dispensaba a los pasajeros de lujo, entabló amistades
amenas con personas que marchaban al Caribe en viaje de placer y tuvo mucho
tiempo para cavilar sobre sus proyectos futuros cuando arribara.
No pudo evitar hacer la comparación
entre su viaje inicial al Nuevo Mundo en condiciones precarias y el actual en
el que gozaba de todo tipo de prerrogativas y en el que tenía perspectivas de
trabajo inmediatas a un alto nivel. En su cabeza no aparecían más pensamientos
que los simples de planificar una inmediata vida de trabajo. Otros, los que
atañían a cuestiones particulares trascendentes, no estaban en su agenda. Por
ese lado, podía dormir tranquilo.
Desembarcó en la Guaira una mañana
del mes de octubre -suave invierno todavía- y aprovechó el día para visitar en
la capital del Estado, en visita de cortesía, a alguna de las principales
autoridades a las que ya conocía y a las que debía dar, en su momento,
testimonio escrito de su actividad profesional durante la larga estancia vivida
en el viejo Mundo.
Y a partir de ese momento se dedicó, full time, al trabajo profesional que le
habían asignado sus superiores jerárquicos los cuales le nombraron de inmediato
Director Médico de uno de los más importantes hospitales universitarios del
País. En el mismo, desarrolló una ímproba labor que diversificó entre lo que es
la alta dirección de un hospital universitario y la atención a uno de sus
Servicios, el de Hematología, que pidió dirigir personalmente y que elevó a la
más alta categoría como centro puntero de referencia de la especialidad tal y
como la había conocido en el resto del mundo porque, aun cuando no lo hemos
dicho todavía, mi amigo conocía también, por reiteradas y cortas estancias
anteriores, los grandes centros de investigación y las grandes instituciones
médicas de los Estados Unidos de América.
Cumplía en su trabajo como debe
hacerlo todo buen regidor de una Alta Institución del Estado; con ello queremos
decir: llegaba el primero, se marchaba el último y no cesaba de trabajar. El
ejemplo, es la mejor enseñanza en cualquier tipo de actividad y mi amigo
siempre, en toda ocasión y en todo lugar, enseñó con el ejemplo.
La Institución se convirtió muy
pronto en referente Nacional solicitada por todos, tanto médicos como alumnos.
Dentro de ella, el Departamento de Hematología, que personalmente dirigía mi
amigo, pasó a ser punto de mira al que acudían profesionales de todas partes
porque ya tenía el mismo crédito y la misma categoría que los demás Centros de
Hematología del Mundo.
Desde el principio, su actividad profesional
fue desenfrenada. Llevó a su Universidad a los más acreditados científicos del
mundo, al tiempo que enviaba a sus más aventajados discípulos al extranjero
para establecer un intercambio de conocimientos y experiencias que resultó
altamente ventajoso. Fomentó las publicaciones y los trabajos científicos en su
Universidad, siempre al más alto nivel y en competencia sana con lo que se
hacía y publicaba fuera de sus fronteras. Hizo apasionante y ameno el trabajo
entre todos los componentes de la Institución y consiguió también, y
especialmente, que los enfermos solicitaran ser atendidos en un Hospital tan
acreditado como el suyo, donde se practicaba una medicina de altura compaginada
con un trato personal humano exquisito. Lo que, lamentablemente, no suele ser
la regla en la atención médica cotidiana.
Pero, como tantas veces ocurre en la
vida en la que los hechos, favorables o no, suelen mostrar dos caras, a mi
amigo le cambiaron la trayectoria lineal que llevaba. Decimos le cambiaron
porque fue una decisión emanada de instancias superiores, de políticos, que
pensaron que necesitaban un profesional con una cabeza bien armada para dirigir
toda la Sanidad y la Asistencia Social de Venezuela.
Mi amigo no pudo negarse, le debía
mucho al País y a su gente y, además, le resultaba grato contribuir a la alta
sanidad social en su faceta organizativa. Sólo pidió que le permitieran
compaginar su nuevo trabajo con la dirección de su Laboratorio de Hematología
ya universalmente acreditado y que sus actuales colaboradores se hicieran cargo
de la dirección del Hospital. Su petición fue oída porque conocían la capacidad
de trabajo de mi amigo, de las que ya había dado suficientes muestras, y porque
tenían las mejores referencias de sus colaboradores. Él, como veremos, se
acomodó bien a su nueva situación.
Se instaló en la capital del Estado y
se rodeó, en una especie de Gran Ministerio, de colaboradores de todo tipo, de
los que recabó exhaustiva información sobre lo que existía en esos momentos.
Cuando tuvo conocimiento cabal de lo que había y de lo que necesitaba, comenzó
a actuar como siempre “sin prisa pero sin pausa”. Lo ordenó todo. Viajó
incansablemente por todo el País y, de nuevo, por todo el Mundo de donde retomó
lo más útil y acreditado. Situó a cada persona en el lugar debido, aprovechando
la capacidad y la valía de cada uno de sus antiguos colaboradores, pero también
la de los nuevos fichajes recabados entre los más capacitados.
Aquello fue, como no podía ser menos
conociendo al autor, un rotundo éxito y situó a la sanidad social venezolana
-esta vez en su faceta organizativa- a la vanguardia.
El asunto marchaba sobre ruedas.
Mi amigo retomó entonces, sin descuidar la faceta organizativa puesta en
marcha, su intensa labor personal en el Laboratorio de Hematología. No se
resignaba a quedar rezagado, y no se quedó, porque el Departamento no cedió un
ápice en calidad y en buen hacer. Siguió siendo referente mundial de la
Especialidad.
Por esa época, como hemos dicho, mi
amigo viajaba mucho. También por el propio País que conocía al dedillo por
haberlo pateado antes durante muchos años. Eso le hizo ver que en general, pero
especialmente en las zonas rurales o más alejadas de la civilización, en las
distintas Medicaturas, se adolecía de falta de laboratorios de análisis
hematológicos de todo tipo. Lo resolvió de inmediato, creando todos los
necesarios, lo que fue una ímproba labor si se conoce la geografía del País. No
lo creerán, pero puedo asegurar que cuando se acababa el dinero, mi amigo
creaba con su propio peculio el laboratorio que se precisaba. Se convirtió,
así, en médico que “trabajaba” también por cuenta propia, en médico privado,
particular, pero no se llamen a engaño: en sus laboratorios no se les cobraba a
los pacientes; las dispensaciones eran gratuitas, tal y como sucedía con el
resto de los laboratorios oficiales del Estado. Además, pasado el tiempo, y ya
mi amigo en periodo de jubilación, donó toda la estructura creada con su propio
dinero, a las diferentes Medicaturas y, por ende, al Estado.
Ese momento podía haber sido de
descanso o, al menos, de aflojar la intensidad del trabajo pero, como hemos
dicho más atrás y repetimos ahora con palabras distintas pero de parecido
significado, “Cor hominis disponit viam
suam, sed Domini est dirigere gressus eius (El hombre dispone su camino,
pero al Señor corresponde disponer sus pasos)”. Queremos decir que eso no pudo
ser. El merecido descanso se vio frustrado una vez más porque había recibido
noticias poco tranquilizadoras de su familia de Canarias, sobre su padre,
modificando todos sus planes.
Las noticias decían que su padre ya
era totalmente dependiente del cuidado de otras personas. Su vista se había
apagado casi por completo y que si continuaba creando poesía era porque su
prodigiosa memoria parecía haber quedado intacta hasta el punto de que su
último y largo poema dedicado a su última nieta, Tulita, hija precisamente de
mi amigo y que se lo remitían para que lo conociera, lo había dictado de
corrido sin muletillas de ningún tipo. Y que, si bien se había resignado y
adaptado a su nueva situación, no parecía haber podido superar el decadente
entorno, tan mimado antes, al que habían llegado sus animales y, especialmente
sus plantas, con las que tan feliz había sido. Todas ellas, contaba la familia,
estaban prácticamente perdidas.
La situación era dramática para el
pobre anciano que lloraba por todo lo perdido y en particular por el último
árbol que aún se mantenía en pie y que había sido el eje de su vida
sentimental. Este árbol lo había traído de América, precisamente de la tierra
donde vivía mi amigo ahora, Venezuela, aunque era oriundo de otra zona
americana. La planta, única existente en la isla donde vivía su padre, era
conocida con el nombre de su dueño, padre de mi amigo, como la ceiba de Don
Arístides. Árbol sagrado para los indígenas de las Antillas quienes decían que
atraía buena suerte, energía espiritual, vibraciones sanadoras y purificadoras;
su madera era utilizada para construir cayucos, pequeñas embarcaciones hechas
con un solo tronco de árbol.
Cada mañana y para no aceptar
engaños, el padre de mi amigo exigía que le llevaran hasta el árbol para
tocándolo, saber, al menos, de la salud y el tiempo de vida que al mismo le
quedaba. De ese modo, cuando le repetían que todo seguía igual, sin cambios, él
se acercaba hasta la planta, la tocaba y repetía machaconamente: ¡este árbol
languidece, así no puede seguir mucho tiempo más!
Esas palabras hicieron mella en la
mente de mi amigo. Fueron, desde el primer momento, una obsesión que no le
dejaba ni de noche ni de día y a la que buscaba con ahínco una solución que
parecía no llegar.
En ese ínterin estaba cuando una
noche, la más negra y encapotada que mi amigo recuerda, fue despertado por una
voz -no reconoció a ninguna persona- que le dijo:
-
ve a buscar el cayuco que permanece bien conservado en
el desván. Así lo hizo. La voz volvió a hablarle para exigirle:
-
sígueme con la barca.
Pronto se encontró al borde del más
importante río del entorno, el Caroní, afluente del gran Orinoco, donde
depositó la carga que portaba. La voz ordenó:
-
sube al cayuco que él sabe dónde tiene que llevarte. Mi
amigo obedeció y se sentó en la barca que admitía a una o a dos personas en
óptimo acomodo. Clareaba el día y el cayuco ¡comenzó el viaje a no se sabe
dónde!
La lancha bajó con rapidez hasta
alcanzar la confluencia de ambos ríos. El color diferente de ambas aguas
mostraba claramente el espectáculo de dos corrientes que se entremezclaban en
un único y majestuoso caudal. Mi amigo, único ocupante del bote, se sentía,
pese a su pequeñez y a la de su embarcación, frente a lo inmenso de la
naturaleza, tan seguro en ella, que se permitía esbozar una sonrisa cada vez
que surgía un contratiempo. El cayuco, por otro lado, se las arreglaba solo. No
necesitaba ni dirección ni mando alguno. El lugar que mi amigo, que no soltaba
el remo de la mano, ocupó todo el tiempo, por razones estratégicas fue la popa,
o casi la popa, de la pequeña nave.
El cayuco lo sorteaba todo con
valentía. Aparecía siempre enhiesto, erguido, sin dejarse amedrentar por nada.
Su rumbo era uniforme, invariable, tanto si cruzaba un meandro, un rápido, un
remanso, un apacible lago, un impresionante salto, un modesto caño como si
tenía que sortear a un grupo de peces pirañas, a un delfín del Amazonas, a un
reptil de gran tamaño, a una anaconda gigante, o a un caimán del Orinoco, entre
otros habitantes del río. Sabía a dónde iba, cómo tenía que ir y por dónde
debía circular. El espectáculo era una gozada para mi amigo que, aunque conocía
bien el terreno, nunca lo había contemplado desde esta nueva y apasionante
perspectiva, al mismo tiempo que se recreaba mirando el revoloteo que sobre su
cabeza dibujaban las aves y los pájaros, en particular las diferentes especies
de gaviotas propias de la cuenca fluvial del Orinoco.
Pronto llegaron a la desembocadura
del río en el Atlántico y lo hicieron por un conjunto numeroso e intrincado de
caños que había que conocer muy bien para no perderse. El cayuco pasó por todos
ellos con los ojos cerrados hasta encontrar el mar. Comenzaba entonces la
navegación abierta por uno de los grandes océanos.
Tampoco eso amedrentó a la pequeña
nave que ya surcaba las abiertas aguas del inmenso mar con la misma frescura y
donaire con la que bajó por el gran río. Lo hacía en todo tiempo, lo mismo durante la calma
chicha, en la que mi amigo “creía” que contribuía a la buena marcha de la
embarcación con su remo, que en las grandes tormentas que hubo de padecer
cuando la mar se ponía brava. Mi amigo, que estaba viviendo una pesadilla, no
salía de su asombro y contemplaba fascinado el espectáculo porque, también
allí, la canoa, en la mar abierta, hubo de sortear toda clase de contratiempos
y de inclemencias sin arrugarse ante nada y ante nadie mientras competía, con
total ventaja, con los más grandes cruceros que surcaban el Atlántico.
Pronto atisbaron las costas canarias
y en ellas las playas de Chimisay por donde debían desembarcar. Cuando lo
hicieron, mi amigo tomó el cayuco entre sus manos, le dio la vuelta y se lo
colocó entre la espalda y la cabeza, como había visto hacer a los nativos, para
así emprender la marcha hacia el hogar de sus padres.
Cuando llegó quedó desolado. La
vivienda aparecía casi en ruinas. No había un solo animal doméstico. No quedaba
una sola planta en pie salvo la ya escuálida ceiba a punto de sucumbir.
Empezaba a amanecer y mi amigo,
reverente, fue acercándose a ella con el cayuco entre sus brazos. Le pareció
notar entonces que algo cambiaba. El árbol se estiró y cuando mi amigo estuvo
cerca de él oyó una especie de chasquido. El cayuco desapareció arrebatado de
sus brazos y fue a parar a los pies de la ceiba, aprehendido por ella, para
formar, entrambos, un indisoluble cuerpo único. La luz del día empezaba a ser
buena y mi amigo contempló entonces un inefable espectáculo: ¡la transformación
total de la ceiba, con su cayuco a los pies, que volvía a su antiguo esplendor!
Mientras contemplaba el insólito hecho, oyó la voz de su padre que pedía que le
acercaran a su árbol.
Una asistente le traía en silla de
ruedas. A mi amigo le pareció intuir que su padre llegaba imbuido por un
inexplicable sentimiento de júbilo que él no terminaba de comprender. Y así
era. Don Arístides, supo de inmediato que algo bueno estaba sucediendo. Tocando
el árbol exclamó: ¡Bendito sea Dios que me permite irme en paz dejando a esta
hija mía, renacida y esplendorosa, en manos de mi querido hijo!
Mi amigo, que había permanecido
discretamente alejado de la escena, se acercó a su padre fundiéndose con él en
un sentido abrazo. A continuación, se separó, hizo mutis por el foro y regresó
al lugar de donde había partido. Oyó, entonces, una voz que le decía:
-¡Haz dormido lo tuyo! ¡Debías
estar muy cansado!
A nadie, salvo a mí en su día, contó
lo que había sucedido. Esa misma tarde recibió la noticia del fallecimiento de
su padre. Con posterioridad, sus hermanos, que habían heredado la propiedad
completaron la noticia. Le comunicaron que habían puesto a la venta la heredad
y que afortunadamente el comprador era un extranjero altruista enamorado como
su padre de la naturaleza, especialmente de la flora porque había comprobado
que toda ella arraigaba con facilidad en esas tierras. Que la ceiba de Don Arístides, estaba hermosa,
espléndida, como jamás lo había estado y que ésta nunca más iba a sufrir
deterioro alguno porque le habían oído decir a su padre, en el final de sus
días, que una ceiba que alberga, que acoge, que se funde con un cayuco obtenido
de la madera de otra ceiba, nunca muere ¡que es eterna!
Todo eso y lo últimamente acontecido
produjeron un gran sosiego, una gran paz, en la vida de mi amigo que, no
obstante, ya miraba en otra dirección porque -ahora es oportuno recordarlo- una
casi promesa quedaba por cumplir y mi amigo tenía ya ochenta y siete años.
La promesa se la habían hecho al
alimón mi amigo y su amigo libanés allá en los felices días de París y había
que pensar en cumplirla.
El asunto era peliagudo, porque ¡ahí
es nada entrar a opinar sobre la esencia misma de la vida y el encaje de cada
uno en ella!
Mi amigo, no era especialmente dado a
la elucubración. Al contrario, era un hombre de acción que miraba las cosas
siempre de frente. Pero en esta ocasión, tenía que pararse a reflexionar
seriamente porque, no se trataba de una promesa que pudiera dejarse en el aire.
Había que plantarse ante ella como lo que era: una cuestión trascendental a la
que muchos, más tarde o más temprano, terminan enfrentándose.
Él había crecido en el seno de una
familia cristiana, estudiado en colegios religiosos y practicada su vida social
en esos ambientes. Pero llegado a la madurez, le sucedió como a tantos otros
compañeros universitarios. Abandonó todo hábito religioso, se desentendió de
todo tipo de creencias y fue a su aire. Y, dando un paso más, que sí fue
transcendente, se reconoció en unas paradójicas palabras que había oído en más
de una ocasión; las que dicen: “no estamos acostumbrados a ver personas que
hacen cosas sencillamente por amor a un Dios en el que no creen” ¡esa era
sencillamente la actitud adoptada!
Mi amigo, “llegada ya la hora de la
meditación profunda” y en una de sus largas excursiones en las que se perdía en
la intrincada selva amazónica, supo de un maestro espiritual que allí moraba.
Una especie de gurú, del que tenía inmejorables referencias.
Pudo permanecer a su lado una corta
temporada haciendo vida de anacoreta; pensando y elucubrando sobre todo lo
humano y lo divino. Oyendo, más que hablando. El gurú tenía un pensamiento
avanzado y bien estructurado. Mi amigo, no. Le había faltado tiempo y ocasión
para dedicarlos a esa ulterior faceta de su vida. Por esas razones, las pospuso
hasta que la edad, las limitadas perspectivas de futuro y las promesas hechas
años atrás, llegaron a un límite.
El gurú, cada día, en largas y
reconfortantes caminatas iba desgranando su paso por la vida. Contaba, que
mientras vivió en el mundo, su manera de ejercer la profesión de médico -porque
él también lo fue- no era muy diferente a la que practicó mi amigo, aunque sí más
modesta y que cada día pensaba más y de forma más profunda sobre la intrincada
existencia del hombre sobre la Tierra. Un día lo dejó todo y se echó a andar
sin rumbo fijo pasando de los lugares más inhóspitos a los más acogedores. Eso
le llevó hasta la India y hasta el País de los lamas en las impresionantes
cumbres del Himalaya. Allí ¡difícil de explicar! encontró la luz y la razón de
su existencia y que desde allí finalmente había regresado a lo más alejado de
la civilización para rematar así su existencia en la meditación y la oración.
-¡Dios mío, cuánta semejanza-, pensó mi amigo, -con lo que le oyó decir a Larry
aquella sobrecogedora noche en París!-
Mi amigo, decidido a resolver su
problema personal, volvió a viajar mucho. Contactó con muchas personas que
dedicaban su vida a las cuestiones que ahora le interesaban e incluso hizo algo
más: realizó el mismo viaje que habían efectuado tanto Larry como el maestro de
la selva amazónica, con las mismas intenciones y con idénticos afanes por el
País de los lamas.
En su caso, no obtuvo la respuesta
esperada, aunque logró la paz temporal que logran cuantos visitan los
santuarios del Himalaya ¡lo que no es poco! En mi amigo, lamentablemente,
prevaleció la postura materialista en la que había caído de forma insensible
desde tiempo atrás y a la que había llegado sin esfuerzo de ninguna clase, sin
especial profundización intelectual, sin proponérselo y asumiéndolo como algo
que nos llega sin saber el porqué.
Entró de lleno
en su primitivo Humanismo. Mejor diría se reencontró con la esencia del mismo,
sin adjetivos, tal y como lo vio practicar desde tiempo inmemorial en su
entorno. Lo que le bastaba como valor pleno para llenar una vida tal y como él
la concebía forjada desde que fue muy joven precisamente en el Humanismo que
sin adjetivar equivale sencillamente a cultura que la adquirió de su entorno
familiar pero también desde la vida señera de su pueblo natal tan estricto como
otros pueblos por entonces en las Islas en todas las cuestiones concernientes a
la ética. Mi amigo, de vuelta de su nuevo y largo periplo viajero por muchos
países, explicaba su concepción del mundo a quienes querían oírle desgranando
su personal pensamiento de lo aprendido y cavilado. Lo hacía, con su “propia
filosofía”, usando las siguientes palabras:
“hay cuestiones que
nadie ha podido -ni posiblemente pueda- llegar a dilucidar sin recurrir a las
ciencias naturales. Las únicas que podrán dar respuesta a cómo se formó nuestro
Planeta pero también, a cuánto tiempo va a prevalecer en el estadio en el que
lo conocemos y cuánto tardará en finiquitar.
Nuestro mundo hizo su
aparición desde elementos orgánicos preexistentes. Y, como dice alguna
aceptable teoría, a partir de cuerpos químicos cósmicos aleatoriamente unidos
con moléculas de ARN. Desde ahí, desde la simplicidad de los primeros
elementos, se pudo pasar, si admitimos la teoría evolutiva -y nosotros la
admitimos- a la complejidad genética de la vida: la humana y la animal. Y,
desde ellas, a todo lo demás. Una teoría más, endeble como todas las que tratan
este asunto, que no permite crear verdadero cuerpo de doctrina.
Permítanme por ello
emitir mi propio juicio que, sin base científica alguna, pero coincidiendo en
parte con la Historia Sagrada expongo diciendo que nuestro mundo hizo su
aparición, que brotó con lo actualmente existente. Todo al mismo tiempo. Son
coetáneos, pues, hombres, animales, plantas y objetos porque nacieron
prácticamente en el mismo instante de una mano Superior. Desde ese momento,
surgió todo lo demás para dejarnos la vida tal y como la conocemos. Una teoría,
esta nuestra, tan endeble como las otras, con la que pretendo dar un matiz
entre bucólico y poético que encuentro más sugerente.
La creación, en su alfa
y omega, en su principio y final viene a ser la parte más tenebrosa del asunto.
El resto, tiene más fácil explicación y es consecuencia de la condición humana.
Quiero decir, que aparecidas las primeras personas y luego, los primeros
“clanes”, se desató la codicia. El deseo de querer ser más que el otro, la
apetencia por el mando, por el relieve, el afán de sobresalir que llevó
indefectiblemente al privilegio de unas personas -y de unas castas- sobre las
otras. Lo que despertó, de inmediato, el mal, que no admitía contrapartida
porque llegar a él era fácil, directo, inmediato, mientras que para llegar al
bien, se precisaba recorrer un camino más largo en el que había que hacer un
ingente esfuerzo, arriesgar, y la gente no estaba -ni está en general- por esas
cosas. Existió la excepción. La más preclara conocida, la de un Mesías que
revolucionó el Mundo y dio nombre a la religión que hoy por hoy más adeptos
acoge en su seno.
Con los antecedentes
expuestos, cuyas consecuencias perduran, si quisiera atribuirlas a la acción de
un dios tendría que partir de un dualismo teológico que aceptase la existencia
por un lado de un dios perverso, malo ¡que ya ven cómo va dejando el mundo!
para contraponerlo a un dios bueno que parece por los resultados ¡y no quiero
resultar irónico! tener un menor poder.
Aunque haya esperanzas
de futuro –quizá lejanas- de invertir ese orden para conseguir que prevalezca lo bueno sobre lo malo. En una
palabra, para que el beneficio logrado por un dios bueno -que hoy por hoy tiene
que ganárselo a pulso- anule por completo el perjuicio que causa un dios malo a
quien todo se le ha dado hecho. Y, si el Universo -la gente quiero decir- asume
lo fraterno, el amor puro, lo desinteresado, lo bello, lo excelso... es decir,
si trueca el orden actual haciendo desaparecer el mal de la Tierra menoscabando
con ello el poder de lo perverso, eso habremos ganado. Todo lo dicho,
reconociendo que es más atractivo -y por eso lo he expuesto así- atribuir los
sucesos a un Dios cercano a nosotros más que al orden natural que hubo de
adoptar la propia naturaleza cuando se constituyó a sí misma.
Como es notorio, no
estoy queriendo aclarar el génesis, la esencia de la creación, sino sólo sus
consecuencias porque es menos arriesgado abordar el problema desde esta
perspectiva. Intento entronizar, nada más y nada menos, y de forma definitiva
si fuera posible, el bien en la vida de las personas porque eso nos conduciría
a la paz, a la tranquilidad, a compartir lo que la vida ofrece, que es mucho, a
condición de que la equidad llegue a
todos.
Esa es, a grandes
rasgos, la visión que los grandes “conductores” religiosos -Buda, Confucio,
Mahoma, Jesucristo- nos han querido enseñar. Y esa es, sin más, la esencia
metafísica que los citados conductores han querido sacar de la naturaleza del
hombre y que creo que es lo mejor que le puede suceder al ser humano.
Ser humano, que por
otro lado y considerado sólo en su naturaleza material, es objetivamente
eterno. Aunque presentando una “materialidad” con matices para que se cumpla en
él la ley de la conservación de la energía que en su fórmula clásica dice: “la
energía ni se crea ni se destruye sólo se transforma” o, lo que es equivalente,
la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Y esto, de tal manera
es así, que podría estar mirando lo que en su día fue un ser determinado -una
persona, por ejemplo, en sus diferentes facetas- mientras culmina en un “pulvis
es, et in pulverem reverteris”. Estoy hablando, para que se me entienda, de
restos humanos incinerados o mezclados al aire con el de otros congéneres y
todo ello formando cuerpo con la madre naturaleza - sea aire, tierra o agua-
para mostrar una nueva configuración material -definitiva o casi definitiva-
que no guarda semejanza directa con lo que fue en otro tiempo pero ¡que sí lo
es!, sólo que con diferente aspecto para poder cumplir con la ley de la
conservación de la materia.
Lo que me lleva a hacer
un planteamiento aparentemente irreal que podría tener encaje en lo que vengo
tratando si nos preguntásemos ¿lo aparentemente inanimado de lo que estoy
hablando, lo material que procede de la materia, valga la redundancia, no le
dice nada a quién lo observa con atención y con fe? ¿No tiene lo inanimado
ánima, valga el oxímoron, si somos capaces de captar su esencia, de imaginar
cómo y qué fue? ¡Dejemos de lado las ensoñaciones!
No estoy intentando
crear doctrina. Aunque sí tenga la casi imposible pretensión de trocar maldad
por bondad, única solución a una vida feliz en la que el dios bueno -hablo en
términos esotéricos- prevalezca sobre el malo, el perverso. Que todo lo creado
-objetos, plantas, animales, seres humanos- puedan beneficiarse de la bondad
que pueda depararles un dios mediante sus influencias beneficiosas.
Y todo eso, porque,
pese a que al dios bueno aún le queda mucho por realizar, no hay duda de que va
a ganarle la partida al dios malo. Básicamente, porque el progreso,
particularmente el de la ciencia, está de su lado.
Esto es así, como lo
demuestra el devenir de la vida misma donde unos acontecimientos nefastos
-aunque también sucede en los gozosos- que les acontecen a las personas pueden
ir seguidos de soluciones satisfactorias cuando damos tiempo al tiempo y cuando
quienes los sufren tienen superioridad moral manifiesta.
Así le ocurrió a un
entrañable amigo mío, a quien quiero recordar ahora, porque viene a cuento con
lo que acabo de exponer:
Convivíamos en el mismo
Instituto y en franca armonía, un grupo de jóvenes en los que mi amigo José
Antonio era con mucho el más destacado. Atesoraba todo tipo de valores. Era el
mejor dotado por la naturaleza, como se reconocía unánimemente, tanto por
prestancia física como por sabiduría. Con óptimas condiciones para practicar de
forma destacada todo tipo de deportes. Maestro Internacional de Ajedrez con
reconocimiento Oficial. Socialmente poderoso porque su familia era la más rica
del entorno. Varón único con tres hermanas más, mayores, con títulos
universitarios al más alto nivel. Con el mejor carácter del mundo. Y
especialmente, el mejor y más leal amigo.
Nada de eso le sirvió
cuando enfermó gravemente un aciago día en el que le diagnosticaron una severa
enfermedad, mortal de necesidad a corto plazo. Padecía, le dijeron, una
leucemia aguda mieloblástica.
Aquello fue una locura
que contagió a mucha gente porque estábamos en una sociedad cerrada, de
reducido tamaño, relativamente interconectada. Su padre parecía el más
afectado. Viajó con mi joven amigo por todo el mundo científicamente avanzado:
París, Reino Unido, Alemania, Austria, Suiza, EE UU; en ninguno le dieron
esperanzas. Había que regresar desahuciado a casa. Le visité de inmediato y lo
hice a diario a partir de ese momento hasta el desenlace final.
Me impresionó, y es lo
que quiero plasmar ahora, la conversación que mantuvimos a su regreso. Al
verle, me sorprendió una especie de irradiación que emanaba de él y que no sé
si definirla como un aura aunque algo así debió ser. Notó mi estupor y
serenamente me dijo que ya no le embargaba ningún temor. Que todo eso lo había
superado tras un trascendental encuentro que mantuvo con un venerable sacerdote
desahuciado como él, aunque por distinta enfermedad, al que conoció en el más
famoso Sanatorio que había entonces en las altas cumbres suizas de Davos donde
ambos coincidieron ingresados y a quien ingenuamente preguntó ¿por qué a mí que
soy tan joven y no le he hecho daño a nadie me castiga Dios así? El sacerdote
contestó: -lo que te ocurre es una cuestión de azar en el que eres la víctima
accidental. Hoy por hoy, en la lucha entablada entre el dios perverso y el
bueno, prevalece el poder -que es mucho aún- del maligno. Pero a no muy largo
plazo verás que el ahínco puesto por la investigación médica, auspiciada y
alentada por el dios bueno, va a dar su fruto y ésta y otras enfermedades
dejarán de angustiar a los hombres. Nadie entonces podrá repetir tus palabras
actuales. Por ti, nada puede hacer el dios bueno porque los dioses -buenos o
malos- no tienen esa potestad y porque es muy posible que genéticamente hayas
nacido con algún tipo de mutación que ahora se manifiesta de ese modo. Pero el
dios bueno, sí está contribuyendo con su beatitud a que la vida vaya
ordenándose hacia el bien, hacia la felicidad. La ciencia va a hacer el
resto-.
-No podrás creerlo,
querido amigo, pero no soy infeliz en estos momentos-, añadió José Antonio,
-porque ahora sé que todos tenemos un tiempo de vida y que los que nos vamos
antes, incluso jóvenes, abrimos el camino a la ciencia para que, cuando estos
males se repitan en otras personas, ésta termine por erradicarlos de forma
total. Esa, va a ser la gran victoria final del dios bueno, el de la bondad, a
cuyo lado yo estoy, sobre el dios perverso, el de la maldad, del que siempre he
abominado. Una utopía hoy, querido amigo, que va a terminar siendo una realidad
cuando en el Universo finiquite definitivamente lo perverso -todavía muy
arraigado- y acaben por conocerse y derrotarse todas las enfermedades. La vida
entonces, con la salud física resuelta, tomará un rumbo opuesto al actual
dirigiéndose hacia un inefable bienestar espiritual que, con seguridad,
beneficiará a toda la Humanidad-.
Lo oí apenado porque,
pese a todo, nada mitiga el dolor que se siente al perder a un querido amigo.
Pero me dio pie a la esperanza. A que diga, de acuerdo con lo expuesto, que la
vida material, tras su metamorfosis, no se va a acabar, pero tampoco la vida espiritual
que va a perdurar indefinidamente. Aunque modificada tras el exitus letalis que
va a dejar, aunque sólo sea flotando en el aire y sin que sepamos explicarnos
cómo, un “algo” inaprensible, sutil y espiritual que nos cubrirá a todos, a
próximos y a lejanos, a amigos y a no amigos, a buenos y a malos, para que,
sintiéndolo trascendente, nos dé -desde esa esotérica atalaya espiritual,
inaprensible y misteriosa- una esperanza que nos permita, captando su
significado misterioso, encontrar los visos de realidad que ese “algo” pueda
encerrar”.
Así, de este modo, concluyó mi amigo
que, desde ese momento, ha hecho vida benefactora completa y aunque
prácticamente arruinado, con lo poco que le ha ido quedando ayuda a todo aquel
que lo necesita. Es plenamente feliz con su actuación y no está dispuesto a
cambiarla por nada del mundo. No ceja, además, en la lectura y en el
conocimiento planteándose todo tipo de inquietudes sobre “lo profundo” porque
eso sigue subyugándole. Es, hoy por hoy, un ejemplo de vida para sus coetáneos
pero también para la juventud que no está acostumbrada a ver a personajes de
esa laya.
Con lo dicho, cierro un capitulo
caracterizado por la conjunción de pareceres con mi amigo, un gran profesional con quien he
compartido, y sigo compartiendo, tantas meditaciones sobre asuntos humanos
pero, también, sobre los divinos que me han permitido recrear, entre la
realidad y la fantasía, esta pequeña historia de una vida.