domingo, 25 de enero de 2015

METAFÍSICA DE ANDAR POR CASA
SOMERA VISIÓN DE LO HUMANO

Dr. Antonio A. Hage Made


La ciencia ha de frenar su imparable y espectacular avance. No decimos parar, decimos aflojar, aminorar su loca carrera hasta que el ser humano pueda volver a situarse a su vera o casi, encontrando en ella el acomodo que le permita compaginar la efímera vida de relación que le ha tocado vivir (que ha tenido que llenar con sus particulares recursos personales cuando es nada más ¡y nada menos! que un hombre corriente de a pie) con la de los ingentes conocimientos científicos actuales de los que va sabiendo cada vez menos ¡qué paradoja! al no existir proximidad entre los unos y los otros.

No es preciso recordar, por evidente, que la vida personal primitiva, y lo que en ella hubo de “ciencia”, caminaron juntas hasta que el hombre empezó a indagar en lo recóndito, entonces, el inicial paralelismo fue decantándose en favor de la ciencia que comenzó su particular andadura dejando atrás, aunque ayudando al ser humano que transitó desde ese momento por su particular camino, por el de lo cotidiano. Aunque aquí cabría hacerse una pregunta: ¿es que para vivir mejor hay que saber cada vez más?

Comenzaremos la parte esencial de este trabajo hablando en primera persona para resultar más inteligibles. Lo hacemos, ocupándonos en primer lugar del barrio -del sentimiento de pertenecer a un barrio- para ocuparnos después del pueblo y, más tarde, de la isla.

La defensa de cada una de esas etapas vividas fue en su momento intensa. ¡Nos peleábamos casi físicamente por lo “nuestro”! Competíamos barrio contra barrio, pueblo contra pueblo, isla contra isla. Así nos mantuvimos hasta que salimos a estudiar “fuera”. Inicialmente en una Facultad de una ciudad pequeña y aparentemente pobre donde mantuvimos nuestro amor al terruño en el que habíamos nacido y vivido porque nos dominaba un inexplicable sentimiento de superioridad que definitivamente perdimos cuando, para completar nuestra formación, nos trasladamos a una de las grandes urbes universitarias de nuestro País. En ella, entendimos por qué no se podía ser localista -¿nacionalista?- cuando nos integramos entre gente que tenían una rica historia que compartían y que nos acogió sin reservas de ninguna clase. Nuestra posterior formación académica y nuestras visitas temporales a otros países (de Europa, Estados Unidos, África) hicieron el resto, ampliando nuestro marco de entendimiento, de convivencia, convirtiéndonos en defensores decididos de lo universal. ¡Del gran valor de los seres humanos iguales que comparten idénticos o parecidos ideales!

Tras esa primera etapa de nuestra vida, conocimos una segunda. En ella vivimos la dureza de la vida cuando se transita con familia. Tuvimos, entonces, que luchar de forma competitiva en lo que nos tocó en suerte. Cada uno al nivel que eligió o al que la suerte le condujo. Nosotros en el terreno de la práctica médica, aunque hemos de reconocer que nuestro trabajo fue grato porque ejercíamos en lo que nos gustaba y, especialmente, porque contábamos, en general, con el favor de la gente. Nos aprovechábamos -aunque la palabra no sea la adecuada- de una profesión que tenía no solo la máxima repercusión en la vida de las personas sino la más alta valoración en la sociedad en general. En justa reciprocidad, dimos mucho. El “juego” de dar y de recibir forma parte esencial de la grandeza de la profesión médica a la que se puede acceder por diferentes motivos. En un alto porcentaje de casos, por el de la vocación y servicio a nuestros semejantes.

Vivimos entonces, paralelamente disfrutándola, una rica e intensa vida de relación desarrollando proyectos y actividades que nos produjeron muchas satisfacciones a nivel personal llenando una etapa tan rica que no nos permitía ni el sosiego ni el estudio en profundidad. Como seres humanos corrientes que éramos, creamos familia, tuvimos hijos y fuimos parte activa de la sociedad de nuestra época. Fuimos, en líneas generales, felices, aunque no calculadores crematísticamente hablando porque no nos aprovechamos de una vida material que por entonces “iba sobrada” y porque el horizonte de futuro quedaba muy lejano. Teníamos prácticamente de todo y casi todo estaba al alcance de la mano. Pero no supimos ser previsores, al contrario, dilapidamos. Muchos, incluso, vivieron por encima de sus posibilidades.

El ser humano corriente, ha evolucionado en su vida de relación de forma tan lenta que en él, y ahora, se repiten las virtudes y los vicios de sus antepasados. Porque veamos: ¿son hoy menos ambiciosos, menos interesados, menos individualistas, menos crueles, con menor apego a la comodidad y a la riqueza la gente de ahora a la de entonces? No, pese a que en su andar el hombre “corriente” -llamémosle así- se haya encontrado con idealistas, altruistas, iluminados, benefactores, etc., pero también con egoístas, interesados, prácticos, individualistas… que han podido influirle de forma clara en un intento de cambiar su forma de entender la vida, sin conseguirlo, porque el hombre corriente de hoy que es -como se ha dicho- el mismo de ayer, no quiere que terminen complicándosela. Pretende, como buen epicúreo que es, vivir en paz con su vida material resuelta, gozando de las excelencias de la misma con el menor número posible de contratiempos y, en general, con un fondo de egoísmo que le hace anteponer a sus allegados y a sí mismo a todo lo que no sea él y su entorno más o menos próximo.

Este hombre corriente, pretende alargar su vida, naturalmente, el mayor tiempo posible en las mejores condiciones y en la mayor felicidad. Para ello pide ayuda a la ciencia donde otros seres humanos -adornados de auténtica vocación- sí son solidarios, abnegados, y están entregados de lleno en la ayuda a sus semejantes. Es decir, un tipo de hombre éste que cada día sabe más de todo porque cada día profundiza y se entrega con más pasión a la sabiduría y al conocimiento. Dejémoslos de momento aparte, aunque señalando que la ciencia no conoce límites, que en su camino avanza inexorable y que eso la aleja, aparentemente, de la vida del hombre corriente en el que anidan sentimientos, pasiones, espiritualidades, etc., que no siguen el ritmo marcado por lo científico ya que su meta es el del beneficio de lo material, de lo humano, una vez encontrado un importante asidero en su trayectoria vital, el de las creencias, al que se ha aferrado porque le proporcionan esperanzas e ilusiones. Es éste, el de las creencias religiosas, el que idealizando su vida la ha hecho trascendente permitiendo que siga soñando mientras camina animoso junto a lo científico.

Podríamos detenernos aquí un momento para concretar lo que son, en parte, estos dos tipos de seres humanos. Unos, corrientes, viven para sí mismos. Otros, vocacionales, dedican su existencia a la ciencia a la que sirven con intensidad porque en ella encuentran su razón de ser que, además y como añadido, les permite acudir en favor del próximo ¿los llamaremos estoicos?

Con todo, ¡la vida que poco, o que mucho, le ha dejado al actual hombre corriente!: superficial cultura; gozo por vivir; sentimiento de trascendencia y ansias de un más allá al que le podría conducir lo religioso. Aunque todo ello quede en nada si la vida no resulta gozosa, si no existe sentimiento de trascendencia y si la religión no es su soporte fundamental.

Esta reflexión puede -de manera falsa y superficial pero, quizás, didáctica- dar sentido al presente trabajo si en él dividimos la existencia humana en estratos diferenciados. Científicos, artísticos, de los santos, de los seres humanos “corrientes”, etc., en los que unas vidas, en su deambular, son distintas de otras.

Todo ser humano nace vinculado a su genética que, cuando no sufre cambios importantes en su compleja combinación, reproduce gran parte de la vida de sus progenitores. Desde ella, se modula y desarrolla un nuevo y original organismo. Por esa razón, parece fuera de lugar el viejo dilema filosófico de ¿el hombre nace o se hace? O lo que es lo mismo: por el solo hecho genético que trae una persona al nacer, ¿se la puede considerar humana? Nosotros, creemos que sí. El hombre nace marcado por la combinación y recombinación correcta del ADN de un padre y de una madre. El medio en el que va a desarrollar su vida futura hacen el resto; lo que ocurre cuando lo filogenético termina por darle “fachada” a lo ontogénico. En él hay estructuras, sistemas y órganos que bien conocidos y ya desentrañados responden a razones de un desarrollo normal, pero existen, así mismo, sobre lo heredado y constitutivo, actitudes, afanes, deseos, posturas, sentimientos -temporales, o definitivos- que incardinándose en el ciclo vital material lo van modificando en un continuo construir y deconstruir.
Afortunadamente, como ha sucedido a lo largo de todas las civilizaciones, existieron y existen, paralelamente al alegre bienestar referido de los seres humanos corrientes, seres humanos preclaros que desde un primer momento han tenido una vida diferente, vocacional. Unos, artistas (pintores, músicos, escritores, etc.) bien dotados por la naturaleza, se han desentendido casi -cuando eran auténticos artistas- del medio que les rodeaba dedicándose a crear arte para su propia satisfacción y para la de los demás. Otros, investigadores científicos, dotados de convicciones y con voluntades de hierro se han dedicado a indagar sin desmayo en el logro de avances que condujeran a desentrañar lo desconocido. Otros más, por fin, practicantes de religiones, han intentado contagiar con sus sentimientos trascendentales a sus semejantes para que éstos pudieran entender y practicar una vida de santidad o próxima a ella.

Todo eso, lo científico, lo artístico y lo religioso es para nosotros, no hace falta repetirlo, lo preclaro de la vida. El ser humano encaja en una de esas tres categorías de hombre. Aunque, debemos añadir, sin querer entrar en contradicción, que también el hombre corriente si atesora virtudes propias de su naturaleza humana, es decir, de generosidad, de amor por sus semejantes, de pasión por la vida, de necesidad de convivencia, de fraternidad, de sentimientos, aunque sean difusos e imprecisos, de trascendencia, etc., se sitúa, también, en un nivel superior, asimismo, preclaro. Pero ha de atesorar esas virtudes porque no le queda otra cosa. Sin ellas, puede terminar transitando por la vida sin un sentido claro de la misma acabando en frustración, en pena, en pesar.

En ello estamos, pidiéndole como es natural, al hombre corriente que somos, bien poco. Solo vivir en paz, en armonía, en convivencia para no ver perturbada nuestra existencia que, si no va a ser trascendente, que sea, al menos, gozosa y eso no se puede lograr sin la implicación de todos. Sin alejar de la vida del hombre la desmedida ambición y sin actuar con un sentimiento fraterno sincero porque la vida, nos guste o no, es compleja y su sentido hay que buscarlo en los arcanos de la ciencia pero también, en los del alma humana. Nosotros, hombres corrientes de a pie, vemos, de momento al menos, a las religiones como las únicas con capacidad para cumplir esa alta misión. Aunque, ¡quizás algún día la ciencia pueda darnos una sorpresa!, ya que el arte bastante hace con alegrarnos la vida a través de sus muchas y variadas manifestaciones.

Con las religiones, las cosas son diferentes. Muchísimos las necesitan para dar sentido a sus vidas. A nosotros, que estamos en la contradicción, que somos viejos y que solo nos mueve seguir viviendo algo más de tiempo gozando de salud -el mayor bien de la vida física del hombre- no nos estorban, al contrario, las necesitamos porque nos apasionan, nos emocionan, nos permiten creer y porque pensamos que en un incierto futuro -más próximo que lejano- nuestras moléculas, nuestros átomos, si somos incinerados como queremos -o nuestros restos, si no lo somos- podrán llegar a mezclarse si son aventados con los de otros -conocidos o desconocidos- y con la propia tierra, madre de vida, prolongándonos en ésta de alguna manera. Para ello, echaríamos al viento también los restos de los camposantos. Los dejaríamos al aire para que pudieran fundirse o para que quedaran, al menos, en contacto próximo los unos con los otros.

Nadie ha expresado mejor nuestro pensamiento que Arístides Hernández Mora, el insigne poeta de mi pueblo de adopción, cuando escribió:


Yo quisiera al morir ser enterrado
en la fosa común, junto al hermano
que nunca conocí ni vi a mi lado
ir desnudo a la tierra como el grano.
De esta suerte mi ser desintegrado,
mi fósforo mi calcio diluidos,
darán guano a ese suelo despreciado
por larvas y raíces absorbidos.
Así al llegar la nueva primavera
en lenta savia hacía el ciprés subido
algo mío estará de lo que he sido
al sol y al viento de este Valle amado.
Tengo mi sepulcro familiar y siento
horror inmenso a ser allí llevado
a tan sórdido y lúgubre aposento
en un oscuro hueco sepultado.
Amo a la tierra, al árbol, a la brisa
Me someto a la ley de lo creado
nacer, crecer, amar todo deprisa
tanta que apenas llego, ya he acabado.


Y que conste, por si pudiera haber error, que nunca hemos negado la existencia de lo divino. Pero, esa es una cuestión que nos desborda y que nos hace ser, primero creyentes; después reflexivos. Creyentes, de un insondable problema para el que nadie ha encontrado, ni encuentra solución. Reflexivos sobre lo que otros han cavilado, escrito y propalado. Habrá que decir por ello, junto a lo ya manifestado, ¡que Dios ilumine el camino de nuestra larga o corta existencia! ¡Que la ciencia no ceje en la investigación! ¡Que el arte continúe deleitándonos! Conceptos estos que guardan puntos en común y del que priorizamos el apoyo espiritual porque es el que nos sirve de manera más clara en el duro transitar por la vida. Unas veces para gozar de ella, otras, para padecerla, pero siempre, para comprobar cómo nos atrapa llevándonos o a la cima de lo sublime o dejándonos caer estrepitosamente en el abismo.  

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