sábado, 19 de septiembre de 2015

PRESENTACIÓN

PRESENTACIÓN.-

ABDO ANTONIO HAGE MADE

          Soy médico, por la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Madrid.

          Promoción de 1956.

          Segundo hijo, con dos hermanas, de padres libaneses.

          Natural de Las Palmas de Gran Canaria. Tengo nacionalidad española.

          Nací el día 17 de Julio de 1932. Fui bautizado en la Basílica de la Villa de Teror, según consta en el acta de nacimiento que Certifica D. Agustín Manrique de Lara y del Castillo Olivares, Juez Municipal del Distrito de Vegueta de la Ciudad de Las Palmas.

          Posiblemente por problemas que los escasos residentes libaneses de entonces, encontraron para trasladar palabras y escrituras genuinamente árabes al español, quienes, para añadir mayores dificultades, no contaban con representación oficial de ningún tipo en las Islas ya que el Consulado del Líbano fue creado en Las Palmas muchos años más tarde, aunque seguro que por otras razones más que se me escapan, fui inscrito como “Abdu Antonio Hague Diud, hijo de D. Toufic Hague Zaive y de Dª Louisa Diud Morón; siendo sus abuelos paternos D. Darwich Hague y Dª Rosa Zaive y por la materna de D. Made Diud y Dª María Morón”.

          Permítanme dejar constancia aquí, de unos datos entresacados de los pocos documentos familiares que poseo con los que intento encontrar ayuda en la búsqueda de nuestra genealogía y de los nombres con los que somos conocidos. Y, todo ello, porque lamentablemente e ¡imperdonablemente! no fui capaz en su momento de analizar y de concretar con mis progenitores un asunto que a estas alturas de la vida estimo apasionante conocer.   

          En resumen, son los que siguen:

          Acte de Baptême:

          Le père Antoine Hajj après avoir consulté le registre des Baptême de la communauté Aintoura Metn a constaté que Toufic Fils de Darwiche Moussa Farès Hajj et de Wardeh Farès Zouheib a reçu le saint Sacrement de baptême...

          En date du dis du mois de Décembre l‘an mille neuf cent cinq, a reçu le Saint Sacrement de baptême la nommée Luoise fille de Daoud Yousuf Françis Maddi, et de sa mère Badoura fille de Sassine Maroun de Bitneri...

          Acte de Mariage:

          Moi, le curé Girgis Mouhanna Curé de la Paroisse Saint Elie Jisr El Pache du Diocès Maronite de Beyrouth, atteste d´après le registre de l´Eglise que Monsieur Toufic Hajj du village d´Antoura Matn. a recu la bénédiction nuptiale avec Loisa Fille se Daoud Francis de Bet- Mirri du curé Nemettallah Libanais, le parrain était Nicolas Touma, la marraine Chamesse Fille de Assad Zokeib, en date du 18 Juin 1920...

          Mi pequeña familia adoptó, en su momento, la filiación oficial que se seguía en España, es decir, nombre y dos apellidos; tomados, uno del padre y otro de la madre, lo que no era coincidente con lo habitual en el Líbano.  

          Nuestra filiación, la de mis dos hermanas y la mía, quedó definitivamente establecida de la siguiente manera:
      
          Paulina, Abdo Antonio y Teresa Hage Made.
         
          Llevar a estas alturas a sus justos términos, aclarándolos, asuntos genealógicos tan complejos y confusos, con las limitadas pruebas documentales y la falta de cooperación que poseo, me parece una ímproba labor que no estoy en condiciones de  alcanzar porque necesitaría de una información adicional que ni está en mis manos ni veo el modo de obtenerla, porque mis padres no están ya con nosotros y porque la familia se encuentra muy dispersa, en gran parte fuera del Líbano, porque muchos libaneses de entonces como es bien conocido fueron emigrantes laboriosos y serios que encontraron su El Dorado y una alta consideración fuera de su País.

          Permítanme que continúe la Presentación y que deje para más adelante las aclaraciones que he dejado pendientes:

          Joven, con dieciséis años, salí de Canarias para iniciar mi formación profesional.

          Llegué a la Universidad, fuera de las Islas, con mi documentación oficial donde se reconocía que mi nombre era Abdo Antonio Hage Made. Así empezó a tratarme la nueva y numerosa gente que fui conociendo y que encontró más fácil llamarme Antonio que Abdo; lo contrario a lo que sucedía con mis condiscípulos canarios que siguieron empleando preferentemente el Abu con el que me habían conocido.  

          La mayor satisfacción de mi paso por la Facultad de Medicina la obtuve de la enseñanza profesional y el ejemplo que recibí del Profesor Jiménez Díaz en su Escuela Médica de Madrid que estaba en la cumbre de la medicina en nuestro País.  

          Allí permanecí durante siete años. Tres como alumno interno y cuatro más como médico con la categoría de Jefe Clínico intentando aprender todo lo que la Medicina Interna ofrece al más alto nivel. En particular, la que enseña en sus Sesiones Clínicas donde se ve de todo: lo sencillo y lo complejo; lo habitual, estudiado y enriquecido en discusión abierta y lo excepcional nunca visto.

          Terminada mi preparación ¡hasta donde se termina una preparación de esta categoría! decidimos mi mujer y yo, pues ya me había casado, regresar a Canarias para comenzar una nueva andadura profesional.      

          Mi esposa era una “casi colega”. Trabajaba como Enfermera Auxiliar de Clínica en el Hospital donde personalmente me formé. Lo hacía -y así se le reconocía- con el beneplácito de todos porque demostraba competencia, afabilidad y un especial cuidado con  los enfermos que la tenían en la más alta consideración mostrándole, además, un gran cariño.

          Tuvimos suerte al regreso porque conseguí, casi de inmediato, tras Concurso de Méritos, plaza como médico titular en un pueblo de Tenerife, en Candelaria. Constaba éste de un núcleo central marinero pequeño, con poca riqueza, pero en su conjunto muy rico porque abarcaba a cinco importantes pedanías prósperas y con muchos recursos. Un pueblo universalmente conocido porque alberga y en él se venera a la Patrona de las Islas Canarias. Su crecimiento en los últimos años, a causa del turismo y a su proximidad a la Capital de la Isla, que necesitaba expansión, ha sido espectacular.  

          Allí, donde permanecí con mi familia durante ochos años, caí de pie. Por razones que en estos casos no aparecen nunca claras alcancé un alto prestigio dentro de la comunidad que, además, por cuestiones aún más difíciles de explicar, sintió siempre orgullo -y así, abiertamente, lo proclamaba- del médico de su pueblo, “de D. Antonio”. Nombre con el que desde ese momento, y ya invariablemente, fui conocido en todos los ámbitos, en los comarcales y en los insulares.

          Por razones familiares -ya teníamos cinco hijos- y por justas ambiciones personales, concurrí y obtuve, en Concurso Público de Méritos, plaza de médico de la Seguridad Social en la Capital de la Provincia, donde “abrí”, además, Consulta privada.

          Tras años de ejercicio profesional -primero en el pueblo y luego en la ciudad- obtuve, mediante nuevo Concurso Público, una Plaza de Jefe de Servicio del Hospital General y Clínico de Tenerife así como una de Profesor Encargado de Curso de Medicina Interna, con Nivel A, en la Facultad de Medicina.

          Por entonces, preparaba la Tesis Doctoral sobre “Estudio Ultraestructural y Óptico de la Mucosa Gástrica en los enfermos con Cirrosis Hepática”, que auspiciaba mi dilecto amigo el Dr. Pedro de las Casas, quien me facilitó los enfermos que precisé, así como los medios personales y técnicos de su Servicio, para la presentación de la misma.

          Me jubilé a los setenta años después de más de cuarenta de ininterrumpido trabajo oficial aunque continué ejerciendo la medicina, con carácter privado, unos nueve años más, porque tiempo atrás, con un pequeño grupo de compañeros médicos, habíamos creado y puesto en funcionamiento la más importante Clínica Privada de la Provincia en la que continué mi actividad profesional a un ritmo de trabajo diferente, pero muy satisfactorio, hasta la definitiva jubilación en la que me encuentro.

          Retomaré por ello ahora, lo que he dejado atrás donde he transcrito la poca documentación cierta en la que me he apoyado en un intento de encontrar la ascendencia familiar, reconociendo, con tristeza, que estoy más en conjeturas que en certezas.

          En base a lo cual me pregunto:

          ¿Por qué el apellido Hajj, único que en los pocos documentos expuestos se aproxima en escritura y en fonética a Hage, pudo devenir, si es que devino, en éste?

          El apellido Hage, es oriundo de Centro Europa. De Los Países Bajos, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Por lo que me resulta extraño que sea el mismo al que me vengo refiriendo cuando, además, nada he encontrado escrito en todo lo consultado que diga que el Líbano lo tomó de Europa. Estimo más acertado considerarlo genuinamente árabe y posiblemente con el mismo significado e intercambiable con Hajj, con El Hajj y con El Hage. Intercambio que según lo leído parece factible, aunque Hajj con el prefijo El tenga connotación diferente ya que así escrito “El Hajj” se aplica casi exclusivamente a los musulmanes que han realizado, al menos una vez en su vida, la peregrinación a la Meca.

          Esto último podría haber sido -y entro abiertamente en el terreno de las conjeturas- la razón que movió a mi familia a sustituir el apellido Hajj por el de Hage o El Hage. Para que no fuese motivo de dudas o de confusiones ya que mis padres y su familia eran cristianos maronitas cumplidores estrictos de la religión católica y nada tenían que ver con el Islam. Hecho que los hijos conocimos de primera mano al observar el rezo diario de mis padres en nuestra casa así como su asistencia puntual a la Misa Semanal, además del cumplimiento riguroso del ayuno en la Fiesta Pascual, corroborado todo ello por lo que recogen las copias de las actas de bautismo y matrimonio ya expuestas.

          Otra pregunta debo añadir a lo anterior. Es la concerniente a los nombres. En particular el de mi padre y el mío porque tenemos nombres árabes sin equivalentes en español lo que ha dado lugar a mucha confusión. Al contrario a lo que ha sucedido con los de mi madre y hermanas -Luisa, Paulina y Teresa respectivamente- en las que no existen dudas de identificación ya que sus nombres son universalmente aceptados en todas las latitudes.

          Para todo esto he de hacer una breve aclaración previa, imprescindible, tomada en parte de explicaciones escuchadas a mi padre:

             “en el Líbano, el nombre completo de una persona sólo necesita de su nombre seguido por el del padre. El hijo mayor, por lo general, da a su primer hijo el nombre de su propio padre, lo que confirma para el abuelo la continuidad de su línea durante toda su vida. De hecho, antes de que sean casados o tengan hijos, a los hombres libaneses pueden llamárseles “el padre de...”, nombre de su propio padre, anunciando con anticipación el nombre que va a tener su hijo. La esposa, al casarse, pasa a tomar el apellido del marido como ocurre en el sistema de identidad anglosajón, francés y en otros muchos lugares donde, incluso, ninguna ley regula la norma. Hasta tal punto son así las cosas que por ejemplo, en Suecia, la pareja decide el orden de inscripción de los hijos y si no existe acuerdo se registra al niño con el apellido de su madre.

          En muchos países, especialmente americanos de habla hispana, también en España, existe la costumbre de castellanizar los nombres árabes, asimilándolos a un nombre español según su proximidad fonética y según el criterio del funcionario de turno del País receptor dándole a los emigrantes nuevos nombres tan alejados a veces de los suyos reales que el asunto ha abocado a conocidos y jocundos chistes, aunque las más de las veces a serias e importantes confusiones que dificultad el análisis cuando pasan los años”.

          Razonando sobre parte de lo expuesto, he llegado a la conclusión de que el nombre de mi padre no era como figura en el acta de nacimiento extractada que dice: Toufic Hajj, intercambiado luego este último por Hage o por El Hage; era, y así debió haber sido registrado, Toufic Darwiche Hage, o El Hage, como en alguna ocasión escuché que lo llamaban, si no me equivoco al interpretar estas cuestiones (El prefijo El y Al, que en español son nuestro articulo el, la, las, los... se solía añadir a los nombres árabes, aunque su uso haya decaído).

          En cuanto al mío, el asunto es más confuso aún porque en la documentación no aparece ni el Toufic ni el Darwiche por parte alguna al no haberse aplicado conmigo la costumbre de inscripción árabe antes expuesta, llamándome todos en mi casa, desde mi nacimiento, Abboud o Abbud sin más; es decir, sin añadir ni el Toufic ni el Darwiche a mi nombre, desconociendo las causas, que, además, han terminado por transformarlo en el hoy oficial Abdo parecido al Abdu con el que fui inscrito y con el que alguna relación, que desconozco, podría tener.  

          El asunto es complejo porque: en el Acta de Nacimiento figuro inscrito, repito, como Abdu. En mi casa me llamaban Abboud o Abbud, que los amigos simplificaron por el Abu -con acento en la u- con el que empezaron, y continuaron luego, llamándome. Y ahora figuro, de forma definitiva y en todo tipo de documentación oficial, como Abdo porque de esta manera aparece registrado, incluso, en el Consulado del Líbano de Las Palmas.

          Con respecto a todo esto, he de decir que en nombres mi preferencia personal es, cuando se emplea el tono y la modulación debidas, Abboud, porque así lo escuché durante toda mi infancia y juventud en mi casa y a los integrantes de la colonia árabe allegada y porque todavía, así con la entonación que sólo un árabe pronuncia adecuadamente, lo oigo con satisfacción a los miembros de la gran familia libanesa, siria, palestina y demás integrada en las Islas donde mis amigos próximos siguen empleando el Abu que aunque áspero al oído sigue resultándome igualmente familiar y grato. Abdu no lo he vuelto a ver en ningún otro lugar ni se emplea para nada. En cuanto a Abdo, al que me he ido acostumbrando porque es una adquisición de la madurez y la oficialidad, diré que lo he asumido y que lo utilizo ya a todos los efectos.

          Permítanme que complete esta Presentación con unas palabras dedicadas a mi familia. Un homenaje que debo a mis padres y a mis dos hermanas, todos ellos desaparecidos ya.   

          No sé si lo que pretendo compendiar sobre la vida de nuestra familia se entenderá porque la exposición encierra dificultades. Trato de exponerlo como si se tratase de una realidad concreta cuando en esencia es sólo una abstracción que quiere interpretar el encaje en la sociedad española de unos extranjeros árabes, de mis padres y de sus hijos, éstos tan canarios y tan españoles como los que más.

          Nuestra “aventura” la iniciaron mis padres que fueron, como tantos libaneses, ilusionados emigrantes que llegaron a África, en concreto a Liberia, a hacer fortuna. La obtuvieron tras unos pocos años de duro trabajo porque mi padre fue un laborioso comerciante que puso en explotación una plantación de café cuya producción vendía a importantes Compañías inglesas receptoras ubicadas en el propio país africano, en su capital, en Monrovia.

          Mi padre tenía, entre otras virtudes, una asombrosa capacidad para los números, para los cálculos y para todo tipo de operaciones matemáticas sin recurrir al papel y al lápiz. Era capaz de “operar” con grandes magnitudes empleando sólo la cabeza y me contaba regocijado que mientras el operario de turno ajustaba el peso de la mercancía que recibía y el valor total de la misma, él ya daba el resultado exacto -que  realizaba sobre la marcha y sin equívoco alguno- adelantándose a las operaciones que practicaba el contable que lo miraba asombrado.     

          Con el aceptable capital ahorrado en libras oro, mis padres decidieron regresar a su País aunque haciendo escala en Canarias, en Las Palmas, porque mi madre, en gestación avanzada, iba a dar a luz a su primer hijo.

          Allí vivieron de las rentas, con holgura, aunque tuvieron que trastocar sus planes porque tuvieron dos hijos más y porque invirtieron mal, aconsejados por frívolos amigos, en negocios ruinosos. Uno de los cuales fue la compra de un hotel que mis padres no sabían que estaba embargado del que sólo rescataron un juego de dominó cuya historia contaba con regocijo mi padre -¡era un optimista que entonces podía reírse de estas cosas!- cada vez que invitaba a alguien a una partida que comenzaba así: “estas fichas de dominó son muy valiosas, me costaron...” y daba el valor del hotel que había perdido. A nosotros nos mostró en su día, además, una gran bandeja de plata que también había salvado de la “quema”.

          Desde Las Palmas mi familia tuvo que trasladarse a vivir a Tenerife. Mis padres, habían financiado a un compatriota un negocio de tejidos que éste decidió explotar en la que decía era la mejor zona de la Isla de Tenerife, en Güímar. Lo que era cierto porque por entonces esa Villa -hoy Ciudad- era el pueblo más próspero del sur de la Isla. Pero tuvieron que romper con el socio porque llevó tan mal el negocio que terminó arruinándolo. Lo despidieron, sin que saliera mal pagado, y se hicieron cargo del mismo, con éxito, al convertirlo en el más importante de toda la zona sur de la Isla.

          Comenzaba así el definitivo arraigo de la familia en Canarias y  mi visión personal, mi abstracción como he adelantado, compartida con mis hermanas que tenían sentimientos semejantes a los míos. Una historia familiar que comenzaba en nosotros mismos, en los hijos de nuestros padres, valga la redundancia, que junto a ellos fuimos
sus iniciadores.

          Mi abstracción se concretaba en la visión de lo que yo personalmente sentía sobre qué éramos y en dónde nos encontrábamos: éramos unos canarios, unos españoles, con padres árabes, cuya familia comenzaba -repito- en nosotros mismos en las Islas. Porque no conocíamos más familia ni más ancestros salvo algún esporádico encuentro con algún lejano pariente. La fantasía consistía en haberme inventado el comienzo de una genealogía que empezaba con nosotros que la iniciábamos; que nacía en el entorno favorable de una buena gente de un pueblo que nos trataba como parte de si mismos. Nosotros entramos en el “juego” sin complejos de ninguna clase, estimando natural lo que sucedía y Güímar nos aceptó considerándonos unos canarios más a los que había que acoger porque los habíamos elegido para vivir entre ellos.

          La simbiosis no ofreció dificultades porque nosotros fuimos unos niños del pueblo normales y porque nuestros padres -inteligentes, bondadosos, agradecidos- se acomodaron con suma facilidad a su nueva vida, integrándose en un ambiente sumamente acogedor para ellos.

          Mis padres eran unas personas fundamentalmente buenas que atesoraban otras virtudes que han quedado en el recuerdo de quienes les conocieron hasta el punto de que cuando todavía ahora pregunto a alguien de la época ¿conoció usted a mi madre? Invariablemente me contesta “Hombre, Dª Luisa, ¡toda una señora! ¡La persona más bondadosa que hemos conocido por aquí! Podría contarle muchas de las ayudas a necesitados que le vi hacer Era, además, ¡una belleza! Los que la conocimos nunca nos hemos podido olvidar de ella.” Palabras, y especialmente el énfasis de como son pronunciadas que revelan claramente todo lo que quieren decir sobre quien fue una mujer inolvidable y que me relevan de expresar mis sentimientos sobre la persona que más he querido en la vida.

          Mi padre fue un hombre de su época, con cultura para el tiempo en que vivió. Siempre lo conocí leyendo, especialmente la Prensa de su País a la que estaba suscrito y que recibía periódicamente. Primero desde el Líbano y luego desde Egipto. Recuerdo el nombre de su periódico favorito, se llamaba Al Ahram. En él colaboró con esporádicos artículos sobre temas locales que le aceptaron siempre. La capacidad que demostraba para los números era asombrosa, como ya he contado; a mí, que estudiaba Bachillerato, me resolvió difíciles problemas de Matemáticas dándome el resultado final correcto aunque los pasos intermedios hasta llegar a la resolución final no podía explicármelos con detalle. Era cumplidor estricto en el trabajo al que no faltó ningún día. Hacía vida familiar en su casa en la que con frecuencia había algún invitado con el que se sentaba a dialogar por las tardes en la terraza o en el jardín al tiempo de degustar un vaso de arac, bebida que conseguía con dificultades, al que acompañaba con múltiples pequeños platos de aperitivos de la cocina árabe que preparaba mi madre como usualmente se acostumbraba a hacer en su País. Su amenidad y buen humor eran proverbiales. En las fiestas que celebrábamos recuerdo cómo nos deleitaba con algún tipo de baile o canción del Líbano que entonaba muy bien. Tenía, además, una especial cualidad innata: era un poeta recitador de “zajales” (el zajal es un canto improvisado del Líbano entre dos contrincantes que no es propiamente un zéjel) divertidos y amenos, a veces profundos, contra el oponente de turno y resultaba asombroso cómo podía hacerlo no sólo en lengua árabe sino también en la española que le ofrecía mayores dificultades. El Ayuntamiento de Güímar le homenajeó, tras su fallecimiento, con una Placa Conmemorativa.

          Mis padres, resumo, fueron unas personas buenas que hicieron grata la vida, no sólo a sus hijos, también a cuantos los trataron. Con ellos, sus hijos conseguimos hacer realidad la abstracción, la fantasía de haber creado una naciente y original genealogía que a partir de ese momento se ha multiplicado hasta contar con numerosos nietos que más pronto que tarde, pueden proporcionarnos biznietos que sigan la tradición familiar.     

          Mis hermanas, fueron dos magníficas mujeres, inteligentes y buenas que contribuyeron siempre a la cohesión de la familia. La mayor, Paulina, desinteresada hasta la exageración, era especialmente inteligente como lo demostró siempre y mientras estudiaba. Tere, la más pequeña, dedicó su vida al prójimo; era una bendita a la que se dirigían todos en busca de ayuda y consuelo.

          Maye, y Paquita su hija, estuvieron siempre ayudando a mi madre y, desde que nacimos nosotros, cuidándonos. Con una lealtad y entrega que hemos intentado pagarles siempre utilizando idéntica moneda.        

          Cierro esta Presentación con unas pocas palabras sobre mi mujer y sobres mis hijos. Éstos, María José, María Elena, Antonio Abdo, María Cruz y José Carlos, cinco magníficos vástagos, comparten entre si más virtudes que defectos. Son generosos, desinteresados, emprendedores y sobre todo afectuosos y optimistas. Todos ellos, con hijos ¡benditos nietos! que en la misma estela, han contribuido a que la familia siga estando unida y mantenga su tono de siempre.                    
                                      
          Mi mujer, merece tratamiento aparte. Es una aragonesa con las virtudes de su raza que yo resumo en el valor y en las convicciones. Ha trabajado incansablemente sin haberle escuchado una sola queja. Ha ayudado siempre a cuantos lo han necesitado. Ha disculpado todas las debilidades y nunca ha vuelto la cara ante los contratiempos que ha procurado resolver sola sin pedir nada a cambio. Sin su apoyo, sin su cariño, sin su entrega; “sin ella”, en una palabra, la familia hubiera sido otra cosa. ¡Gracias, María Cruz, por cuanto nos has dado!

sábado, 12 de septiembre de 2015

ENTRE LA REALIDAD Y LA FANTASÍA

ENTRE LA REALIDAD Y LA FANTASÍA.
        
          PEQUEÑA HISTORIA DE UNA VIDA.

         
          Dr. Antonio A. Hage Made


          Hay cuestiones que quien las imagina y luego las plasma por escrito -mi caso ahora- lo hace con una única finalidad: la de hablar consigo mismo.

          El asunto del que voy a tratar me merece, en la parte que llamaré teleológica, (?)  el mayor respeto, obligándome a ser cauto y muy respetuoso.

          Y, ¿por qué me atrevo a plantearme unas cuestiones complejas que bien o mal resueltas hasta ahora tendrían que ser abordadas sólo por mentes privilegiadas? Pues porque me permiten, a nivel particular, exponer una versión de la vida espiritual que estimo, como poco, original al tiempo que contrastable con lo consolidado. Y, si lo trascendental que se aborda, lo que llamo teleológico, tuviera en este caso visos de realidad podría ofrecerme esperanzas para transitar con alguna ilusión por la vida.

          Esta corta introducción sirve a una historia previa que se encuentra entre la realidad y la fantasía.

          Comenzó cuando un antiguo condiscípulo y ahora entrañable amigo con quien yo compartí estudios de medicina, regresó de su prolongada estancia de años en tierras americanas donde vivió todo tipo de aventuras que me narró y que yo pretendo trasladar al papel por si tuvieran interés para alguien.

          La carrera de Medicina no se podía cursar en mis tiempos en las Islas porque no habían sido creadas las correspondientes Facultades. Había que ir a la Península. Mi amigo me precedió unos dos años, por edad, y cuando yo inicié mi andadura médica él había cursado sus primeros años brillantemente, por cierto, porque tenía unas particulares condiciones personales con una especial memoria -que siempre definió como “fotográfica”- que le permitieron ser no sólo el primero de la clase sino también el compañero más activo, un referente, en el ajetreo diario connatural a la rica vida estudiantil de la época.

          Así, con los altibajos naturales que ofrece la vida feliz de un estudiante,  transcurrió nuestro andar por la Universidad hasta la finalización de la carrera, lo que ocurrió al recoger cada uno en su momento la última papeleta exitosa con la que culminábamos los estudios iniciados seis años antes. ¡Llegaba entonces la hora de la verdad!

            Nosotros seguimos desde un primer momento sendas vitales y profesionales diferentes, en las que yo fui un privilegiado. Había que buscarse la vida y algunos tuvieron que hacerlo casi de inmediato. Mi  amigo entre ellos. Me contó, que sin un motivo claro y sin esperarlo, se vio repentinamente solo y con poco dinero en los bolsillos, embarcado rumbo a las Américas. En esos instantes y pese a que era un hombre fuerte lloró desconsoladamente al encontrarse tan desorientado, sin meta clara, sin rumbo, preguntándose que hacía a bordo de aquel barco en el que entre todos le habían metido para que marchara a ganarse el sustento. Nueve días más tarde arribó al puerto de La Guaira, ya sosegado, con el pensamiento puesto en encontrar una solución lo más pronto posible a su futuro.

          Afortunadamente, la Venezuela de entonces era muy distinta a la actual, especialmente para los canarios que llegaban, quienes encontraban allí a muchos compatriotas, bien situados en muchos casos, dispuestos siempre a echar una mano al nuevo emigrante, al paisano. Lo de mi amigo fue especialmente fácil porque contaba, además, con familiares acomodados en el País.

          Obtuvo rápidamente, sólo con presentar sus credenciales académicas, una plaza interina en una Medicatura. La Medicatura, es el equivalente a lo que aquí llamamos Partido Médico, con Ambulatorio incluido o no, regentado por un Médico Titular, en propiedad o en interinidad. ¡Nuestro Médico Oficial del Pueblo, vaya!

        La Medicatura que le tocó en suerte, pobre y primitiva, estaba ubicada en lo más profundo de la selva amazónica. Sólo un espíritu valeroso y con ideas claras podía encontrarse allí a gusto. Lo que no me extraña conociendo a mi amigo, que había caído de pie entre los nativos, describiéndome cómo comenzó entonces una segunda vida que poco tenía que ver con la primera que ya aparecía lejana. En esta segunda etapa de su vida le ocurrieron acontecimientos que, concatenados, contribuyeron al éxito que finalmente alcanzó en su andadura americana.

          El aislamiento, la tranquilidad, la grata vida material -también sentimental- ofrecida por sus nuevos paisanos, el contar con muchas horas del día y de la noche para, entre otras cosas, preparar unas necesarias Oposiciones y, especialmente el haber encontrado su vocación de naturista heredada y fomentada desde que fue muy niño por su padre, contribuyeron, sumándose a hacer de él ese “hombre nuevo” del que me habló.

          Su padre, un probo funcionario del Ayuntamiento de su pueblo, había sido un naturalista frustrado que amó lo más digno de la vida: al hombre (utilizamos el colectivo genérico hombre en su acepción académica), a los animales, a las plantas, así como al arte en una de cuyas manifestaciones más sublimes, la poesía, fue un dignísimo representante. Todo ello quedó marcado en el frontispicio de su existencia y trasmitido especialmente a su hijo, mi amigo.

          Más que un naturalista, podríamos decir que el padre de mi amigo -un naturista en sentido estricto del término- fue un enamorado de la naturaleza y que a ello dedicó gran parte de su vida de ocio. Terminado su diario trabajo en el Ayuntamiento se dedicaba a la contemplación y al cuidado de sus plantas y animales, así como a sus lecturas y, particularmente, a la creación poética. De ese venero se nutrió mi amigo que en sus ratos de ocio estaba casi más con su padre que con sus amigos. Lo que le sirvió para que, al reencontrarse con la naturaleza en su nueva vida americana, la reconociera de inmediato y se adaptara a ella con facilidad.

          En la Medicatura vivió, como hemos adelantado, una vida sencilla pero de pleno gozo. Se dedicó de lleno a los pacientes a los que no recuerda haberles cobrado nunca. En primer lugar, porque a eso le obligaba su condición de Funcionario Público. En segundo lugar, porque muy pronto se sintió imbuido por un sentimiento altruista, connatural en él, hacia unas personas que desde el primer momento pusieron a su disposición todo lo que tenían. En tercer lugar, porque, al no tener gastos de ninguna clase e ir  acumulando mes a mes la paga íntegra que recibía del Estado, podía permitirse esos lujos. Su mesa aparecía siempre bien servida con productos cultivados y criados en el propio pueblo, ofrecidos casi en su totalidad por sus convecinos. Su vestimenta era sencilla ya que el clima lo permitía. El ocio lo ocupaba entre  largas caminatas, un chapuzón diario en las frías aguas de un gran remanso que dejaba el río que atravesaba el pueblo, así como la cacería y la pesca a las que iba acompañado siempre por uno, o más de uno, de los lugareños conocedores de la rica, pero a veces peligrosa fauna. Sencillo modo, como se ve, de llenar las horas y los días. Ese bucolismo lo hacía feliz y rememoraba en él la infancia pasada al lado de su progenitor del que tanto aprendió.   

          Todo eso, no le hacía olvidar que tenía que estudiar a fondo porque se había propuesto superar unas dificilísimas Oposiciones en las que necesitaba convalidar su Titulo de Medicina obtenido en España. Esto es, superar una Reválida, que le iba a permitir competir en igualdad de condiciones con los propios médicos del País. Y, a ello se puso; sin prisa pero sin pausa.

          La Reválida era el gran escollo al que todo médico con ambición y con afán de superación debía enfrentarse más pronto o más tarde si quería ser algo en el País. Era de una dificultad extrema particularmente porque el temario incluía, de forma extensa y pormenorizada, la parte de las ciencias naturales donde se estudia especialmente la biología animal, la parasitología, las enfermedades infecciosas, particularmente las tropicales y demás, a las que otras Facultades de Medicina suelen dedicar escaso espacio y tiempo.

          Cuando mi amigo se puso a preparar las Oposiciones, tuvo que modificar sus planes iniciales. No porque no pudiera superar con facilidad los exámenes -me aseguró que hubiera necesitado menos de un año para llegar concienzudamente preparado- sino porque consideró que debía compaginar el estudio teórico con el práctico. Que tendría que ir creando de forma paralela, y mientras estudiaba la parte teórica, su propio Museo de la Ciencia ¡inédita ocurrencia a esas alturas en un médico ya formado!

          Tardó por ello varios años, pocos, en completar su definitiva preparación, pero su examen fue un rotundo éxito. Asombró al Tribunal, que lo calificó con la puntuación más alta quedando sus miembros aun más sorprendidos cuando, a posteriori, conocieron, porque se los mostró, lo que había creado, es decir, su Pequeño Museo de la Ciencia.

          Allí, en su visita, el docto Tribunal se encontró lo que mi amigo, con la ayuda de dos nativos de cultura muy elemental pero despierta inteligencia, había logrado con los aceptables microscopios que disponía, así como con el resto de material que un laboratorio, por muy elemental que sea, precisa para su trabajo diario. Sorprendidos vieron a las más variadas y numerosas especies autóctonas, perfectamente disecadas, clasificadas y ordenadas, que nuestros investigadores amateurs habían logrado reunir. Llamándoles especialmente la atención la parte dedicada a reptiles, a serpientes -precisamente la más apreciada por mi amigo por el trabajo y el tiempo que le había dedicado pero también por el riesgo en el que puso su vida y la de sus colaboradores- que incluía culebras, víboras, crótalos, boas, anacondas, cobras... especies de gran belleza todas ellas mostradas en cuidadosa ordenación científica.

          Este modesto Museo fue donado, en su momento, por mi amigo -que empezaba a estar en proyectos nuevos- al Instituto de Ciencias Naturales de Caracas donde hoy ocupa un lugar de privilegio.

          Mi amigo empezó entonces, como hemos adelantado, una nueva andadura cuya razón de ser se sustentaba en su prestigio personal ganado a pulso. Así, cuando le ofrecieron los más altos puestos médicos en los más importantes Hospitales del País, también los políticos y los de la Alta Administración Central del Estado, pudo rechazarlos y sólo pidió, y lo logró, que le permitieran formarse como Hematólogo. Primero, en el País; luego en el extranjero. Y ello, porque sentía una decidida inclinación hacia esa Especialidad Médica en la que ya había hecho sus pinitos.

          Comenzó entonces, con la aquiescencia oficial, su primer año de formación básica, que realizó en el más acreditado Centro Hematológico de Venezuela, y obtuvo la ayuda que solicitó para, a continuación, trabajar becado en los más afamados Centros de Hematología del Mundo.            

          Primero, en Barcelona (España) en los Servicios de Hematología del acreditado Profesor Agustín Pedro Pons donde permaneció largos meses. En segundo lugar, en el Reino Unido, en el importante University College Hospital y en el no menos importante Hammersmith Hospital de Hematología avanzada donde estuvo unos dos años bajo la tutela del Premio Nobel César Milstein y donde se puso al día aprendiendo y practicando todo lo novedoso de la Hematología a nivel mundial confraternizando, además, con el componente médico de ambas Instituciones quienes insistieron, cuando se preparaba para despedirse, en que se quedase definitivamente con ellos en Londres al ver la natural predisposición que tenía para la investigación y el entusiasmo que desplegaba. Agradeció de corazón el ofrecimiento, pero su meta estaba en otro sitio, en París ¡Y allí se fue! Deseaba trabajar en la más famosa Institución del momento, en el Instituto Pasteur de la capital francesa a donde marchó llevándose en la agenda un nombre, el de Jean Dausset.

          El Instituto Pasteur no era cualquier cosa. En esos momentos, ya había ganado diez Premios Nobel. El del profesor Dausset, el último.

          Entró con todos los honores. Se le reconoció como lo que era: un joven pero ya acreditado investigador, entusiasta, apasionado, trabajador incansable que necesitaba saber más cada día. El profesor Dausset, lo cogió de su mano y le enseñó todo lo que él sabía. Mi amigo no perdió el tiempo y cuando había superado más de dos años de su provechosa estancia en París trabajando profesionalmente al más alto nivel, se  dispuso a regresar a su País de adopción para dar desde allí lustre y categoría a la profesión médica, en particular a la Hematología, no sin antes haber rechazado, con dolor, el ofrecimiento que también le hicieron en el Instituto Pasteur para que se integrase con carácter definitivo en la Institución.

          París, conviene decirlo ahora, le ofreció además, mientras culminaba su formación profesional, lo que sólo París puede ofrecer en grado sumo ¡su hechizo, su bohemia, su variada y rica cultura! Mi amigo, no desaprovechó la ocasión y lo tomó todo gustoso. Allí nació en él, cogiendo vaga forma en su mente y en sus sentimientos, lo que en más de una ocasión había sido casi un fugaz pensamiento de trascendencia que parecía querer quedarse de forma definitiva en su mente.

          Así, una noche tras una interesante y sincera reunión a la que asistieron muy pocos invitados convocados por un amigo libanés de “la bohemia” que ya tenía noticias de por dónde respiraba filosóficamente mi amigo, le vieron extasiarse oyendo las explicaciones dadas por uno de los comensales que regresaba de un largo viaje por la India profunda y por las sobrecogedoras cumbres del Himalaya y que fue la estrella de la reunión; se llamaba Larry.

          Larry contó que había sido piloto de combate en una de las Grandes Guerras Mundiales del pasado siglo y que debía la vida a la generosidad de su mejor amigo, piloto de combate también, que la sacrificó por la suya.

          Nunca había tenido inquietudes trascendentes. Vivía a lo que llegaba. Pero que la penuria y los horrores de la guerra, el vacío que empezaba a sentir en su entorno, la falta de horizontes y el recuerdo de la muerte de su amigo empezaban a hacer mella en él. Ni en América, su País, a donde había regresado tras la contienda, ni su entorno social o familiar le procuraba ilusión alguna. Vivió temporalmente allí, apenado, mientras le quedó algo del dinero ganado como héroe de guerra. Todo esto le causó un gran desasosiego y empezó a buscar “algo” con lo que llenar su existencia que ya no tenía ni rumbo ni alicientes.

        Pero en esos amargos momentos, le vino a la memoria, por fortuna, el recuerdo de París y el de sus estancias allí donde fue tan feliz compartiendo los días y las noches con sus camaradas y con alegres amigas. De inmediato marchó a la capital francesa con la vaga esperanza de encontrar parte del tiempo perdido.

       Vana esperanza, porque ni París era la ciudad que él conoció; ni él, la misma persona. Perdido, comenzó su periplo viviendo de lo más sencillo que la vida le ofrecía, con la esperanza de que el trabajo manual simple, con gente igualmente simple, podría ser el remedio que lo salvase. Aceptó todo lo que le llegaba: porteador de mercancías de todo tipo, vendedor de pescado, minero en lo profundo de la tierra y ayudante en diferentes trabajos. ¡Todo en vano! Nada despertaba en él el más mínimo entusiasmo.

          Así las cosas, y cuando de nuevo desesperaba, volvió a tener un recuerdo salvador que le vino a la memoria al evocar una conversación mantenida mientras trabajó en la mina con un cura rebotado que le entregó unos libros -los sagrados del hinduismo, los Upanishad- al tiempo que le habló de las condiciones espirituales de vida en los Monasterios de las cumbres del Tíbet. Con la diligencia y el afán que le caracterizaban, allí se fue de inmediato dispuesto a encontrar el sendero de la vida y el de su existencia.                   

          Los lamas no lo defraudaron, al contrario, conoció con ellos otra vida: la espiritual, que practicaban y que sintió transcendente, altruista, generosa, sin apetencias materiales de ningún tipo. Logró, en un primer momento, una inimaginable paz interior que no había sospechado alcanzar tan pronto. Los sacerdotes le advirtieron que esa paz y serenidad que acababa de alcanzar no eran suyas, que eran las del conjunto de los sacerdotes que allí moraban e inherente, por tanto, al conjunto de la comunidad. La suya personal tenía que ganársela en un proceso particular de purificación que debía alcanzar solo, sin compañía, sin ayudas, alejado momentáneamente de ellos mientras permanecía en lo más alto de la cima del Tíbet.

          En ese momento de la exposición, se levantó William, el comensal británico de la reunión, para decir:
-perdone, Larry ¡su historia yo la he oído o leído en algún otro lugar!-
-puede ser, contestó algo contrariado Larry-
          Sophie, una bella muchacha que formaba parte de la reunión, medió, aclarando:
-lo de William no es de extrañar. A mí me pasa lo mismo, también yo he oído o leído en algún lugar algo parecido, aunque pienso que en circunstancias similares pueden repetirse esos hechos coincidentes-
-¡Quizá-, aceptó resignado William! Y se aprestaron a seguir escuchando la narración.

          Larry siguió con el relato y contó cómo permaneció solo, aislado, alejado de todo contacto humano, en la cima del mundo, días y días, en el transcurso de cuyo tiempo de oración y de “conversación con lo divino” notó perfectamente el momento en el que alcanzó el éxtasis contemplativo con lo que dio por concluida la experiencia. Se sintió entonces reconfortado, sin dudas de ninguna clase y tuvo el sincero convencimiento de haber superado la prueba aunque sin confesar más detalles de lo que había pasado en aquellos días a aquellas alturas.

          Ante un sepulcral silencio, una voz se atrevió a preguntar:
-¿conversación con lo divino, Larry?-  
-¡Sí, así fue!-, contestó éste con total naturalidad.

          Nadie osó añadir más y Larry completó el relato explicando que cuando volvió al mundo comprobó que la experiencia había sido un éxito porque se encontró a gusto en el mundo en el que tanto había penado. Se alejó de la vanidad y del lujo y se sintió especialmente cerca del que menos tenía y más necesitaba. Dejó de juzgar al prójimo, para bien o para mal, aunque ayudándole cuando lo precisaba. Se convirtió en un referente para el agobiado. Y, lo más importante, que no le costaba ningún esfuerzo hacer lo que hacía, sin ofenderse si alguien no lo entendía o no lo aceptaba. Se sintió feliz practicando la aproximación y la caridad con todas las personas, con las conocidas y con las desconocidas, pero quedando perplejo, sorprendido, cuando comprobó un hecho insólito que se daba en su persona: que en su contacto con quienes acudían en demanda de ayuda y de apoyo, angustiados, con problemas personales, aunque también con enfermedades, los sanaba. Constató fehacientemente el fenómeno porque ocurrió en todos los casos en que mantuvo sus manos entrelazadas, o simplemente puestas, sobre quienes angustiados, pero esperanzados, acudían a verle en busca de apoyo y de paz. No recuerda haber empleado ninguna droga ni ningún exorcismo con ellos. El silencio y la proximidad lo hacían todo. Él fue el primer sorprendido porque hasta esos momentos no supo que poseía ese don. Ni siquiera los sacerdotes lamas descubrieron que podría detentar esos poderes.

          Ahora fue mi amigo, como médico, quien interrumpió el curso de la exposición para explicar a los contertulios que el fenómeno referido no era nuevo en medicina. Al contrario, se conocía desde mucho tiempo atrás en el que venía siendo motivo de controversia y de confrontación entre la clase profesional. Que resultaba complejo pormenorizarlo en esos momentos, pero que lo haría gustoso si se lo pedían. Todos quedaron de acuerdo en que no era necesario y aceptaron las explicaciones de mi amigo quien concluyó que eran razones esotéricas las que se daban en esos casos donde unas personas parecían tener poderes especiales para mejorar y hasta curar los padecimientos de sus semejantes. ¡La fe, apostilló William siempre atento, mueve montañas!

          Larry concluyó su exposición diciendo que, paradójicamente, cada vez se encontraba más alejado del fácil efecto que lograba con los pacientes y que el mundo al que regresaba coincidía poco con el que a él le alentó mientras permaneció entre las personas puras y en las montañas del Tíbet. Y que, por fin, después de estar perdido durante mucho tiempo, se había encontrado a sí mismo y hallada la paz interior y el sentido de la propia vida que con tanto anhelo había buscado, todo lo cual colmaba su particular existencia, aunque dicho así pudiera parecer puro egoísmo que aseguró, no lo era, porque su pensamiento y su obra siempre iban dirigidos al prójimo, a los demás y no a sí mismo.

          El largo silencio que siguió al final de la charla permitió a los contertulios preguntarse si el orador había querido dejar algún mensaje ¿quizá que pensaba retornar con los lamas a la vida sacerdotal que conoció? ¿O quizá que, como sincero gurú que ya era, podría llevar sus enseñanzas por el mundo? ¡Quis novit!  

          Concluida la reunión, todos se dispersaron despidiéndose entre sí. Mi amigo y su amigo libanés caminaron juntos durante un buen rato. En ese intervalo de tiempo el amigo libanés tuvo tiempo de preguntarle a mi amigo por qué había estado tan absorto durante la exposición y que aunque algo conocía de sus inclinaciones metafísicas no sospechaba que iba a encontrarle tan afectado por el apasionante relato de Larry. Que también a él le emocionaban esas cuestiones pero que como buen descendiente de fenicios, las dejaba para otro momento; para la última etapa de su vida. Mi amigo, sonriendo, le dio la razón concluyendo con las siguientes palabras: - en efecto, como buen admirador del pueblo fenicio estoy de acuerdo, dijo en tono jocoso, en dejar esas cuestiones para más adelante, para el final de mis días-

          Se despidieron con un fuerte abrazo porque esa era la última noche de mi amigo en París. Embarcaba al día siguiente hacia su Patria de adopción.

          Pero eso forma la segunda parte de la pequeña historia de la vida de mi amigo.    

        Mi amigo decidió regresar a Venezuela en barco, lo que venía a ser un capricho rememorativo de su primer viaje en el que tanto penó. Como estaba a un tiro de piedra de Cherburgo y le atraía volver por tierras de Normandía, que siempre le habían despertado un gran interés, allí se encaminó para embarcar en lo que entonces era una línea regular Cherburgo-la Guaira.

          El viaje resultó muy grato. Gozó del trato de favor que se les dispensaba a los pasajeros de lujo, entabló amistades amenas con personas que marchaban al Caribe en viaje de placer y tuvo mucho tiempo para cavilar sobre sus proyectos futuros cuando arribara.

          No pudo evitar hacer la comparación entre su viaje inicial al Nuevo Mundo en condiciones precarias y el actual en el que gozaba de todo tipo de prerrogativas y en el que tenía perspectivas de trabajo inmediatas a un alto nivel. En su cabeza no aparecían más pensamientos que los simples de planificar una inmediata vida de trabajo. Otros, los que atañían a cuestiones particulares trascendentes, no estaban en su agenda. Por ese lado, podía dormir tranquilo.

          Desembarcó en la Guaira una mañana del mes de octubre -suave invierno todavía- y aprovechó el día para visitar en la capital del Estado, en visita de cortesía, a alguna de las principales autoridades a las que ya conocía y a las que debía dar, en su momento, testimonio escrito de su actividad profesional durante la larga estancia vivida en el viejo Mundo. 

          Y a partir de ese momento se dedicó, full time, al trabajo profesional que le habían asignado sus superiores jerárquicos los cuales le nombraron de inmediato Director Médico de uno de los más importantes hospitales universitarios del País. En el mismo, desarrolló una ímproba labor que diversificó entre lo que es la alta dirección de un hospital universitario y la atención a uno de sus Servicios, el de Hematología, que pidió dirigir personalmente y que elevó a la más alta categoría como centro puntero de referencia de la especialidad tal y como la había conocido en el resto del mundo porque, aun cuando no lo hemos dicho todavía, mi amigo conocía también, por reiteradas y cortas estancias anteriores, los grandes centros de investigación y las grandes instituciones médicas de los Estados Unidos de América.

          Cumplía en su trabajo como debe hacerlo todo buen regidor de una Alta Institución del Estado; con ello queremos decir: llegaba el primero, se marchaba el último y no cesaba de trabajar. El ejemplo, es la mejor enseñanza en cualquier tipo de actividad y mi amigo siempre, en toda ocasión y en todo lugar, enseñó con el ejemplo.

          La Institución se convirtió muy pronto en referente Nacional solicitada por todos, tanto médicos como alumnos. Dentro de ella, el Departamento de Hematología, que personalmente dirigía mi amigo, pasó a ser punto de mira al que acudían profesionales de todas partes porque ya tenía el mismo crédito y la misma categoría que los demás Centros de Hematología del Mundo.       

          Desde el principio, su actividad profesional fue desenfrenada. Llevó a su Universidad a los más acreditados científicos del mundo, al tiempo que enviaba a sus más aventajados discípulos al extranjero para establecer un intercambio de conocimientos y experiencias que resultó altamente ventajoso. Fomentó las publicaciones y los trabajos científicos en su Universidad, siempre al más alto nivel y en competencia sana con lo que se hacía y publicaba fuera de sus fronteras. Hizo apasionante y ameno el trabajo entre todos los componentes de la Institución y consiguió también, y especialmente, que los enfermos solicitaran ser atendidos en un Hospital tan acreditado como el suyo, donde se practicaba una medicina de altura compaginada con un trato personal humano exquisito. Lo que, lamentablemente, no suele ser la regla en la atención médica cotidiana.

          Pero, como tantas veces ocurre en la vida en la que los hechos, favorables o no, suelen mostrar dos caras, a mi amigo le cambiaron la trayectoria lineal que llevaba. Decimos le cambiaron porque fue una decisión emanada de instancias superiores, de políticos, que pensaron que necesitaban un profesional con una cabeza bien armada para dirigir toda la Sanidad y la Asistencia Social de Venezuela.

          Mi amigo no pudo negarse, le debía mucho al País y a su gente y, además, le resultaba grato contribuir a la alta sanidad social en su faceta organizativa. Sólo pidió que le permitieran compaginar su nuevo trabajo con la dirección de su Laboratorio de Hematología ya universalmente acreditado y que sus actuales colaboradores se hicieran cargo de la dirección del Hospital. Su petición fue oída porque conocían la capacidad de trabajo de mi amigo, de las que ya había dado suficientes muestras, y porque tenían las mejores referencias de sus colaboradores. Él, como veremos, se acomodó bien a su nueva situación.

          Se instaló en la capital del Estado y se rodeó, en una especie de Gran Ministerio, de colaboradores de todo tipo, de los que recabó exhaustiva información sobre lo que existía en esos momentos. Cuando tuvo conocimiento cabal de lo que había y de lo que necesitaba, comenzó a actuar como siempre “sin prisa pero sin pausa”. Lo ordenó todo. Viajó incansablemente por todo el País y, de nuevo, por todo el Mundo de donde retomó lo más útil y acreditado. Situó a cada persona en el lugar debido, aprovechando la capacidad y la valía de cada uno de sus antiguos colaboradores, pero también la de los nuevos fichajes recabados entre los más capacitados.

          Aquello fue, como no podía ser menos conociendo al autor, un rotundo éxito y situó a la sanidad social venezolana -esta vez en su faceta organizativa- a la vanguardia.
El asunto marchaba sobre ruedas. Mi amigo retomó entonces, sin descuidar la faceta organizativa puesta en marcha, su intensa labor personal en el Laboratorio de Hematología. No se resignaba a quedar rezagado, y no se quedó, porque el Departamento no cedió un ápice en calidad y en buen hacer. Siguió siendo referente mundial de la Especialidad.

          Por esa época, como hemos dicho, mi amigo viajaba mucho. También por el propio País que conocía al dedillo por haberlo pateado antes durante muchos años. Eso le hizo ver que en general, pero especialmente en las zonas rurales o más alejadas de la civilización, en las distintas Medicaturas, se adolecía de falta de laboratorios de análisis hematológicos de todo tipo. Lo resolvió de inmediato, creando todos los necesarios, lo que fue una ímproba labor si se conoce la geografía del País. No lo creerán, pero puedo asegurar que cuando se acababa el dinero, mi amigo creaba con su propio peculio el laboratorio que se precisaba. Se convirtió, así, en médico que “trabajaba” también por cuenta propia, en médico privado, particular, pero no se llamen a engaño: en sus laboratorios no se les cobraba a los pacientes; las dispensaciones eran gratuitas, tal y como sucedía con el resto de los laboratorios oficiales del Estado. Además, pasado el tiempo, y ya mi amigo en periodo de jubilación, donó toda la estructura creada con su propio dinero, a las diferentes Medicaturas y, por ende, al Estado.

          Ese momento podía haber sido de descanso o, al menos, de aflojar la intensidad del trabajo pero, como hemos dicho más atrás y repetimos ahora con palabras distintas pero de parecido significado, “Cor hominis disponit viam suam, sed Domini est dirigere gressus eius (El hombre dispone su camino, pero al Señor corresponde disponer sus pasos)”. Queremos decir que eso no pudo ser. El merecido descanso se vio frustrado una vez más porque había recibido noticias poco tranquilizadoras de su familia de Canarias, sobre su padre, modificando todos sus planes.

          Las noticias decían que su padre ya era totalmente dependiente del cuidado de otras personas. Su vista se había apagado casi por completo y que si continuaba creando poesía era porque su prodigiosa memoria parecía haber quedado intacta hasta el punto de que su último y largo poema dedicado a su última nieta, Tulita, hija precisamente de mi amigo y que se lo remitían para que lo conociera, lo había dictado de corrido sin muletillas de ningún tipo. Y que, si bien se había resignado y adaptado a su nueva situación, no parecía haber podido superar el decadente entorno, tan mimado antes, al que habían llegado sus animales y, especialmente sus plantas, con las que tan feliz había sido. Todas ellas, contaba la familia, estaban prácticamente perdidas.

          La situación era dramática para el pobre anciano que lloraba por todo lo perdido y en particular por el último árbol que aún se mantenía en pie y que había sido el eje de su vida sentimental. Este árbol lo había traído de América, precisamente de la tierra donde vivía mi amigo ahora, Venezuela, aunque era oriundo de otra zona americana. La planta, única existente en la isla donde vivía su padre, era conocida con el nombre de su dueño, padre de mi amigo, como la ceiba de Don Arístides. Árbol sagrado para los indígenas de las Antillas quienes decían que atraía buena suerte, energía espiritual, vibraciones sanadoras y purificadoras; su madera era utilizada para construir cayucos, pequeñas embarcaciones hechas con un solo tronco de árbol.

          Cada mañana y para no aceptar engaños, el padre de mi amigo exigía que le llevaran hasta el árbol para tocándolo, saber, al menos, de la salud y el tiempo de vida que al mismo le quedaba. De ese modo, cuando le repetían que todo seguía igual, sin cambios, él se acercaba hasta la planta, la tocaba y repetía machaconamente: ¡este árbol languidece, así no puede seguir mucho tiempo más!

          Esas palabras hicieron mella en la mente de mi amigo. Fueron, desde el primer momento, una obsesión que no le dejaba ni de noche ni de día y a la que buscaba con ahínco una solución que parecía no llegar.

          En ese ínterin estaba cuando una noche, la más negra y encapotada que mi amigo recuerda, fue despertado por una voz -no reconoció a ninguna persona- que le dijo:
-       ve a buscar el cayuco que permanece bien conservado en el desván. Así lo hizo. La voz volvió a hablarle para exigirle:
-       sígueme con la barca.

          Pronto se encontró al borde del más importante río del entorno, el Caroní, afluente del gran Orinoco, donde depositó la carga que portaba. La voz ordenó:
-       sube al cayuco que él sabe dónde tiene que llevarte. Mi amigo obedeció y se sentó en la barca que admitía a una o a dos personas en óptimo acomodo. Clareaba el día y el cayuco ¡comenzó el viaje a no se sabe dónde!

          La lancha bajó con rapidez hasta alcanzar la confluencia de ambos ríos. El color diferente de ambas aguas mostraba claramente el espectáculo de dos corrientes que se entremezclaban en un único y majestuoso caudal. Mi amigo, único ocupante del bote, se sentía, pese a su pequeñez y a la de su embarcación, frente a lo inmenso de la naturaleza, tan seguro en ella, que se permitía esbozar una sonrisa cada vez que surgía un contratiempo. El cayuco, por otro lado, se las arreglaba solo. No necesitaba ni dirección ni mando alguno. El lugar que mi amigo, que no soltaba el remo de la mano, ocupó todo el tiempo, por razones estratégicas fue la popa, o casi la popa, de la pequeña nave.

          El cayuco lo sorteaba todo con valentía. Aparecía siempre enhiesto, erguido, sin dejarse amedrentar por nada. Su rumbo era uniforme, invariable, tanto si cruzaba un meandro, un rápido, un remanso, un apacible lago, un impresionante salto, un modesto caño como si tenía que sortear a un grupo de peces pirañas, a un delfín del Amazonas, a un reptil de gran tamaño, a una anaconda gigante, o a un caimán del Orinoco, entre otros habitantes del río. Sabía a dónde iba, cómo tenía que ir y por dónde debía circular. El espectáculo era una gozada para mi amigo que, aunque conocía bien el terreno, nunca lo había contemplado desde esta nueva y apasionante perspectiva, al mismo tiempo que se recreaba mirando el revoloteo que sobre su cabeza dibujaban las aves y los pájaros, en particular las diferentes especies de gaviotas propias de la cuenca fluvial del Orinoco.

          Pronto llegaron a la desembocadura del río en el Atlántico y lo hicieron por un conjunto numeroso e intrincado de caños que había que conocer muy bien para no perderse. El cayuco pasó por todos ellos con los ojos cerrados hasta encontrar el mar. Comenzaba entonces la navegación abierta por uno de los grandes océanos.

          Tampoco eso amedrentó a la pequeña nave que ya surcaba las abiertas aguas del inmenso mar con la misma frescura y donaire con la que bajó por el gran río. Lo hacía  en todo tiempo, lo mismo durante la calma chicha, en la que mi amigo “creía” que contribuía a la buena marcha de la embarcación con su remo, que en las grandes tormentas que hubo de padecer cuando la mar se ponía brava. Mi amigo, que estaba viviendo una pesadilla, no salía de su asombro y contemplaba fascinado el espectáculo porque, también allí, la canoa, en la mar abierta, hubo de sortear toda clase de contratiempos y de inclemencias sin arrugarse ante nada y ante nadie mientras competía, con total ventaja, con los más grandes cruceros que surcaban el Atlántico.  

          Pronto atisbaron las costas canarias y en ellas las playas de Chimisay por donde debían desembarcar. Cuando lo hicieron, mi amigo tomó el cayuco entre sus manos, le dio la vuelta y se lo colocó entre la espalda y la cabeza, como había visto hacer a los nativos, para así emprender la marcha hacia el hogar de sus padres.

          Cuando llegó quedó desolado. La vivienda aparecía casi en ruinas. No había un solo animal doméstico. No quedaba una sola planta en pie salvo la ya escuálida ceiba a punto de sucumbir.
         
          Empezaba a amanecer y mi amigo, reverente, fue acercándose a ella con el cayuco entre sus brazos. Le pareció notar entonces que algo cambiaba. El árbol se estiró y cuando mi amigo estuvo cerca de él oyó una especie de chasquido. El cayuco desapareció arrebatado de sus brazos y fue a parar a los pies de la ceiba, aprehendido por ella, para formar, entrambos, un indisoluble cuerpo único. La luz del día empezaba a ser buena y mi amigo contempló entonces un inefable espectáculo: ¡la transformación total de la ceiba, con su cayuco a los pies, que volvía a su antiguo esplendor! Mientras contemplaba el insólito hecho, oyó la voz de su padre que pedía que le acercaran a su árbol.

          Una asistente le traía en silla de ruedas. A mi amigo le pareció intuir que su padre llegaba imbuido por un inexplicable sentimiento de júbilo que él no terminaba de comprender. Y así era. Don Arístides, supo de inmediato que algo bueno estaba sucediendo. Tocando el árbol exclamó: ¡Bendito sea Dios que me permite irme en paz dejando a esta hija mía, renacida y esplendorosa, en manos de mi querido hijo!

          Mi amigo, que había permanecido discretamente alejado de la escena, se acercó a su padre fundiéndose con él en un sentido abrazo. A continuación, se separó, hizo mutis por el foro y regresó al lugar de donde había partido. Oyó, entonces, una voz que le decía:
-¡Haz dormido lo tuyo! ¡Debías estar muy cansado!

          A nadie, salvo a mí en su día, contó lo que había sucedido. Esa misma tarde recibió la noticia del fallecimiento de su padre. Con posterioridad, sus hermanos, que habían heredado la propiedad completaron la noticia. Le comunicaron que habían puesto a la venta la heredad y que afortunadamente el comprador era un extranjero altruista enamorado como su padre de la naturaleza, especialmente de la flora porque había comprobado que toda ella arraigaba con facilidad en esas tierras. Que  la ceiba de Don Arístides, estaba hermosa, espléndida, como jamás lo había estado y que ésta nunca más iba a sufrir deterioro alguno porque le habían oído decir a su padre, en el final de sus días, que una ceiba que alberga, que acoge, que se funde con un cayuco obtenido de la madera de otra ceiba, nunca muere ¡que es eterna!

          Todo eso y lo últimamente acontecido produjeron un gran sosiego, una gran paz, en la vida de mi amigo que, no obstante, ya miraba en otra dirección porque -ahora es oportuno recordarlo- una casi promesa quedaba por cumplir y mi amigo tenía ya ochenta y siete años.   

         La promesa se la habían hecho al alimón mi amigo y su amigo libanés allá en los felices días de París y había que pensar en cumplirla.

          El asunto era peliagudo, porque ¡ahí es nada entrar a opinar sobre la esencia misma de la vida y el encaje de cada uno en ella!  

          Mi amigo, no era especialmente dado a la elucubración. Al contrario, era un hombre de acción que miraba las cosas siempre de frente. Pero en esta ocasión, tenía que pararse a reflexionar seriamente porque, no se trataba de una promesa que pudiera dejarse en el aire. Había que plantarse ante ella como lo que era: una cuestión trascendental a la que muchos, más tarde o más temprano, terminan enfrentándose.

          Él había crecido en el seno de una familia cristiana, estudiado en colegios religiosos y practicada su vida social en esos ambientes. Pero llegado a la madurez, le sucedió como a tantos otros compañeros universitarios. Abandonó todo hábito religioso, se desentendió de todo tipo de creencias y fue a su aire. Y, dando un paso más, que sí fue transcendente, se reconoció en unas paradójicas palabras que había oído en más de una ocasión; las que dicen: “no estamos acostumbrados a ver personas que hacen cosas sencillamente por amor a un Dios en el que no creen” ¡esa era sencillamente la actitud adoptada!

          Mi amigo, “llegada ya la hora de la meditación profunda” y en una de sus largas excursiones en las que se perdía en la intrincada selva amazónica, supo de un maestro espiritual que allí moraba. Una especie de gurú, del que tenía inmejorables referencias. 

          Pudo permanecer a su lado una corta temporada haciendo vida de anacoreta; pensando y elucubrando sobre todo lo humano y lo divino. Oyendo, más que hablando. El gurú tenía un pensamiento avanzado y bien estructurado. Mi amigo, no. Le había faltado tiempo y ocasión para dedicarlos a esa ulterior faceta de su vida. Por esas razones, las pospuso hasta que la edad, las limitadas perspectivas de futuro y las promesas hechas años atrás, llegaron a un límite. 

          El gurú, cada día, en largas y reconfortantes caminatas iba desgranando su paso por la vida. Contaba, que mientras vivió en el mundo, su manera de ejercer la profesión de médico -porque él también lo fue- no era muy diferente a la que practicó mi amigo, aunque sí más modesta y que cada día pensaba más y de forma más profunda sobre la intrincada existencia del hombre sobre la Tierra. Un día lo dejó todo y se echó a andar sin rumbo fijo pasando de los lugares más inhóspitos a los más acogedores. Eso le llevó hasta la India y hasta el País de los lamas en las impresionantes cumbres del Himalaya. Allí ¡difícil de explicar! encontró la luz y la razón de su existencia y que desde allí finalmente había regresado a lo más alejado de la civilización para rematar así su existencia en la meditación y la oración. -¡Dios mío, cuánta semejanza-, pensó mi amigo, -con lo que le oyó decir a Larry aquella sobrecogedora noche en París!-

          Mi amigo, decidido a resolver su problema personal, volvió a viajar mucho. Contactó con muchas personas que dedicaban su vida a las cuestiones que ahora le interesaban e incluso hizo algo más: realizó el mismo viaje que habían efectuado tanto Larry como el maestro de la selva amazónica, con las mismas intenciones y con idénticos afanes por el País de los lamas.

          En su caso, no obtuvo la respuesta esperada, aunque logró la paz temporal que logran cuantos visitan los santuarios del Himalaya ¡lo que no es poco! En mi amigo, lamentablemente, prevaleció la postura materialista en la que había caído de forma insensible desde tiempo atrás y a la que había llegado sin esfuerzo de ninguna clase, sin especial profundización intelectual, sin proponérselo y asumiéndolo como algo que nos llega sin saber el porqué.

Entró de lleno en su primitivo Humanismo. Mejor diría se reencontró con la esencia del mismo, sin adjetivos, tal y como lo vio practicar desde tiempo inmemorial en su entorno. Lo que le bastaba como valor pleno para llenar una vida tal y como él la concebía forjada desde que fue muy joven precisamente en el Humanismo que sin adjetivar equivale sencillamente a cultura que la adquirió de su entorno familiar pero también desde la vida señera de su pueblo natal tan estricto como otros pueblos por entonces en las Islas en todas las cuestiones concernientes a la ética. Mi amigo, de vuelta de su nuevo y largo periplo viajero por muchos países, explicaba su concepción del mundo a quienes querían oírle desgranando su personal pensamiento de lo aprendido y cavilado. Lo hacía, con su “propia filosofía”, usando las siguientes palabras:

          “hay cuestiones que nadie ha podido -ni posiblemente pueda- llegar a dilucidar sin recurrir a las ciencias naturales. Las únicas que podrán dar respuesta a cómo se formó nuestro Planeta pero también, a cuánto tiempo va a prevalecer en el estadio en el que lo conocemos y cuánto tardará en finiquitar.

          Nuestro mundo hizo su aparición desde elementos orgánicos preexistentes. Y, como dice alguna aceptable teoría, a partir de cuerpos químicos cósmicos aleatoriamente unidos con moléculas de ARN. Desde ahí, desde la simplicidad de los primeros elementos, se pudo pasar, si admitimos la teoría evolutiva -y nosotros la admitimos- a la complejidad genética de la vida: la humana y la animal. Y, desde ellas, a todo lo demás. Una teoría más, endeble como todas las que tratan este asunto, que no permite crear verdadero cuerpo de doctrina.

          Permítanme por ello emitir mi propio juicio que, sin base científica alguna, pero coincidiendo en parte con la Historia Sagrada expongo diciendo que nuestro mundo hizo su aparición, que brotó con lo actualmente existente. Todo al mismo tiempo. Son coetáneos, pues, hombres, animales, plantas y objetos porque nacieron prácticamente en el mismo instante de una mano Superior. Desde ese momento, surgió todo lo demás para dejarnos la vida tal y como la conocemos. Una teoría, esta nuestra, tan endeble como las otras, con la que pretendo dar un matiz entre bucólico y poético que encuentro más sugerente.  

          La creación, en su alfa y omega, en su principio y final viene a ser la parte más tenebrosa del asunto. El resto, tiene más fácil explicación y es consecuencia de la condición humana. Quiero decir, que aparecidas las primeras personas y luego, los primeros “clanes”, se desató la codicia. El deseo de querer ser más que el otro, la apetencia por el mando, por el relieve, el afán de sobresalir que llevó indefectiblemente al privilegio de unas personas -y de unas castas- sobre las otras. Lo que despertó, de inmediato, el mal, que no admitía contrapartida porque llegar a él era fácil, directo, inmediato, mientras que para llegar al bien, se precisaba recorrer un camino más largo en el que había que hacer un ingente esfuerzo, arriesgar, y la gente no estaba -ni está en general- por esas cosas. Existió la excepción. La más preclara conocida, la de un Mesías que revolucionó el Mundo y dio nombre a la religión que hoy por hoy más adeptos acoge en su seno.

          Con los antecedentes expuestos, cuyas consecuencias perduran, si quisiera atribuirlas a la acción de un dios tendría que partir de un dualismo teológico que aceptase la existencia por un lado de un dios perverso, malo ¡que ya ven cómo va dejando el mundo! para contraponerlo a un dios bueno que parece por los resultados ¡y no quiero resultar irónico! tener un menor poder.

          Aunque haya esperanzas de futuro –quizá lejanas- de invertir ese orden para conseguir que  prevalezca lo bueno sobre lo malo. En una palabra, para que el beneficio logrado por un dios bueno -que hoy por hoy tiene que ganárselo a pulso- anule por completo el perjuicio que causa un dios malo a quien todo se le ha dado hecho. Y, si el Universo -la gente quiero decir- asume lo fraterno, el amor puro, lo desinteresado, lo bello, lo excelso... es decir, si trueca el orden actual haciendo desaparecer el mal de la Tierra menoscabando con ello el poder de lo perverso, eso habremos ganado. Todo lo dicho, reconociendo que es más atractivo -y por eso lo he expuesto así- atribuir los sucesos a un Dios cercano a nosotros más que al orden natural que hubo de adoptar la propia naturaleza cuando se constituyó a sí misma.

          Como es notorio, no estoy queriendo aclarar el génesis, la esencia de la creación, sino sólo sus consecuencias porque es menos arriesgado abordar el problema desde esta perspectiva. Intento entronizar, nada más y nada menos, y de forma definitiva si fuera posible, el bien en la vida de las personas porque eso nos conduciría a la paz, a la tranquilidad, a compartir lo que la vida ofrece, que es mucho, a condición de que la equidad  llegue a todos.

          Esa es, a grandes rasgos, la visión que los grandes “conductores” religiosos -Buda, Confucio, Mahoma, Jesucristo- nos han querido enseñar. Y esa es, sin más, la esencia metafísica que los citados conductores han querido sacar de la naturaleza del hombre y que creo que es lo mejor que le puede suceder al ser humano.

          Ser humano, que por otro lado y considerado sólo en su naturaleza material, es objetivamente eterno. Aunque presentando una “materialidad” con matices para que se cumpla en él la ley de la conservación de la energía que en su fórmula clásica dice: “la energía ni se crea ni se destruye sólo se transforma” o, lo que es equivalente, la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Y esto, de tal manera es así, que podría estar mirando lo que en su día fue un ser determinado -una persona, por ejemplo, en sus diferentes facetas- mientras culmina en un “pulvis es, et in pulverem reverteris”. Estoy hablando, para que se me entienda, de restos humanos incinerados o mezclados al aire con el de otros congéneres y todo ello formando cuerpo con la madre naturaleza - sea aire, tierra o agua- para mostrar una nueva configuración material -definitiva o casi definitiva- que no guarda semejanza directa con lo que fue en otro tiempo pero ¡que sí lo es!, sólo que con diferente aspecto para poder cumplir con la ley de la conservación de la materia.

          Lo que me lleva a hacer un planteamiento aparentemente irreal que podría tener encaje en lo que vengo tratando si nos preguntásemos ¿lo aparentemente inanimado de lo que estoy hablando, lo material que procede de la materia, valga la redundancia, no le dice nada a quién lo observa con atención y con fe? ¿No tiene lo inanimado ánima, valga el oxímoron, si somos capaces de captar su esencia, de imaginar cómo y qué fue? ¡Dejemos de lado las ensoñaciones!

          No estoy intentando crear doctrina. Aunque sí tenga la casi imposible pretensión de trocar maldad por bondad, única solución a una vida feliz en la que el dios bueno -hablo en términos esotéricos- prevalezca sobre el malo, el perverso. Que todo lo creado -objetos, plantas, animales, seres humanos- puedan beneficiarse de la bondad que pueda depararles un dios mediante sus influencias beneficiosas.

          Y todo eso, porque, pese a que al dios bueno aún le queda mucho por realizar, no hay duda de que va a ganarle la partida al dios malo. Básicamente, porque el progreso, particularmente el de la ciencia, está de su lado.    

          Esto es así, como lo demuestra el devenir de la vida misma donde unos acontecimientos nefastos -aunque también sucede en los gozosos- que les acontecen a las personas pueden ir seguidos de soluciones satisfactorias cuando damos tiempo al tiempo y cuando quienes los sufren tienen superioridad moral manifiesta.

          Así le ocurrió a un entrañable amigo mío, a quien quiero recordar ahora, porque viene a cuento con lo que acabo de exponer:

          Convivíamos en el mismo Instituto y en franca armonía, un grupo de jóvenes en los que mi amigo José Antonio era con mucho el más destacado. Atesoraba todo tipo de valores. Era el mejor dotado por la naturaleza, como se reconocía unánimemente, tanto por prestancia física como por sabiduría. Con óptimas condiciones para practicar de forma destacada todo tipo de deportes. Maestro Internacional de Ajedrez con reconocimiento Oficial. Socialmente poderoso porque su familia era la más rica del entorno. Varón único con tres hermanas más, mayores, con títulos universitarios al más alto nivel. Con el mejor carácter del mundo. Y especialmente, el mejor y más leal amigo.

          Nada de eso le sirvió cuando enfermó gravemente un aciago día en el que le diagnosticaron una severa enfermedad, mortal de necesidad a corto plazo. Padecía, le dijeron, una leucemia aguda mieloblástica.

          Aquello fue una locura que contagió a mucha gente porque estábamos en una sociedad cerrada, de reducido tamaño, relativamente interconectada. Su padre parecía el más afectado. Viajó con mi joven amigo por todo el mundo científicamente avanzado: París, Reino Unido, Alemania, Austria, Suiza, EE UU; en ninguno le dieron esperanzas. Había que regresar desahuciado a casa. Le visité de inmediato y lo hice a diario a partir de ese momento hasta el desenlace final.

          Me impresionó, y es lo que quiero plasmar ahora, la conversación que mantuvimos a su regreso. Al verle, me sorprendió una especie de irradiación que emanaba de él y que no sé si definirla como un aura aunque algo así debió ser. Notó mi estupor y serenamente me dijo que ya no le embargaba ningún temor. Que todo eso lo había superado tras un trascendental encuentro que mantuvo con un venerable sacerdote desahuciado como él, aunque por distinta enfermedad, al que conoció en el más famoso Sanatorio que había entonces en las altas cumbres suizas de Davos donde ambos coincidieron ingresados y a quien ingenuamente preguntó ¿por qué a mí que soy tan joven y no le he hecho daño a nadie me castiga Dios así? El sacerdote contestó: -lo que te ocurre es una cuestión de azar en el que eres la víctima accidental. Hoy por hoy, en la lucha entablada entre el dios perverso y el bueno, prevalece el poder -que es mucho aún- del maligno. Pero a no muy largo plazo verás que el ahínco puesto por la investigación médica, auspiciada y alentada por el dios bueno, va a dar su fruto y ésta y otras enfermedades dejarán de angustiar a los hombres. Nadie entonces podrá repetir tus palabras actuales. Por ti, nada puede hacer el dios bueno porque los dioses -buenos o malos- no tienen esa potestad y porque es muy posible que genéticamente hayas nacido con algún tipo de mutación que ahora se manifiesta de ese modo. Pero el dios bueno, sí está contribuyendo con su beatitud a que la vida vaya ordenándose hacia el bien, hacia la felicidad. La ciencia va a hacer el resto-.    

          -No podrás creerlo, querido amigo, pero no soy infeliz en estos momentos-, añadió José Antonio, -porque ahora sé que todos tenemos un tiempo de vida y que los que nos vamos antes, incluso jóvenes, abrimos el camino a la ciencia para que, cuando estos males se repitan en otras personas, ésta termine por erradicarlos de forma total. Esa, va a ser la gran victoria final del dios bueno, el de la bondad, a cuyo lado yo estoy, sobre el dios perverso, el de la maldad, del que siempre he abominado. Una utopía hoy, querido amigo, que va a terminar siendo una realidad cuando en el Universo finiquite definitivamente lo perverso -todavía muy arraigado- y acaben por conocerse y derrotarse todas las enfermedades. La vida entonces, con la salud física resuelta, tomará un rumbo opuesto al actual dirigiéndose hacia un inefable bienestar espiritual que, con seguridad, beneficiará a toda la Humanidad-.            

          Lo oí apenado porque, pese a todo, nada mitiga el dolor que se siente al perder a un querido amigo. Pero me dio pie a la esperanza. A que diga, de acuerdo con lo expuesto, que la vida material, tras su metamorfosis, no se va a acabar, pero tampoco la vida espiritual que va a perdurar indefinidamente. Aunque modificada tras el exitus letalis que va a dejar, aunque sólo sea flotando en el aire y sin que sepamos explicarnos cómo, un “algo” inaprensible, sutil y espiritual que nos cubrirá a todos, a próximos y a lejanos, a amigos y a no amigos, a buenos y a malos, para que, sintiéndolo trascendente, nos dé -desde esa esotérica atalaya espiritual, inaprensible y misteriosa- una esperanza que nos permita, captando su significado misterioso, encontrar los visos de realidad que ese “algo” pueda encerrar”.



          Así, de este modo, concluyó mi amigo que, desde ese momento, ha hecho vida benefactora completa y aunque prácticamente arruinado, con lo poco que le ha ido quedando ayuda a todo aquel que lo necesita. Es plenamente feliz con su actuación y no está dispuesto a cambiarla por nada del mundo. No ceja, además, en la lectura y en el conocimiento planteándose todo tipo de inquietudes sobre “lo profundo” porque eso sigue subyugándole. Es, hoy por hoy, un ejemplo de vida para sus coetáneos pero también para la juventud que no está acostumbrada a ver a personajes de esa laya.

          Con lo dicho, cierro un capitulo caracterizado por la conjunción de pareceres con  mi amigo, un gran profesional con quien he compartido, y sigo compartiendo, tantas meditaciones sobre asuntos humanos pero, también, sobre los divinos que me han permitido recrear, entre la realidad y la fantasía, esta pequeña historia de una vida.