sábado, 12 de septiembre de 2015

ENTRE LA REALIDAD Y LA FANTASÍA

ENTRE LA REALIDAD Y LA FANTASÍA.
        
          PEQUEÑA HISTORIA DE UNA VIDA.

         
          Dr. Antonio A. Hage Made


          Hay cuestiones que quien las imagina y luego las plasma por escrito -mi caso ahora- lo hace con una única finalidad: la de hablar consigo mismo.

          El asunto del que voy a tratar me merece, en la parte que llamaré teleológica, (?)  el mayor respeto, obligándome a ser cauto y muy respetuoso.

          Y, ¿por qué me atrevo a plantearme unas cuestiones complejas que bien o mal resueltas hasta ahora tendrían que ser abordadas sólo por mentes privilegiadas? Pues porque me permiten, a nivel particular, exponer una versión de la vida espiritual que estimo, como poco, original al tiempo que contrastable con lo consolidado. Y, si lo trascendental que se aborda, lo que llamo teleológico, tuviera en este caso visos de realidad podría ofrecerme esperanzas para transitar con alguna ilusión por la vida.

          Esta corta introducción sirve a una historia previa que se encuentra entre la realidad y la fantasía.

          Comenzó cuando un antiguo condiscípulo y ahora entrañable amigo con quien yo compartí estudios de medicina, regresó de su prolongada estancia de años en tierras americanas donde vivió todo tipo de aventuras que me narró y que yo pretendo trasladar al papel por si tuvieran interés para alguien.

          La carrera de Medicina no se podía cursar en mis tiempos en las Islas porque no habían sido creadas las correspondientes Facultades. Había que ir a la Península. Mi amigo me precedió unos dos años, por edad, y cuando yo inicié mi andadura médica él había cursado sus primeros años brillantemente, por cierto, porque tenía unas particulares condiciones personales con una especial memoria -que siempre definió como “fotográfica”- que le permitieron ser no sólo el primero de la clase sino también el compañero más activo, un referente, en el ajetreo diario connatural a la rica vida estudiantil de la época.

          Así, con los altibajos naturales que ofrece la vida feliz de un estudiante,  transcurrió nuestro andar por la Universidad hasta la finalización de la carrera, lo que ocurrió al recoger cada uno en su momento la última papeleta exitosa con la que culminábamos los estudios iniciados seis años antes. ¡Llegaba entonces la hora de la verdad!

            Nosotros seguimos desde un primer momento sendas vitales y profesionales diferentes, en las que yo fui un privilegiado. Había que buscarse la vida y algunos tuvieron que hacerlo casi de inmediato. Mi  amigo entre ellos. Me contó, que sin un motivo claro y sin esperarlo, se vio repentinamente solo y con poco dinero en los bolsillos, embarcado rumbo a las Américas. En esos instantes y pese a que era un hombre fuerte lloró desconsoladamente al encontrarse tan desorientado, sin meta clara, sin rumbo, preguntándose que hacía a bordo de aquel barco en el que entre todos le habían metido para que marchara a ganarse el sustento. Nueve días más tarde arribó al puerto de La Guaira, ya sosegado, con el pensamiento puesto en encontrar una solución lo más pronto posible a su futuro.

          Afortunadamente, la Venezuela de entonces era muy distinta a la actual, especialmente para los canarios que llegaban, quienes encontraban allí a muchos compatriotas, bien situados en muchos casos, dispuestos siempre a echar una mano al nuevo emigrante, al paisano. Lo de mi amigo fue especialmente fácil porque contaba, además, con familiares acomodados en el País.

          Obtuvo rápidamente, sólo con presentar sus credenciales académicas, una plaza interina en una Medicatura. La Medicatura, es el equivalente a lo que aquí llamamos Partido Médico, con Ambulatorio incluido o no, regentado por un Médico Titular, en propiedad o en interinidad. ¡Nuestro Médico Oficial del Pueblo, vaya!

        La Medicatura que le tocó en suerte, pobre y primitiva, estaba ubicada en lo más profundo de la selva amazónica. Sólo un espíritu valeroso y con ideas claras podía encontrarse allí a gusto. Lo que no me extraña conociendo a mi amigo, que había caído de pie entre los nativos, describiéndome cómo comenzó entonces una segunda vida que poco tenía que ver con la primera que ya aparecía lejana. En esta segunda etapa de su vida le ocurrieron acontecimientos que, concatenados, contribuyeron al éxito que finalmente alcanzó en su andadura americana.

          El aislamiento, la tranquilidad, la grata vida material -también sentimental- ofrecida por sus nuevos paisanos, el contar con muchas horas del día y de la noche para, entre otras cosas, preparar unas necesarias Oposiciones y, especialmente el haber encontrado su vocación de naturista heredada y fomentada desde que fue muy niño por su padre, contribuyeron, sumándose a hacer de él ese “hombre nuevo” del que me habló.

          Su padre, un probo funcionario del Ayuntamiento de su pueblo, había sido un naturalista frustrado que amó lo más digno de la vida: al hombre (utilizamos el colectivo genérico hombre en su acepción académica), a los animales, a las plantas, así como al arte en una de cuyas manifestaciones más sublimes, la poesía, fue un dignísimo representante. Todo ello quedó marcado en el frontispicio de su existencia y trasmitido especialmente a su hijo, mi amigo.

          Más que un naturalista, podríamos decir que el padre de mi amigo -un naturista en sentido estricto del término- fue un enamorado de la naturaleza y que a ello dedicó gran parte de su vida de ocio. Terminado su diario trabajo en el Ayuntamiento se dedicaba a la contemplación y al cuidado de sus plantas y animales, así como a sus lecturas y, particularmente, a la creación poética. De ese venero se nutrió mi amigo que en sus ratos de ocio estaba casi más con su padre que con sus amigos. Lo que le sirvió para que, al reencontrarse con la naturaleza en su nueva vida americana, la reconociera de inmediato y se adaptara a ella con facilidad.

          En la Medicatura vivió, como hemos adelantado, una vida sencilla pero de pleno gozo. Se dedicó de lleno a los pacientes a los que no recuerda haberles cobrado nunca. En primer lugar, porque a eso le obligaba su condición de Funcionario Público. En segundo lugar, porque muy pronto se sintió imbuido por un sentimiento altruista, connatural en él, hacia unas personas que desde el primer momento pusieron a su disposición todo lo que tenían. En tercer lugar, porque, al no tener gastos de ninguna clase e ir  acumulando mes a mes la paga íntegra que recibía del Estado, podía permitirse esos lujos. Su mesa aparecía siempre bien servida con productos cultivados y criados en el propio pueblo, ofrecidos casi en su totalidad por sus convecinos. Su vestimenta era sencilla ya que el clima lo permitía. El ocio lo ocupaba entre  largas caminatas, un chapuzón diario en las frías aguas de un gran remanso que dejaba el río que atravesaba el pueblo, así como la cacería y la pesca a las que iba acompañado siempre por uno, o más de uno, de los lugareños conocedores de la rica, pero a veces peligrosa fauna. Sencillo modo, como se ve, de llenar las horas y los días. Ese bucolismo lo hacía feliz y rememoraba en él la infancia pasada al lado de su progenitor del que tanto aprendió.   

          Todo eso, no le hacía olvidar que tenía que estudiar a fondo porque se había propuesto superar unas dificilísimas Oposiciones en las que necesitaba convalidar su Titulo de Medicina obtenido en España. Esto es, superar una Reválida, que le iba a permitir competir en igualdad de condiciones con los propios médicos del País. Y, a ello se puso; sin prisa pero sin pausa.

          La Reválida era el gran escollo al que todo médico con ambición y con afán de superación debía enfrentarse más pronto o más tarde si quería ser algo en el País. Era de una dificultad extrema particularmente porque el temario incluía, de forma extensa y pormenorizada, la parte de las ciencias naturales donde se estudia especialmente la biología animal, la parasitología, las enfermedades infecciosas, particularmente las tropicales y demás, a las que otras Facultades de Medicina suelen dedicar escaso espacio y tiempo.

          Cuando mi amigo se puso a preparar las Oposiciones, tuvo que modificar sus planes iniciales. No porque no pudiera superar con facilidad los exámenes -me aseguró que hubiera necesitado menos de un año para llegar concienzudamente preparado- sino porque consideró que debía compaginar el estudio teórico con el práctico. Que tendría que ir creando de forma paralela, y mientras estudiaba la parte teórica, su propio Museo de la Ciencia ¡inédita ocurrencia a esas alturas en un médico ya formado!

          Tardó por ello varios años, pocos, en completar su definitiva preparación, pero su examen fue un rotundo éxito. Asombró al Tribunal, que lo calificó con la puntuación más alta quedando sus miembros aun más sorprendidos cuando, a posteriori, conocieron, porque se los mostró, lo que había creado, es decir, su Pequeño Museo de la Ciencia.

          Allí, en su visita, el docto Tribunal se encontró lo que mi amigo, con la ayuda de dos nativos de cultura muy elemental pero despierta inteligencia, había logrado con los aceptables microscopios que disponía, así como con el resto de material que un laboratorio, por muy elemental que sea, precisa para su trabajo diario. Sorprendidos vieron a las más variadas y numerosas especies autóctonas, perfectamente disecadas, clasificadas y ordenadas, que nuestros investigadores amateurs habían logrado reunir. Llamándoles especialmente la atención la parte dedicada a reptiles, a serpientes -precisamente la más apreciada por mi amigo por el trabajo y el tiempo que le había dedicado pero también por el riesgo en el que puso su vida y la de sus colaboradores- que incluía culebras, víboras, crótalos, boas, anacondas, cobras... especies de gran belleza todas ellas mostradas en cuidadosa ordenación científica.

          Este modesto Museo fue donado, en su momento, por mi amigo -que empezaba a estar en proyectos nuevos- al Instituto de Ciencias Naturales de Caracas donde hoy ocupa un lugar de privilegio.

          Mi amigo empezó entonces, como hemos adelantado, una nueva andadura cuya razón de ser se sustentaba en su prestigio personal ganado a pulso. Así, cuando le ofrecieron los más altos puestos médicos en los más importantes Hospitales del País, también los políticos y los de la Alta Administración Central del Estado, pudo rechazarlos y sólo pidió, y lo logró, que le permitieran formarse como Hematólogo. Primero, en el País; luego en el extranjero. Y ello, porque sentía una decidida inclinación hacia esa Especialidad Médica en la que ya había hecho sus pinitos.

          Comenzó entonces, con la aquiescencia oficial, su primer año de formación básica, que realizó en el más acreditado Centro Hematológico de Venezuela, y obtuvo la ayuda que solicitó para, a continuación, trabajar becado en los más afamados Centros de Hematología del Mundo.            

          Primero, en Barcelona (España) en los Servicios de Hematología del acreditado Profesor Agustín Pedro Pons donde permaneció largos meses. En segundo lugar, en el Reino Unido, en el importante University College Hospital y en el no menos importante Hammersmith Hospital de Hematología avanzada donde estuvo unos dos años bajo la tutela del Premio Nobel César Milstein y donde se puso al día aprendiendo y practicando todo lo novedoso de la Hematología a nivel mundial confraternizando, además, con el componente médico de ambas Instituciones quienes insistieron, cuando se preparaba para despedirse, en que se quedase definitivamente con ellos en Londres al ver la natural predisposición que tenía para la investigación y el entusiasmo que desplegaba. Agradeció de corazón el ofrecimiento, pero su meta estaba en otro sitio, en París ¡Y allí se fue! Deseaba trabajar en la más famosa Institución del momento, en el Instituto Pasteur de la capital francesa a donde marchó llevándose en la agenda un nombre, el de Jean Dausset.

          El Instituto Pasteur no era cualquier cosa. En esos momentos, ya había ganado diez Premios Nobel. El del profesor Dausset, el último.

          Entró con todos los honores. Se le reconoció como lo que era: un joven pero ya acreditado investigador, entusiasta, apasionado, trabajador incansable que necesitaba saber más cada día. El profesor Dausset, lo cogió de su mano y le enseñó todo lo que él sabía. Mi amigo no perdió el tiempo y cuando había superado más de dos años de su provechosa estancia en París trabajando profesionalmente al más alto nivel, se  dispuso a regresar a su País de adopción para dar desde allí lustre y categoría a la profesión médica, en particular a la Hematología, no sin antes haber rechazado, con dolor, el ofrecimiento que también le hicieron en el Instituto Pasteur para que se integrase con carácter definitivo en la Institución.

          París, conviene decirlo ahora, le ofreció además, mientras culminaba su formación profesional, lo que sólo París puede ofrecer en grado sumo ¡su hechizo, su bohemia, su variada y rica cultura! Mi amigo, no desaprovechó la ocasión y lo tomó todo gustoso. Allí nació en él, cogiendo vaga forma en su mente y en sus sentimientos, lo que en más de una ocasión había sido casi un fugaz pensamiento de trascendencia que parecía querer quedarse de forma definitiva en su mente.

          Así, una noche tras una interesante y sincera reunión a la que asistieron muy pocos invitados convocados por un amigo libanés de “la bohemia” que ya tenía noticias de por dónde respiraba filosóficamente mi amigo, le vieron extasiarse oyendo las explicaciones dadas por uno de los comensales que regresaba de un largo viaje por la India profunda y por las sobrecogedoras cumbres del Himalaya y que fue la estrella de la reunión; se llamaba Larry.

          Larry contó que había sido piloto de combate en una de las Grandes Guerras Mundiales del pasado siglo y que debía la vida a la generosidad de su mejor amigo, piloto de combate también, que la sacrificó por la suya.

          Nunca había tenido inquietudes trascendentes. Vivía a lo que llegaba. Pero que la penuria y los horrores de la guerra, el vacío que empezaba a sentir en su entorno, la falta de horizontes y el recuerdo de la muerte de su amigo empezaban a hacer mella en él. Ni en América, su País, a donde había regresado tras la contienda, ni su entorno social o familiar le procuraba ilusión alguna. Vivió temporalmente allí, apenado, mientras le quedó algo del dinero ganado como héroe de guerra. Todo esto le causó un gran desasosiego y empezó a buscar “algo” con lo que llenar su existencia que ya no tenía ni rumbo ni alicientes.

        Pero en esos amargos momentos, le vino a la memoria, por fortuna, el recuerdo de París y el de sus estancias allí donde fue tan feliz compartiendo los días y las noches con sus camaradas y con alegres amigas. De inmediato marchó a la capital francesa con la vaga esperanza de encontrar parte del tiempo perdido.

       Vana esperanza, porque ni París era la ciudad que él conoció; ni él, la misma persona. Perdido, comenzó su periplo viviendo de lo más sencillo que la vida le ofrecía, con la esperanza de que el trabajo manual simple, con gente igualmente simple, podría ser el remedio que lo salvase. Aceptó todo lo que le llegaba: porteador de mercancías de todo tipo, vendedor de pescado, minero en lo profundo de la tierra y ayudante en diferentes trabajos. ¡Todo en vano! Nada despertaba en él el más mínimo entusiasmo.

          Así las cosas, y cuando de nuevo desesperaba, volvió a tener un recuerdo salvador que le vino a la memoria al evocar una conversación mantenida mientras trabajó en la mina con un cura rebotado que le entregó unos libros -los sagrados del hinduismo, los Upanishad- al tiempo que le habló de las condiciones espirituales de vida en los Monasterios de las cumbres del Tíbet. Con la diligencia y el afán que le caracterizaban, allí se fue de inmediato dispuesto a encontrar el sendero de la vida y el de su existencia.                   

          Los lamas no lo defraudaron, al contrario, conoció con ellos otra vida: la espiritual, que practicaban y que sintió transcendente, altruista, generosa, sin apetencias materiales de ningún tipo. Logró, en un primer momento, una inimaginable paz interior que no había sospechado alcanzar tan pronto. Los sacerdotes le advirtieron que esa paz y serenidad que acababa de alcanzar no eran suyas, que eran las del conjunto de los sacerdotes que allí moraban e inherente, por tanto, al conjunto de la comunidad. La suya personal tenía que ganársela en un proceso particular de purificación que debía alcanzar solo, sin compañía, sin ayudas, alejado momentáneamente de ellos mientras permanecía en lo más alto de la cima del Tíbet.

          En ese momento de la exposición, se levantó William, el comensal británico de la reunión, para decir:
-perdone, Larry ¡su historia yo la he oído o leído en algún otro lugar!-
-puede ser, contestó algo contrariado Larry-
          Sophie, una bella muchacha que formaba parte de la reunión, medió, aclarando:
-lo de William no es de extrañar. A mí me pasa lo mismo, también yo he oído o leído en algún lugar algo parecido, aunque pienso que en circunstancias similares pueden repetirse esos hechos coincidentes-
-¡Quizá-, aceptó resignado William! Y se aprestaron a seguir escuchando la narración.

          Larry siguió con el relato y contó cómo permaneció solo, aislado, alejado de todo contacto humano, en la cima del mundo, días y días, en el transcurso de cuyo tiempo de oración y de “conversación con lo divino” notó perfectamente el momento en el que alcanzó el éxtasis contemplativo con lo que dio por concluida la experiencia. Se sintió entonces reconfortado, sin dudas de ninguna clase y tuvo el sincero convencimiento de haber superado la prueba aunque sin confesar más detalles de lo que había pasado en aquellos días a aquellas alturas.

          Ante un sepulcral silencio, una voz se atrevió a preguntar:
-¿conversación con lo divino, Larry?-  
-¡Sí, así fue!-, contestó éste con total naturalidad.

          Nadie osó añadir más y Larry completó el relato explicando que cuando volvió al mundo comprobó que la experiencia había sido un éxito porque se encontró a gusto en el mundo en el que tanto había penado. Se alejó de la vanidad y del lujo y se sintió especialmente cerca del que menos tenía y más necesitaba. Dejó de juzgar al prójimo, para bien o para mal, aunque ayudándole cuando lo precisaba. Se convirtió en un referente para el agobiado. Y, lo más importante, que no le costaba ningún esfuerzo hacer lo que hacía, sin ofenderse si alguien no lo entendía o no lo aceptaba. Se sintió feliz practicando la aproximación y la caridad con todas las personas, con las conocidas y con las desconocidas, pero quedando perplejo, sorprendido, cuando comprobó un hecho insólito que se daba en su persona: que en su contacto con quienes acudían en demanda de ayuda y de apoyo, angustiados, con problemas personales, aunque también con enfermedades, los sanaba. Constató fehacientemente el fenómeno porque ocurrió en todos los casos en que mantuvo sus manos entrelazadas, o simplemente puestas, sobre quienes angustiados, pero esperanzados, acudían a verle en busca de apoyo y de paz. No recuerda haber empleado ninguna droga ni ningún exorcismo con ellos. El silencio y la proximidad lo hacían todo. Él fue el primer sorprendido porque hasta esos momentos no supo que poseía ese don. Ni siquiera los sacerdotes lamas descubrieron que podría detentar esos poderes.

          Ahora fue mi amigo, como médico, quien interrumpió el curso de la exposición para explicar a los contertulios que el fenómeno referido no era nuevo en medicina. Al contrario, se conocía desde mucho tiempo atrás en el que venía siendo motivo de controversia y de confrontación entre la clase profesional. Que resultaba complejo pormenorizarlo en esos momentos, pero que lo haría gustoso si se lo pedían. Todos quedaron de acuerdo en que no era necesario y aceptaron las explicaciones de mi amigo quien concluyó que eran razones esotéricas las que se daban en esos casos donde unas personas parecían tener poderes especiales para mejorar y hasta curar los padecimientos de sus semejantes. ¡La fe, apostilló William siempre atento, mueve montañas!

          Larry concluyó su exposición diciendo que, paradójicamente, cada vez se encontraba más alejado del fácil efecto que lograba con los pacientes y que el mundo al que regresaba coincidía poco con el que a él le alentó mientras permaneció entre las personas puras y en las montañas del Tíbet. Y que, por fin, después de estar perdido durante mucho tiempo, se había encontrado a sí mismo y hallada la paz interior y el sentido de la propia vida que con tanto anhelo había buscado, todo lo cual colmaba su particular existencia, aunque dicho así pudiera parecer puro egoísmo que aseguró, no lo era, porque su pensamiento y su obra siempre iban dirigidos al prójimo, a los demás y no a sí mismo.

          El largo silencio que siguió al final de la charla permitió a los contertulios preguntarse si el orador había querido dejar algún mensaje ¿quizá que pensaba retornar con los lamas a la vida sacerdotal que conoció? ¿O quizá que, como sincero gurú que ya era, podría llevar sus enseñanzas por el mundo? ¡Quis novit!  

          Concluida la reunión, todos se dispersaron despidiéndose entre sí. Mi amigo y su amigo libanés caminaron juntos durante un buen rato. En ese intervalo de tiempo el amigo libanés tuvo tiempo de preguntarle a mi amigo por qué había estado tan absorto durante la exposición y que aunque algo conocía de sus inclinaciones metafísicas no sospechaba que iba a encontrarle tan afectado por el apasionante relato de Larry. Que también a él le emocionaban esas cuestiones pero que como buen descendiente de fenicios, las dejaba para otro momento; para la última etapa de su vida. Mi amigo, sonriendo, le dio la razón concluyendo con las siguientes palabras: - en efecto, como buen admirador del pueblo fenicio estoy de acuerdo, dijo en tono jocoso, en dejar esas cuestiones para más adelante, para el final de mis días-

          Se despidieron con un fuerte abrazo porque esa era la última noche de mi amigo en París. Embarcaba al día siguiente hacia su Patria de adopción.

          Pero eso forma la segunda parte de la pequeña historia de la vida de mi amigo.    

        Mi amigo decidió regresar a Venezuela en barco, lo que venía a ser un capricho rememorativo de su primer viaje en el que tanto penó. Como estaba a un tiro de piedra de Cherburgo y le atraía volver por tierras de Normandía, que siempre le habían despertado un gran interés, allí se encaminó para embarcar en lo que entonces era una línea regular Cherburgo-la Guaira.

          El viaje resultó muy grato. Gozó del trato de favor que se les dispensaba a los pasajeros de lujo, entabló amistades amenas con personas que marchaban al Caribe en viaje de placer y tuvo mucho tiempo para cavilar sobre sus proyectos futuros cuando arribara.

          No pudo evitar hacer la comparación entre su viaje inicial al Nuevo Mundo en condiciones precarias y el actual en el que gozaba de todo tipo de prerrogativas y en el que tenía perspectivas de trabajo inmediatas a un alto nivel. En su cabeza no aparecían más pensamientos que los simples de planificar una inmediata vida de trabajo. Otros, los que atañían a cuestiones particulares trascendentes, no estaban en su agenda. Por ese lado, podía dormir tranquilo.

          Desembarcó en la Guaira una mañana del mes de octubre -suave invierno todavía- y aprovechó el día para visitar en la capital del Estado, en visita de cortesía, a alguna de las principales autoridades a las que ya conocía y a las que debía dar, en su momento, testimonio escrito de su actividad profesional durante la larga estancia vivida en el viejo Mundo. 

          Y a partir de ese momento se dedicó, full time, al trabajo profesional que le habían asignado sus superiores jerárquicos los cuales le nombraron de inmediato Director Médico de uno de los más importantes hospitales universitarios del País. En el mismo, desarrolló una ímproba labor que diversificó entre lo que es la alta dirección de un hospital universitario y la atención a uno de sus Servicios, el de Hematología, que pidió dirigir personalmente y que elevó a la más alta categoría como centro puntero de referencia de la especialidad tal y como la había conocido en el resto del mundo porque, aun cuando no lo hemos dicho todavía, mi amigo conocía también, por reiteradas y cortas estancias anteriores, los grandes centros de investigación y las grandes instituciones médicas de los Estados Unidos de América.

          Cumplía en su trabajo como debe hacerlo todo buen regidor de una Alta Institución del Estado; con ello queremos decir: llegaba el primero, se marchaba el último y no cesaba de trabajar. El ejemplo, es la mejor enseñanza en cualquier tipo de actividad y mi amigo siempre, en toda ocasión y en todo lugar, enseñó con el ejemplo.

          La Institución se convirtió muy pronto en referente Nacional solicitada por todos, tanto médicos como alumnos. Dentro de ella, el Departamento de Hematología, que personalmente dirigía mi amigo, pasó a ser punto de mira al que acudían profesionales de todas partes porque ya tenía el mismo crédito y la misma categoría que los demás Centros de Hematología del Mundo.       

          Desde el principio, su actividad profesional fue desenfrenada. Llevó a su Universidad a los más acreditados científicos del mundo, al tiempo que enviaba a sus más aventajados discípulos al extranjero para establecer un intercambio de conocimientos y experiencias que resultó altamente ventajoso. Fomentó las publicaciones y los trabajos científicos en su Universidad, siempre al más alto nivel y en competencia sana con lo que se hacía y publicaba fuera de sus fronteras. Hizo apasionante y ameno el trabajo entre todos los componentes de la Institución y consiguió también, y especialmente, que los enfermos solicitaran ser atendidos en un Hospital tan acreditado como el suyo, donde se practicaba una medicina de altura compaginada con un trato personal humano exquisito. Lo que, lamentablemente, no suele ser la regla en la atención médica cotidiana.

          Pero, como tantas veces ocurre en la vida en la que los hechos, favorables o no, suelen mostrar dos caras, a mi amigo le cambiaron la trayectoria lineal que llevaba. Decimos le cambiaron porque fue una decisión emanada de instancias superiores, de políticos, que pensaron que necesitaban un profesional con una cabeza bien armada para dirigir toda la Sanidad y la Asistencia Social de Venezuela.

          Mi amigo no pudo negarse, le debía mucho al País y a su gente y, además, le resultaba grato contribuir a la alta sanidad social en su faceta organizativa. Sólo pidió que le permitieran compaginar su nuevo trabajo con la dirección de su Laboratorio de Hematología ya universalmente acreditado y que sus actuales colaboradores se hicieran cargo de la dirección del Hospital. Su petición fue oída porque conocían la capacidad de trabajo de mi amigo, de las que ya había dado suficientes muestras, y porque tenían las mejores referencias de sus colaboradores. Él, como veremos, se acomodó bien a su nueva situación.

          Se instaló en la capital del Estado y se rodeó, en una especie de Gran Ministerio, de colaboradores de todo tipo, de los que recabó exhaustiva información sobre lo que existía en esos momentos. Cuando tuvo conocimiento cabal de lo que había y de lo que necesitaba, comenzó a actuar como siempre “sin prisa pero sin pausa”. Lo ordenó todo. Viajó incansablemente por todo el País y, de nuevo, por todo el Mundo de donde retomó lo más útil y acreditado. Situó a cada persona en el lugar debido, aprovechando la capacidad y la valía de cada uno de sus antiguos colaboradores, pero también la de los nuevos fichajes recabados entre los más capacitados.

          Aquello fue, como no podía ser menos conociendo al autor, un rotundo éxito y situó a la sanidad social venezolana -esta vez en su faceta organizativa- a la vanguardia.
El asunto marchaba sobre ruedas. Mi amigo retomó entonces, sin descuidar la faceta organizativa puesta en marcha, su intensa labor personal en el Laboratorio de Hematología. No se resignaba a quedar rezagado, y no se quedó, porque el Departamento no cedió un ápice en calidad y en buen hacer. Siguió siendo referente mundial de la Especialidad.

          Por esa época, como hemos dicho, mi amigo viajaba mucho. También por el propio País que conocía al dedillo por haberlo pateado antes durante muchos años. Eso le hizo ver que en general, pero especialmente en las zonas rurales o más alejadas de la civilización, en las distintas Medicaturas, se adolecía de falta de laboratorios de análisis hematológicos de todo tipo. Lo resolvió de inmediato, creando todos los necesarios, lo que fue una ímproba labor si se conoce la geografía del País. No lo creerán, pero puedo asegurar que cuando se acababa el dinero, mi amigo creaba con su propio peculio el laboratorio que se precisaba. Se convirtió, así, en médico que “trabajaba” también por cuenta propia, en médico privado, particular, pero no se llamen a engaño: en sus laboratorios no se les cobraba a los pacientes; las dispensaciones eran gratuitas, tal y como sucedía con el resto de los laboratorios oficiales del Estado. Además, pasado el tiempo, y ya mi amigo en periodo de jubilación, donó toda la estructura creada con su propio dinero, a las diferentes Medicaturas y, por ende, al Estado.

          Ese momento podía haber sido de descanso o, al menos, de aflojar la intensidad del trabajo pero, como hemos dicho más atrás y repetimos ahora con palabras distintas pero de parecido significado, “Cor hominis disponit viam suam, sed Domini est dirigere gressus eius (El hombre dispone su camino, pero al Señor corresponde disponer sus pasos)”. Queremos decir que eso no pudo ser. El merecido descanso se vio frustrado una vez más porque había recibido noticias poco tranquilizadoras de su familia de Canarias, sobre su padre, modificando todos sus planes.

          Las noticias decían que su padre ya era totalmente dependiente del cuidado de otras personas. Su vista se había apagado casi por completo y que si continuaba creando poesía era porque su prodigiosa memoria parecía haber quedado intacta hasta el punto de que su último y largo poema dedicado a su última nieta, Tulita, hija precisamente de mi amigo y que se lo remitían para que lo conociera, lo había dictado de corrido sin muletillas de ningún tipo. Y que, si bien se había resignado y adaptado a su nueva situación, no parecía haber podido superar el decadente entorno, tan mimado antes, al que habían llegado sus animales y, especialmente sus plantas, con las que tan feliz había sido. Todas ellas, contaba la familia, estaban prácticamente perdidas.

          La situación era dramática para el pobre anciano que lloraba por todo lo perdido y en particular por el último árbol que aún se mantenía en pie y que había sido el eje de su vida sentimental. Este árbol lo había traído de América, precisamente de la tierra donde vivía mi amigo ahora, Venezuela, aunque era oriundo de otra zona americana. La planta, única existente en la isla donde vivía su padre, era conocida con el nombre de su dueño, padre de mi amigo, como la ceiba de Don Arístides. Árbol sagrado para los indígenas de las Antillas quienes decían que atraía buena suerte, energía espiritual, vibraciones sanadoras y purificadoras; su madera era utilizada para construir cayucos, pequeñas embarcaciones hechas con un solo tronco de árbol.

          Cada mañana y para no aceptar engaños, el padre de mi amigo exigía que le llevaran hasta el árbol para tocándolo, saber, al menos, de la salud y el tiempo de vida que al mismo le quedaba. De ese modo, cuando le repetían que todo seguía igual, sin cambios, él se acercaba hasta la planta, la tocaba y repetía machaconamente: ¡este árbol languidece, así no puede seguir mucho tiempo más!

          Esas palabras hicieron mella en la mente de mi amigo. Fueron, desde el primer momento, una obsesión que no le dejaba ni de noche ni de día y a la que buscaba con ahínco una solución que parecía no llegar.

          En ese ínterin estaba cuando una noche, la más negra y encapotada que mi amigo recuerda, fue despertado por una voz -no reconoció a ninguna persona- que le dijo:
-       ve a buscar el cayuco que permanece bien conservado en el desván. Así lo hizo. La voz volvió a hablarle para exigirle:
-       sígueme con la barca.

          Pronto se encontró al borde del más importante río del entorno, el Caroní, afluente del gran Orinoco, donde depositó la carga que portaba. La voz ordenó:
-       sube al cayuco que él sabe dónde tiene que llevarte. Mi amigo obedeció y se sentó en la barca que admitía a una o a dos personas en óptimo acomodo. Clareaba el día y el cayuco ¡comenzó el viaje a no se sabe dónde!

          La lancha bajó con rapidez hasta alcanzar la confluencia de ambos ríos. El color diferente de ambas aguas mostraba claramente el espectáculo de dos corrientes que se entremezclaban en un único y majestuoso caudal. Mi amigo, único ocupante del bote, se sentía, pese a su pequeñez y a la de su embarcación, frente a lo inmenso de la naturaleza, tan seguro en ella, que se permitía esbozar una sonrisa cada vez que surgía un contratiempo. El cayuco, por otro lado, se las arreglaba solo. No necesitaba ni dirección ni mando alguno. El lugar que mi amigo, que no soltaba el remo de la mano, ocupó todo el tiempo, por razones estratégicas fue la popa, o casi la popa, de la pequeña nave.

          El cayuco lo sorteaba todo con valentía. Aparecía siempre enhiesto, erguido, sin dejarse amedrentar por nada. Su rumbo era uniforme, invariable, tanto si cruzaba un meandro, un rápido, un remanso, un apacible lago, un impresionante salto, un modesto caño como si tenía que sortear a un grupo de peces pirañas, a un delfín del Amazonas, a un reptil de gran tamaño, a una anaconda gigante, o a un caimán del Orinoco, entre otros habitantes del río. Sabía a dónde iba, cómo tenía que ir y por dónde debía circular. El espectáculo era una gozada para mi amigo que, aunque conocía bien el terreno, nunca lo había contemplado desde esta nueva y apasionante perspectiva, al mismo tiempo que se recreaba mirando el revoloteo que sobre su cabeza dibujaban las aves y los pájaros, en particular las diferentes especies de gaviotas propias de la cuenca fluvial del Orinoco.

          Pronto llegaron a la desembocadura del río en el Atlántico y lo hicieron por un conjunto numeroso e intrincado de caños que había que conocer muy bien para no perderse. El cayuco pasó por todos ellos con los ojos cerrados hasta encontrar el mar. Comenzaba entonces la navegación abierta por uno de los grandes océanos.

          Tampoco eso amedrentó a la pequeña nave que ya surcaba las abiertas aguas del inmenso mar con la misma frescura y donaire con la que bajó por el gran río. Lo hacía  en todo tiempo, lo mismo durante la calma chicha, en la que mi amigo “creía” que contribuía a la buena marcha de la embarcación con su remo, que en las grandes tormentas que hubo de padecer cuando la mar se ponía brava. Mi amigo, que estaba viviendo una pesadilla, no salía de su asombro y contemplaba fascinado el espectáculo porque, también allí, la canoa, en la mar abierta, hubo de sortear toda clase de contratiempos y de inclemencias sin arrugarse ante nada y ante nadie mientras competía, con total ventaja, con los más grandes cruceros que surcaban el Atlántico.  

          Pronto atisbaron las costas canarias y en ellas las playas de Chimisay por donde debían desembarcar. Cuando lo hicieron, mi amigo tomó el cayuco entre sus manos, le dio la vuelta y se lo colocó entre la espalda y la cabeza, como había visto hacer a los nativos, para así emprender la marcha hacia el hogar de sus padres.

          Cuando llegó quedó desolado. La vivienda aparecía casi en ruinas. No había un solo animal doméstico. No quedaba una sola planta en pie salvo la ya escuálida ceiba a punto de sucumbir.
         
          Empezaba a amanecer y mi amigo, reverente, fue acercándose a ella con el cayuco entre sus brazos. Le pareció notar entonces que algo cambiaba. El árbol se estiró y cuando mi amigo estuvo cerca de él oyó una especie de chasquido. El cayuco desapareció arrebatado de sus brazos y fue a parar a los pies de la ceiba, aprehendido por ella, para formar, entrambos, un indisoluble cuerpo único. La luz del día empezaba a ser buena y mi amigo contempló entonces un inefable espectáculo: ¡la transformación total de la ceiba, con su cayuco a los pies, que volvía a su antiguo esplendor! Mientras contemplaba el insólito hecho, oyó la voz de su padre que pedía que le acercaran a su árbol.

          Una asistente le traía en silla de ruedas. A mi amigo le pareció intuir que su padre llegaba imbuido por un inexplicable sentimiento de júbilo que él no terminaba de comprender. Y así era. Don Arístides, supo de inmediato que algo bueno estaba sucediendo. Tocando el árbol exclamó: ¡Bendito sea Dios que me permite irme en paz dejando a esta hija mía, renacida y esplendorosa, en manos de mi querido hijo!

          Mi amigo, que había permanecido discretamente alejado de la escena, se acercó a su padre fundiéndose con él en un sentido abrazo. A continuación, se separó, hizo mutis por el foro y regresó al lugar de donde había partido. Oyó, entonces, una voz que le decía:
-¡Haz dormido lo tuyo! ¡Debías estar muy cansado!

          A nadie, salvo a mí en su día, contó lo que había sucedido. Esa misma tarde recibió la noticia del fallecimiento de su padre. Con posterioridad, sus hermanos, que habían heredado la propiedad completaron la noticia. Le comunicaron que habían puesto a la venta la heredad y que afortunadamente el comprador era un extranjero altruista enamorado como su padre de la naturaleza, especialmente de la flora porque había comprobado que toda ella arraigaba con facilidad en esas tierras. Que  la ceiba de Don Arístides, estaba hermosa, espléndida, como jamás lo había estado y que ésta nunca más iba a sufrir deterioro alguno porque le habían oído decir a su padre, en el final de sus días, que una ceiba que alberga, que acoge, que se funde con un cayuco obtenido de la madera de otra ceiba, nunca muere ¡que es eterna!

          Todo eso y lo últimamente acontecido produjeron un gran sosiego, una gran paz, en la vida de mi amigo que, no obstante, ya miraba en otra dirección porque -ahora es oportuno recordarlo- una casi promesa quedaba por cumplir y mi amigo tenía ya ochenta y siete años.   

         La promesa se la habían hecho al alimón mi amigo y su amigo libanés allá en los felices días de París y había que pensar en cumplirla.

          El asunto era peliagudo, porque ¡ahí es nada entrar a opinar sobre la esencia misma de la vida y el encaje de cada uno en ella!  

          Mi amigo, no era especialmente dado a la elucubración. Al contrario, era un hombre de acción que miraba las cosas siempre de frente. Pero en esta ocasión, tenía que pararse a reflexionar seriamente porque, no se trataba de una promesa que pudiera dejarse en el aire. Había que plantarse ante ella como lo que era: una cuestión trascendental a la que muchos, más tarde o más temprano, terminan enfrentándose.

          Él había crecido en el seno de una familia cristiana, estudiado en colegios religiosos y practicada su vida social en esos ambientes. Pero llegado a la madurez, le sucedió como a tantos otros compañeros universitarios. Abandonó todo hábito religioso, se desentendió de todo tipo de creencias y fue a su aire. Y, dando un paso más, que sí fue transcendente, se reconoció en unas paradójicas palabras que había oído en más de una ocasión; las que dicen: “no estamos acostumbrados a ver personas que hacen cosas sencillamente por amor a un Dios en el que no creen” ¡esa era sencillamente la actitud adoptada!

          Mi amigo, “llegada ya la hora de la meditación profunda” y en una de sus largas excursiones en las que se perdía en la intrincada selva amazónica, supo de un maestro espiritual que allí moraba. Una especie de gurú, del que tenía inmejorables referencias. 

          Pudo permanecer a su lado una corta temporada haciendo vida de anacoreta; pensando y elucubrando sobre todo lo humano y lo divino. Oyendo, más que hablando. El gurú tenía un pensamiento avanzado y bien estructurado. Mi amigo, no. Le había faltado tiempo y ocasión para dedicarlos a esa ulterior faceta de su vida. Por esas razones, las pospuso hasta que la edad, las limitadas perspectivas de futuro y las promesas hechas años atrás, llegaron a un límite. 

          El gurú, cada día, en largas y reconfortantes caminatas iba desgranando su paso por la vida. Contaba, que mientras vivió en el mundo, su manera de ejercer la profesión de médico -porque él también lo fue- no era muy diferente a la que practicó mi amigo, aunque sí más modesta y que cada día pensaba más y de forma más profunda sobre la intrincada existencia del hombre sobre la Tierra. Un día lo dejó todo y se echó a andar sin rumbo fijo pasando de los lugares más inhóspitos a los más acogedores. Eso le llevó hasta la India y hasta el País de los lamas en las impresionantes cumbres del Himalaya. Allí ¡difícil de explicar! encontró la luz y la razón de su existencia y que desde allí finalmente había regresado a lo más alejado de la civilización para rematar así su existencia en la meditación y la oración. -¡Dios mío, cuánta semejanza-, pensó mi amigo, -con lo que le oyó decir a Larry aquella sobrecogedora noche en París!-

          Mi amigo, decidido a resolver su problema personal, volvió a viajar mucho. Contactó con muchas personas que dedicaban su vida a las cuestiones que ahora le interesaban e incluso hizo algo más: realizó el mismo viaje que habían efectuado tanto Larry como el maestro de la selva amazónica, con las mismas intenciones y con idénticos afanes por el País de los lamas.

          En su caso, no obtuvo la respuesta esperada, aunque logró la paz temporal que logran cuantos visitan los santuarios del Himalaya ¡lo que no es poco! En mi amigo, lamentablemente, prevaleció la postura materialista en la que había caído de forma insensible desde tiempo atrás y a la que había llegado sin esfuerzo de ninguna clase, sin especial profundización intelectual, sin proponérselo y asumiéndolo como algo que nos llega sin saber el porqué.

Entró de lleno en su primitivo Humanismo. Mejor diría se reencontró con la esencia del mismo, sin adjetivos, tal y como lo vio practicar desde tiempo inmemorial en su entorno. Lo que le bastaba como valor pleno para llenar una vida tal y como él la concebía forjada desde que fue muy joven precisamente en el Humanismo que sin adjetivar equivale sencillamente a cultura que la adquirió de su entorno familiar pero también desde la vida señera de su pueblo natal tan estricto como otros pueblos por entonces en las Islas en todas las cuestiones concernientes a la ética. Mi amigo, de vuelta de su nuevo y largo periplo viajero por muchos países, explicaba su concepción del mundo a quienes querían oírle desgranando su personal pensamiento de lo aprendido y cavilado. Lo hacía, con su “propia filosofía”, usando las siguientes palabras:

          “hay cuestiones que nadie ha podido -ni posiblemente pueda- llegar a dilucidar sin recurrir a las ciencias naturales. Las únicas que podrán dar respuesta a cómo se formó nuestro Planeta pero también, a cuánto tiempo va a prevalecer en el estadio en el que lo conocemos y cuánto tardará en finiquitar.

          Nuestro mundo hizo su aparición desde elementos orgánicos preexistentes. Y, como dice alguna aceptable teoría, a partir de cuerpos químicos cósmicos aleatoriamente unidos con moléculas de ARN. Desde ahí, desde la simplicidad de los primeros elementos, se pudo pasar, si admitimos la teoría evolutiva -y nosotros la admitimos- a la complejidad genética de la vida: la humana y la animal. Y, desde ellas, a todo lo demás. Una teoría más, endeble como todas las que tratan este asunto, que no permite crear verdadero cuerpo de doctrina.

          Permítanme por ello emitir mi propio juicio que, sin base científica alguna, pero coincidiendo en parte con la Historia Sagrada expongo diciendo que nuestro mundo hizo su aparición, que brotó con lo actualmente existente. Todo al mismo tiempo. Son coetáneos, pues, hombres, animales, plantas y objetos porque nacieron prácticamente en el mismo instante de una mano Superior. Desde ese momento, surgió todo lo demás para dejarnos la vida tal y como la conocemos. Una teoría, esta nuestra, tan endeble como las otras, con la que pretendo dar un matiz entre bucólico y poético que encuentro más sugerente.  

          La creación, en su alfa y omega, en su principio y final viene a ser la parte más tenebrosa del asunto. El resto, tiene más fácil explicación y es consecuencia de la condición humana. Quiero decir, que aparecidas las primeras personas y luego, los primeros “clanes”, se desató la codicia. El deseo de querer ser más que el otro, la apetencia por el mando, por el relieve, el afán de sobresalir que llevó indefectiblemente al privilegio de unas personas -y de unas castas- sobre las otras. Lo que despertó, de inmediato, el mal, que no admitía contrapartida porque llegar a él era fácil, directo, inmediato, mientras que para llegar al bien, se precisaba recorrer un camino más largo en el que había que hacer un ingente esfuerzo, arriesgar, y la gente no estaba -ni está en general- por esas cosas. Existió la excepción. La más preclara conocida, la de un Mesías que revolucionó el Mundo y dio nombre a la religión que hoy por hoy más adeptos acoge en su seno.

          Con los antecedentes expuestos, cuyas consecuencias perduran, si quisiera atribuirlas a la acción de un dios tendría que partir de un dualismo teológico que aceptase la existencia por un lado de un dios perverso, malo ¡que ya ven cómo va dejando el mundo! para contraponerlo a un dios bueno que parece por los resultados ¡y no quiero resultar irónico! tener un menor poder.

          Aunque haya esperanzas de futuro –quizá lejanas- de invertir ese orden para conseguir que  prevalezca lo bueno sobre lo malo. En una palabra, para que el beneficio logrado por un dios bueno -que hoy por hoy tiene que ganárselo a pulso- anule por completo el perjuicio que causa un dios malo a quien todo se le ha dado hecho. Y, si el Universo -la gente quiero decir- asume lo fraterno, el amor puro, lo desinteresado, lo bello, lo excelso... es decir, si trueca el orden actual haciendo desaparecer el mal de la Tierra menoscabando con ello el poder de lo perverso, eso habremos ganado. Todo lo dicho, reconociendo que es más atractivo -y por eso lo he expuesto así- atribuir los sucesos a un Dios cercano a nosotros más que al orden natural que hubo de adoptar la propia naturaleza cuando se constituyó a sí misma.

          Como es notorio, no estoy queriendo aclarar el génesis, la esencia de la creación, sino sólo sus consecuencias porque es menos arriesgado abordar el problema desde esta perspectiva. Intento entronizar, nada más y nada menos, y de forma definitiva si fuera posible, el bien en la vida de las personas porque eso nos conduciría a la paz, a la tranquilidad, a compartir lo que la vida ofrece, que es mucho, a condición de que la equidad  llegue a todos.

          Esa es, a grandes rasgos, la visión que los grandes “conductores” religiosos -Buda, Confucio, Mahoma, Jesucristo- nos han querido enseñar. Y esa es, sin más, la esencia metafísica que los citados conductores han querido sacar de la naturaleza del hombre y que creo que es lo mejor que le puede suceder al ser humano.

          Ser humano, que por otro lado y considerado sólo en su naturaleza material, es objetivamente eterno. Aunque presentando una “materialidad” con matices para que se cumpla en él la ley de la conservación de la energía que en su fórmula clásica dice: “la energía ni se crea ni se destruye sólo se transforma” o, lo que es equivalente, la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Y esto, de tal manera es así, que podría estar mirando lo que en su día fue un ser determinado -una persona, por ejemplo, en sus diferentes facetas- mientras culmina en un “pulvis es, et in pulverem reverteris”. Estoy hablando, para que se me entienda, de restos humanos incinerados o mezclados al aire con el de otros congéneres y todo ello formando cuerpo con la madre naturaleza - sea aire, tierra o agua- para mostrar una nueva configuración material -definitiva o casi definitiva- que no guarda semejanza directa con lo que fue en otro tiempo pero ¡que sí lo es!, sólo que con diferente aspecto para poder cumplir con la ley de la conservación de la materia.

          Lo que me lleva a hacer un planteamiento aparentemente irreal que podría tener encaje en lo que vengo tratando si nos preguntásemos ¿lo aparentemente inanimado de lo que estoy hablando, lo material que procede de la materia, valga la redundancia, no le dice nada a quién lo observa con atención y con fe? ¿No tiene lo inanimado ánima, valga el oxímoron, si somos capaces de captar su esencia, de imaginar cómo y qué fue? ¡Dejemos de lado las ensoñaciones!

          No estoy intentando crear doctrina. Aunque sí tenga la casi imposible pretensión de trocar maldad por bondad, única solución a una vida feliz en la que el dios bueno -hablo en términos esotéricos- prevalezca sobre el malo, el perverso. Que todo lo creado -objetos, plantas, animales, seres humanos- puedan beneficiarse de la bondad que pueda depararles un dios mediante sus influencias beneficiosas.

          Y todo eso, porque, pese a que al dios bueno aún le queda mucho por realizar, no hay duda de que va a ganarle la partida al dios malo. Básicamente, porque el progreso, particularmente el de la ciencia, está de su lado.    

          Esto es así, como lo demuestra el devenir de la vida misma donde unos acontecimientos nefastos -aunque también sucede en los gozosos- que les acontecen a las personas pueden ir seguidos de soluciones satisfactorias cuando damos tiempo al tiempo y cuando quienes los sufren tienen superioridad moral manifiesta.

          Así le ocurrió a un entrañable amigo mío, a quien quiero recordar ahora, porque viene a cuento con lo que acabo de exponer:

          Convivíamos en el mismo Instituto y en franca armonía, un grupo de jóvenes en los que mi amigo José Antonio era con mucho el más destacado. Atesoraba todo tipo de valores. Era el mejor dotado por la naturaleza, como se reconocía unánimemente, tanto por prestancia física como por sabiduría. Con óptimas condiciones para practicar de forma destacada todo tipo de deportes. Maestro Internacional de Ajedrez con reconocimiento Oficial. Socialmente poderoso porque su familia era la más rica del entorno. Varón único con tres hermanas más, mayores, con títulos universitarios al más alto nivel. Con el mejor carácter del mundo. Y especialmente, el mejor y más leal amigo.

          Nada de eso le sirvió cuando enfermó gravemente un aciago día en el que le diagnosticaron una severa enfermedad, mortal de necesidad a corto plazo. Padecía, le dijeron, una leucemia aguda mieloblástica.

          Aquello fue una locura que contagió a mucha gente porque estábamos en una sociedad cerrada, de reducido tamaño, relativamente interconectada. Su padre parecía el más afectado. Viajó con mi joven amigo por todo el mundo científicamente avanzado: París, Reino Unido, Alemania, Austria, Suiza, EE UU; en ninguno le dieron esperanzas. Había que regresar desahuciado a casa. Le visité de inmediato y lo hice a diario a partir de ese momento hasta el desenlace final.

          Me impresionó, y es lo que quiero plasmar ahora, la conversación que mantuvimos a su regreso. Al verle, me sorprendió una especie de irradiación que emanaba de él y que no sé si definirla como un aura aunque algo así debió ser. Notó mi estupor y serenamente me dijo que ya no le embargaba ningún temor. Que todo eso lo había superado tras un trascendental encuentro que mantuvo con un venerable sacerdote desahuciado como él, aunque por distinta enfermedad, al que conoció en el más famoso Sanatorio que había entonces en las altas cumbres suizas de Davos donde ambos coincidieron ingresados y a quien ingenuamente preguntó ¿por qué a mí que soy tan joven y no le he hecho daño a nadie me castiga Dios así? El sacerdote contestó: -lo que te ocurre es una cuestión de azar en el que eres la víctima accidental. Hoy por hoy, en la lucha entablada entre el dios perverso y el bueno, prevalece el poder -que es mucho aún- del maligno. Pero a no muy largo plazo verás que el ahínco puesto por la investigación médica, auspiciada y alentada por el dios bueno, va a dar su fruto y ésta y otras enfermedades dejarán de angustiar a los hombres. Nadie entonces podrá repetir tus palabras actuales. Por ti, nada puede hacer el dios bueno porque los dioses -buenos o malos- no tienen esa potestad y porque es muy posible que genéticamente hayas nacido con algún tipo de mutación que ahora se manifiesta de ese modo. Pero el dios bueno, sí está contribuyendo con su beatitud a que la vida vaya ordenándose hacia el bien, hacia la felicidad. La ciencia va a hacer el resto-.    

          -No podrás creerlo, querido amigo, pero no soy infeliz en estos momentos-, añadió José Antonio, -porque ahora sé que todos tenemos un tiempo de vida y que los que nos vamos antes, incluso jóvenes, abrimos el camino a la ciencia para que, cuando estos males se repitan en otras personas, ésta termine por erradicarlos de forma total. Esa, va a ser la gran victoria final del dios bueno, el de la bondad, a cuyo lado yo estoy, sobre el dios perverso, el de la maldad, del que siempre he abominado. Una utopía hoy, querido amigo, que va a terminar siendo una realidad cuando en el Universo finiquite definitivamente lo perverso -todavía muy arraigado- y acaben por conocerse y derrotarse todas las enfermedades. La vida entonces, con la salud física resuelta, tomará un rumbo opuesto al actual dirigiéndose hacia un inefable bienestar espiritual que, con seguridad, beneficiará a toda la Humanidad-.            

          Lo oí apenado porque, pese a todo, nada mitiga el dolor que se siente al perder a un querido amigo. Pero me dio pie a la esperanza. A que diga, de acuerdo con lo expuesto, que la vida material, tras su metamorfosis, no se va a acabar, pero tampoco la vida espiritual que va a perdurar indefinidamente. Aunque modificada tras el exitus letalis que va a dejar, aunque sólo sea flotando en el aire y sin que sepamos explicarnos cómo, un “algo” inaprensible, sutil y espiritual que nos cubrirá a todos, a próximos y a lejanos, a amigos y a no amigos, a buenos y a malos, para que, sintiéndolo trascendente, nos dé -desde esa esotérica atalaya espiritual, inaprensible y misteriosa- una esperanza que nos permita, captando su significado misterioso, encontrar los visos de realidad que ese “algo” pueda encerrar”.



          Así, de este modo, concluyó mi amigo que, desde ese momento, ha hecho vida benefactora completa y aunque prácticamente arruinado, con lo poco que le ha ido quedando ayuda a todo aquel que lo necesita. Es plenamente feliz con su actuación y no está dispuesto a cambiarla por nada del mundo. No ceja, además, en la lectura y en el conocimiento planteándose todo tipo de inquietudes sobre “lo profundo” porque eso sigue subyugándole. Es, hoy por hoy, un ejemplo de vida para sus coetáneos pero también para la juventud que no está acostumbrada a ver a personajes de esa laya.

          Con lo dicho, cierro un capitulo caracterizado por la conjunción de pareceres con  mi amigo, un gran profesional con quien he compartido, y sigo compartiendo, tantas meditaciones sobre asuntos humanos pero, también, sobre los divinos que me han permitido recrear, entre la realidad y la fantasía, esta pequeña historia de una vida. 

sábado, 2 de mayo de 2015

BILDERBERGIANOS



Dr. Antonio A. Hage Made

         ¿Quienes son esos bilderbergianos (permitan el palabro que utilizamos genéricamente para denominar no solo a los componentes del club Bilderberg sino también a integrantes de otras Sociedades, secretas o no, con estructuras y pretensiones parecidas) que -según cuentan- se han arrogado la dirección del Mundo?  

         ¿Quienes, por el hecho de pertenecer al grupo, creen -según los que les han investigado- que pueden mandarnos y dirigirnos disponiendo de nuestras vidas y de nuestras haciendas?

         Son, lo diremos en pocas palabras, reducidos grupos, generalmente influyentes y poderosos que, benefactores según ellos, tratan de imponer un Nuevo Orden a la Humanidad para que ésta alcance un adecuado y merecido bienestar.

         Pero son, según cuentan quienes les han investigado cuidadosamente, asociaciones ilegítimas que pretenden el poder con el fin de organizar a la sociedad -al mundo en realidad- en su provecho e interés porque se consideran seres superiores, privilegiados, que gozan de esa regalía.

         Dos concepciones contrapuestas, como se ve, de una misma realidad que para unos es puramente altruista, desinteresada, benefactora y, para otros, ilegítima, espuria e interesada forma de hacerse con el poder mundial.    

         La realidad de esas Organizaciones no admite dudas porque existir ¡existen! pese a que la mayor parte de nosotros nunca hemos tenido conocimiento claro de ellas; o no nos las hemos tomado en serio; o desconocemos su doctrina y sus objetivos últimos o, lo que es peor aún, dudamos que sean las detentadoras globales del poder pese a que -según cuentan quienes las han estudiado- ya han planificado el mundo a su antojo marcando los límites por dónde, en qué momento y en qué dirección debemos movernos los seres humanos corrientes.  

         Seres humanos corrientes, que vamos a pagar cara nuestra falta de información si no respondemos adecuadamente ante unas organizaciones implacables que desde su
prepotente y vil atalaya nos han tomado por lacayos de fácil manejo.

         Hasta tal punto son así las cosas, que -según se cuenta- ya han dictado su última y más inhumana consigna: la de acabar con los ancianos, con los enfermos crónicos y con los llamados “dependientes” porque ninguno de esos colectivos se valen por sí mismos, porque no producen nada y porque constituyen una onerosa carga que no debe ser asumida por el resto de la sociedad.

         Muchos hemos decidido -si las cosas fueran como los indagadores del asunto aseguran que son- resistir enfrentándonos a tan bien organizados y poderosos grupos. Personalmente, me planto, si es preciso en solitario, porque, provecto, veo que pueden venir a por mí. Aunque lo haga, en esencia, porque no me gusta una sociedad funcionando bajo lo que estimo una atroz norma de convivencia que pretende prescindir no solo del cuerpo sino también de lo más excelso del ser humano: de su mente que, cuando no degenera, enriquece y da auténtico sentido a la vida ya que es en ella donde reside lo fundamental del hombre (utilizando el colectivo genérico hombre en su acepción académica)        

         Con lo ya expuesto, podemos hacernos la siguiente pregunta ¿puede la Sociedad cómo tal permitir el expolio del hombre por sus semejantes manteniéndose sorda y ajena a tan grave asunto? ¿Habrá permanecido en esa postura por desconocimiento e incredulidad de lo que venia urdiéndose a sus espaldas aun cuando los hechos fueran tan demostrativos? ¿Lo habrá hecho por razones nada claras, en cualquier caso interesadas? ¡Quis novit!

          El club Bilderberg es, como poco, una de las diez sociedades secretas más importantes del mundo. Decimos “como poco” porque al tratarse de sociedades secretas no sabemos cuantas en realidad pueden existir. Las otras nueve -tomamos una  de las diferentes enumeraciones conocidas- son: los Iluminati, la Orden Martinista, el Opus Dei, los Masones, Rosacruz, los Templarios, Skull & Bones, El Priorato de Sion y los Magios. Aunque, con seguridad, hay otras muchas más.

         Del Club (que toma su nombre del hotel Bilderberg, situado en Holanda, en Dosterbeck, donde se celebró en 1954 la primera reunión del Grupo) se dice que no es exactamente una sociedad secreta, que es un club, sin más. Si así fuera, nos preguntamos, por qué en torno a él giran, íntimamente integrados, una constelación de centros de poder que incluye a Gobiernos y a Instituciones Supranacionales, caso de la Comisión Trilateral, el Fondo Monetario Internacional, el Club de Roma, el Foro Económico Mundial de Davos y otros dirigidos a su vez por minoritarios y seleccionados grupos de personas.

         Estamos, como se va viendo, basando nuestro trabajo, por un lado, en lo que dicen los detractores y, por otro, en lo que afirman los creadores de las diferentes y numerosas Organizaciones más o menos secretas. Esto es así, por qué ¿se puede hablar con rigor de un asunto que trata de ser mantenido en un arcano insondable y cuando, según axioma, los trabajos de una logia secreta solo alcanzan su finalidad si permanecen secretos?

         Partiremos para nuestra exposición de verdades evidentes que no necesitan de mayores explicaciones. Estas son:

         Que la creación y dirección de las agrupaciones de que hablamos están en manos solo de personas notables, influyentes por lo general, ricas, poderosas que ocupan un lugar destacado dentro de la política, la economía, la aristocracia o el poder militar. Que “cualquiera” no puede formar parte de las mismas. Que sus reuniones son estrictamente secretas hasta el punto de que nada que tenga valor intrínseco trasciende desde ellas al resto de los mortales. Que sus deliberaciones concluyen en consignas concretas que han de ser cumplidas. Que un pequeño grupo, integrante de las mismas, son instituciones financieras y bancos centrales que ejercen desde la sombra una enorme influencia sobre la economía internacional agrupadas como están bajo el manto del Banco de Pagos Internacionales; “banco central de los bancos centrales”. Que el poder político, mientras no se demuestre lo contrario, está siempre necesariamente subordinado al poder económico. Que estas asociaciones de poder, de las que conocemos solo sus nombres, no han podido librarse de la sospecha de ser agrupaciones conspiranoides. Que en sus reuniones anuales invitan a un número indeterminado y diferente de personalidades, accidentales asistentes, no pertenecientes al “núcleo duro” del Club.
   
         Nada de esto son conjeturas. Son evidencias que se corresponden con  la realidad y que cualquiera puede comprobar a poco que profundice en el asunto.

         Frente a esas “realidades evidentes”, existe el fehaciente testimonio de autores (nosotros hemos recogido los de C. Martín Jiménez, D. Estulin y T. Meyssan) que hablan abiertamente de “otras verdades evidentes” -indagadas por ellos- que, dirigidas por personas a las que ponen nombre y apellido, predican y quieren que se cumplan sus objetivos, sus consignas, basadas en un implacable, interesado e inhumano control sobre el resto de sus congéneres a los que desean llevar a un Nuevo Orden Mundial establecido bajo unos parámetros -que se exponen a continuación y que conviene leer detenida y cuidadosamente- que representan la caprichosa, arbitraria e inhumana postura de quienes sin avales en “valores superiores morales o científicos” pretenden inmiscuirse, mandando, en una sociedad que lleva mucho tiempo buscando por su lado la verdad, la trascendencia, la esencia de su propia naturaleza.

         Las investigaciones de los autores citados, y de otros coincidentes, afirman y acusan a los detentadores del Nuevo Orden -quienes naturalmente lo niegan- de querer dominar y dirigir el Mundo bajo los siguientes 15 postulados:

  1. Un solo gobierno planetario, con un único mercado globalizado, con un solo ejército y una única moneda, regulada por un Banco Mundial.
  2. Una iglesia universal, que canalice a la gente hacia los deseos del Nuevo Orden Mundial. El resto de las religiones serán destruidas.
  3. Unos servicios internacionales que completarán la destrucción de cualquier identidad nacional a través de su subversión desde el interior. Solo se permitirá que florezcan los valores universales.
  4. Un control de toda la humanidad a través de medios de manipulación mental, tal y como está descrito en el libro Technotronic Era (Era Tecnotrónica), de Zbigniew Brzezinski, miembro del Club. En el Nuevo Orden Mundial no habrá clase media, solo sirvientes y gobernantes.
  5. Una sociedad postindustrial de “crecimiento cero”, que acabará con la industrialización y la producción de energía eléctrica nuclear (excepto para las industrias de los ordenadores y servicios). Las industrias canadienses y estadounidenses que queden serán exportadas a países pobres como Bolivia, Perú, Ecuador, Nicaragua, etc., en los que existe mano de obra barata. Se hará realidad, entonces, uno de los principales objetivos del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte).
  6. El crecimiento cero es necesario para destruir los vestigios de prosperidad y dividir a la sociedad en propietarios y esclavos. Cuando hay prosperidad, hay progreso, lo cual hace mucho más difícil la represión.
  7. Cabe incluir en ello la despoblación de las grandes ciudades, según el experimento llevado a cabo en Camboya por Pol Pot. Los planos genocidas de Pot fueron diseñados en Estados Unidos por una de las instituciones hermanas de Bilderberg, el Club de Roma.
  8. La muerte de cuatro mil millones de personas, a las que Henry Kissinger y Davis Rockefeller llaman bromeando “estómagos inservibles”, por medio de las guerras, el hambre y las enfermedades. Esto sucederá hacia el año 2050. “De los dos mil millones de personas restantes, 500 millones pertenecerán a las razas china y japonesa, que se salvarán gracias a su característica capacidad para obedecer a la autoridad”, es lo que afirma John Coleman en su libro “Conspirators´ Hierarchy: The Story of the Committee of 300”. El doctor Coleman es un funcionario de inteligencia retirado que descubrió un informe encargado por el Comité de los 300 a Cyrus Vance “sobre cómo llevar a cabo el genocidio”. Según la investigación de Coleman, el informe fue titulado ”Global 2000 Report”; aprobado por el presidente Carter, en nombre de los Estado Unidos y refrendado por Edwin Muskie, secretario de Estado”. Según este informe, “la población de Estados Unidos se verá reducida a 100 millones hacia el año 2050”.
  9. Crisis artificiales para mantener a la gente en un perpetuo estado de desequilibrio físico, mental y emocional. Confundirán  y desmoralizarán a la población para evitar que decidan su propio destino, hasta el extremo de que la gente “tendrá demasiadas posibilidades de elección, lo que dará lugar a una gran apatía a escala masiva”.
  10. Un férreo control sobre la educación con el propósito de destruirla. Una de las razones de la existencia de la UE (y la futura Unión Americana y Asiática) es el control de la educación para “aborregar” a la gente. Aunque nos resulte increíble, estos esfuerzos ya están dando “buenos frutos”. La juventud de hoy ignora por completo la Historia, las libertades individuales y el significado del mismo concepto de libertad. Para los globalizadores es mucho más fácil luchar contra unos oponentes sin principios.
  11. El control de la política exterior e interior de Estados Unidos (cosa ya conseguida a través del gobierno Bush), Canadá (controlada por Inglaterra) y Europa (a través de la Unión Europea).
  12. Una ONU más poderosa que se convierta, finalmente, en un Gobierno Mundial. Una de las medidas que conducirán a ello es la creación del impuesto directo sobre el “ciudadano mundial”.
  13. La expresión del TLCAN por todo el hemisferio occidental como preludio de la creación de una Unión Americana similar a la Unión Europea.
  14. Una Corte Internacional de Justicia con un sólo sistema legal.
  15. Un estado del bienestar “socialista” donde se recompensará a los esclavos obedientes y se exterminará a los inconformistas y alborotadores.

         Propuestas que, grosso modo, ponen en evidencia:

         El cercenamiento progresivo de las soberanías nacionales y su transferencia a instituciones de carácter oligárquico y transnacional.               
  
         El dominio del hombre por el hombre hasta convertirlo en esclavo cuando previamente lo ha manipulado mediante bajos y oscuros intereses llevándolo a la
pérdida del sentido de la individualidad. Al vaciado de su alma de cualquier impulso generoso e idealista. A la  traición a sus íntimas creencias y al amor de aquellos a quienes ama.  



         La convicción de que son los líderes económicos y los grandes empresarios  quienes ejercen presión sobre los políticos para hacer valer sus propios intereses.

         La utilización de la fuerza para rematar al débil a quien conciben, primero, sin derecho a pensar, a disentir, a opinar; para, luego, negarle el derecho a existir.

         El tremendo error de ir al crecimiento cero y a la despoblación sin reparar que el hombre, sea cualquiera su categoría, es, por sí mismo, no solo un bien supremo de la naturaleza, es una necesidad para que la vida continúe y que si ésta se reduce drásticamente en su número terminará llevándose por delante también a los poderosos. ¿O piensan esos futuros “amos del mundo” que el trabajo de “los esclavos” -escasos al haber sido ser diezmados- van a realizarlos los artilugios mecánicos, los robots?

         Ante este panorama -que rememora a Gran Hermano- estamos perplejos, expectantes, confusos, como hombres corrientes que somos. Sin saber con seguridad que hay detrás de todo lo expuesto. Por qué, nos preguntamos, ¿vamos a ponernos en las manos “benefactoras” de los  futuros detentadores de todo el poder que quieren arruinar la vida del hombre corriente? O, sensu contrario, vamos a intentar que la vida del hombre siga su curso normal sin interferencias en su evolución natural.  

         Por si acaso, y porque los años nos han permitido ir conociendo a nuestros semejantes y a la sociedad en que vivimos, nos hemos puesto en guardia haciendo nuestras las jocosas pero gráficas palabras atribuidas a un conocido y brillante representante de nuestra transición política cuando dijo: “todos al suelo que vienen los nuestros”. Pues, eso ¡todos preparados ante lo que nos llega!  

         Mucho hemos meditado sobre el asunto que venimos tratando. Incluso, hemos pensado en constituirnos también en agrupación, como las espurias existentes, aunque con otra finalidad, con la de alcanzar el poder para con él ser real y auténticamente benéficos, claros, sin oscurantismos y, por ende, defensores del hombre corriente; en una palabra, de la Humanidad.

         Pero, esa meditación nos ha llevado a la penosa conclusión de que un grupúsculo más no es operativo. Que solo una idea, un sentimiento, que parta de lo más profundo del ser humano, puede salvar a la civilización actual a la que vemos huérfana de valores, con poco vigor y claudicante.  

         Aunque nada de lo que está pasando es nuevo en la vida del hombre. La Historia nos demuestra cómo ha existido siempre el afán de la sociedad por constituirse en estratos diferenciados donde unas personas, generalmente más ricas, sojuzgan a otras esclavizándolas, incluso, mediante el poder que da el dinero.

         La sociedad ha aceptado esa realidad aunque viendo -sorprendida y esperanzada- cómo en su seno, ocasionalmente, surgen seres -conocidos o anónimos- que revierten lo establecido alcanzando éxitos -pasajeros o definitivos- que permiten un alto temporal en el camino para indicarle al hombre corriente que hay otra forma de vivir. Han sido estos, destacados congéneres (eruditos, sabios, incluso honestos adalides militares) que en todos los tiempos han retomado temporalmente el curso de la Historia para enseñarle a la gente por donde debe transitar y bajo que principios inalienables debe vivir evitando dejarse gobernar -mejor diríamos conducir- por falsos profetas que no respetan la igualdad de los seres humanos. Es más, en alguna etapa ocasional de la vida -excepcional por otro lado- una sola persona ha conseguido convulsionar y cambiar el rumbo de la misma tras una decidida intervención fruto de una superior vivencia personal difícilmente entendible por el resto de los mortales. El mundo deja en esos casos lo cotidiano vislumbrando, entonces, nuevas, diferentes, trascendentales perspectivas. Estamos haciendo alusión, como se entiende, a personajes que cómo Jesucristo, Buda, Confucio, Mahoma, han dado un vuelco total en un momento dado a la existencia material de los hombres llevándoles a un más allá que les trascienda dando sentido a sus efímeras vidas terrenales permitiéndoles mantenerse en el vigor, en la ilusión, en la esperanza.
         Pero, todo eso es pura Metafísica con escasa cabida en el presente trabajo donde tratamos de poner en evidencia qué es necesario escapar de quienes quieren ordenar nuestras vidas mandando en ellas y haciéndonos, al parecer, sumisos esclavos de sus infames tramas por lo que aconsejamos, como sucinto resumen, profundizar en la propia existencia ya que es en ella donde podemos encontrar el particular asidero que nos permita afirmarnos en nuestro propio aunque efímero destino.

         Perseveremos, pues, aunque sea individualmente, en el enfrentamiento a los grupos de poder que, no solo llegan, sino que nos acosan. A las numerosas agrupaciones más o menos secretas que a semejanza de un Gran Hermano pretenden detentar todo el Poder Mundial para hacernos sus esclavos sin percatarse que el hombre corriente es más fuerte y tiene más valores morales de lo que ellos piensan.          

         

domingo, 25 de enero de 2015

METAFÍSICA DE ANDAR POR CASA
SOMERA VISIÓN DE LO HUMANO

Dr. Antonio A. Hage Made


La ciencia ha de frenar su imparable y espectacular avance. No decimos parar, decimos aflojar, aminorar su loca carrera hasta que el ser humano pueda volver a situarse a su vera o casi, encontrando en ella el acomodo que le permita compaginar la efímera vida de relación que le ha tocado vivir (que ha tenido que llenar con sus particulares recursos personales cuando es nada más ¡y nada menos! que un hombre corriente de a pie) con la de los ingentes conocimientos científicos actuales de los que va sabiendo cada vez menos ¡qué paradoja! al no existir proximidad entre los unos y los otros.

No es preciso recordar, por evidente, que la vida personal primitiva, y lo que en ella hubo de “ciencia”, caminaron juntas hasta que el hombre empezó a indagar en lo recóndito, entonces, el inicial paralelismo fue decantándose en favor de la ciencia que comenzó su particular andadura dejando atrás, aunque ayudando al ser humano que transitó desde ese momento por su particular camino, por el de lo cotidiano. Aunque aquí cabría hacerse una pregunta: ¿es que para vivir mejor hay que saber cada vez más?

Comenzaremos la parte esencial de este trabajo hablando en primera persona para resultar más inteligibles. Lo hacemos, ocupándonos en primer lugar del barrio -del sentimiento de pertenecer a un barrio- para ocuparnos después del pueblo y, más tarde, de la isla.

La defensa de cada una de esas etapas vividas fue en su momento intensa. ¡Nos peleábamos casi físicamente por lo “nuestro”! Competíamos barrio contra barrio, pueblo contra pueblo, isla contra isla. Así nos mantuvimos hasta que salimos a estudiar “fuera”. Inicialmente en una Facultad de una ciudad pequeña y aparentemente pobre donde mantuvimos nuestro amor al terruño en el que habíamos nacido y vivido porque nos dominaba un inexplicable sentimiento de superioridad que definitivamente perdimos cuando, para completar nuestra formación, nos trasladamos a una de las grandes urbes universitarias de nuestro País. En ella, entendimos por qué no se podía ser localista -¿nacionalista?- cuando nos integramos entre gente que tenían una rica historia que compartían y que nos acogió sin reservas de ninguna clase. Nuestra posterior formación académica y nuestras visitas temporales a otros países (de Europa, Estados Unidos, África) hicieron el resto, ampliando nuestro marco de entendimiento, de convivencia, convirtiéndonos en defensores decididos de lo universal. ¡Del gran valor de los seres humanos iguales que comparten idénticos o parecidos ideales!

Tras esa primera etapa de nuestra vida, conocimos una segunda. En ella vivimos la dureza de la vida cuando se transita con familia. Tuvimos, entonces, que luchar de forma competitiva en lo que nos tocó en suerte. Cada uno al nivel que eligió o al que la suerte le condujo. Nosotros en el terreno de la práctica médica, aunque hemos de reconocer que nuestro trabajo fue grato porque ejercíamos en lo que nos gustaba y, especialmente, porque contábamos, en general, con el favor de la gente. Nos aprovechábamos -aunque la palabra no sea la adecuada- de una profesión que tenía no solo la máxima repercusión en la vida de las personas sino la más alta valoración en la sociedad en general. En justa reciprocidad, dimos mucho. El “juego” de dar y de recibir forma parte esencial de la grandeza de la profesión médica a la que se puede acceder por diferentes motivos. En un alto porcentaje de casos, por el de la vocación y servicio a nuestros semejantes.

Vivimos entonces, paralelamente disfrutándola, una rica e intensa vida de relación desarrollando proyectos y actividades que nos produjeron muchas satisfacciones a nivel personal llenando una etapa tan rica que no nos permitía ni el sosiego ni el estudio en profundidad. Como seres humanos corrientes que éramos, creamos familia, tuvimos hijos y fuimos parte activa de la sociedad de nuestra época. Fuimos, en líneas generales, felices, aunque no calculadores crematísticamente hablando porque no nos aprovechamos de una vida material que por entonces “iba sobrada” y porque el horizonte de futuro quedaba muy lejano. Teníamos prácticamente de todo y casi todo estaba al alcance de la mano. Pero no supimos ser previsores, al contrario, dilapidamos. Muchos, incluso, vivieron por encima de sus posibilidades.

El ser humano corriente, ha evolucionado en su vida de relación de forma tan lenta que en él, y ahora, se repiten las virtudes y los vicios de sus antepasados. Porque veamos: ¿son hoy menos ambiciosos, menos interesados, menos individualistas, menos crueles, con menor apego a la comodidad y a la riqueza la gente de ahora a la de entonces? No, pese a que en su andar el hombre “corriente” -llamémosle así- se haya encontrado con idealistas, altruistas, iluminados, benefactores, etc., pero también con egoístas, interesados, prácticos, individualistas… que han podido influirle de forma clara en un intento de cambiar su forma de entender la vida, sin conseguirlo, porque el hombre corriente de hoy que es -como se ha dicho- el mismo de ayer, no quiere que terminen complicándosela. Pretende, como buen epicúreo que es, vivir en paz con su vida material resuelta, gozando de las excelencias de la misma con el menor número posible de contratiempos y, en general, con un fondo de egoísmo que le hace anteponer a sus allegados y a sí mismo a todo lo que no sea él y su entorno más o menos próximo.

Este hombre corriente, pretende alargar su vida, naturalmente, el mayor tiempo posible en las mejores condiciones y en la mayor felicidad. Para ello pide ayuda a la ciencia donde otros seres humanos -adornados de auténtica vocación- sí son solidarios, abnegados, y están entregados de lleno en la ayuda a sus semejantes. Es decir, un tipo de hombre éste que cada día sabe más de todo porque cada día profundiza y se entrega con más pasión a la sabiduría y al conocimiento. Dejémoslos de momento aparte, aunque señalando que la ciencia no conoce límites, que en su camino avanza inexorable y que eso la aleja, aparentemente, de la vida del hombre corriente en el que anidan sentimientos, pasiones, espiritualidades, etc., que no siguen el ritmo marcado por lo científico ya que su meta es el del beneficio de lo material, de lo humano, una vez encontrado un importante asidero en su trayectoria vital, el de las creencias, al que se ha aferrado porque le proporcionan esperanzas e ilusiones. Es éste, el de las creencias religiosas, el que idealizando su vida la ha hecho trascendente permitiendo que siga soñando mientras camina animoso junto a lo científico.

Podríamos detenernos aquí un momento para concretar lo que son, en parte, estos dos tipos de seres humanos. Unos, corrientes, viven para sí mismos. Otros, vocacionales, dedican su existencia a la ciencia a la que sirven con intensidad porque en ella encuentran su razón de ser que, además y como añadido, les permite acudir en favor del próximo ¿los llamaremos estoicos?

Con todo, ¡la vida que poco, o que mucho, le ha dejado al actual hombre corriente!: superficial cultura; gozo por vivir; sentimiento de trascendencia y ansias de un más allá al que le podría conducir lo religioso. Aunque todo ello quede en nada si la vida no resulta gozosa, si no existe sentimiento de trascendencia y si la religión no es su soporte fundamental.

Esta reflexión puede -de manera falsa y superficial pero, quizás, didáctica- dar sentido al presente trabajo si en él dividimos la existencia humana en estratos diferenciados. Científicos, artísticos, de los santos, de los seres humanos “corrientes”, etc., en los que unas vidas, en su deambular, son distintas de otras.

Todo ser humano nace vinculado a su genética que, cuando no sufre cambios importantes en su compleja combinación, reproduce gran parte de la vida de sus progenitores. Desde ella, se modula y desarrolla un nuevo y original organismo. Por esa razón, parece fuera de lugar el viejo dilema filosófico de ¿el hombre nace o se hace? O lo que es lo mismo: por el solo hecho genético que trae una persona al nacer, ¿se la puede considerar humana? Nosotros, creemos que sí. El hombre nace marcado por la combinación y recombinación correcta del ADN de un padre y de una madre. El medio en el que va a desarrollar su vida futura hacen el resto; lo que ocurre cuando lo filogenético termina por darle “fachada” a lo ontogénico. En él hay estructuras, sistemas y órganos que bien conocidos y ya desentrañados responden a razones de un desarrollo normal, pero existen, así mismo, sobre lo heredado y constitutivo, actitudes, afanes, deseos, posturas, sentimientos -temporales, o definitivos- que incardinándose en el ciclo vital material lo van modificando en un continuo construir y deconstruir.
Afortunadamente, como ha sucedido a lo largo de todas las civilizaciones, existieron y existen, paralelamente al alegre bienestar referido de los seres humanos corrientes, seres humanos preclaros que desde un primer momento han tenido una vida diferente, vocacional. Unos, artistas (pintores, músicos, escritores, etc.) bien dotados por la naturaleza, se han desentendido casi -cuando eran auténticos artistas- del medio que les rodeaba dedicándose a crear arte para su propia satisfacción y para la de los demás. Otros, investigadores científicos, dotados de convicciones y con voluntades de hierro se han dedicado a indagar sin desmayo en el logro de avances que condujeran a desentrañar lo desconocido. Otros más, por fin, practicantes de religiones, han intentado contagiar con sus sentimientos trascendentales a sus semejantes para que éstos pudieran entender y practicar una vida de santidad o próxima a ella.

Todo eso, lo científico, lo artístico y lo religioso es para nosotros, no hace falta repetirlo, lo preclaro de la vida. El ser humano encaja en una de esas tres categorías de hombre. Aunque, debemos añadir, sin querer entrar en contradicción, que también el hombre corriente si atesora virtudes propias de su naturaleza humana, es decir, de generosidad, de amor por sus semejantes, de pasión por la vida, de necesidad de convivencia, de fraternidad, de sentimientos, aunque sean difusos e imprecisos, de trascendencia, etc., se sitúa, también, en un nivel superior, asimismo, preclaro. Pero ha de atesorar esas virtudes porque no le queda otra cosa. Sin ellas, puede terminar transitando por la vida sin un sentido claro de la misma acabando en frustración, en pena, en pesar.

En ello estamos, pidiéndole como es natural, al hombre corriente que somos, bien poco. Solo vivir en paz, en armonía, en convivencia para no ver perturbada nuestra existencia que, si no va a ser trascendente, que sea, al menos, gozosa y eso no se puede lograr sin la implicación de todos. Sin alejar de la vida del hombre la desmedida ambición y sin actuar con un sentimiento fraterno sincero porque la vida, nos guste o no, es compleja y su sentido hay que buscarlo en los arcanos de la ciencia pero también, en los del alma humana. Nosotros, hombres corrientes de a pie, vemos, de momento al menos, a las religiones como las únicas con capacidad para cumplir esa alta misión. Aunque, ¡quizás algún día la ciencia pueda darnos una sorpresa!, ya que el arte bastante hace con alegrarnos la vida a través de sus muchas y variadas manifestaciones.

Con las religiones, las cosas son diferentes. Muchísimos las necesitan para dar sentido a sus vidas. A nosotros, que estamos en la contradicción, que somos viejos y que solo nos mueve seguir viviendo algo más de tiempo gozando de salud -el mayor bien de la vida física del hombre- no nos estorban, al contrario, las necesitamos porque nos apasionan, nos emocionan, nos permiten creer y porque pensamos que en un incierto futuro -más próximo que lejano- nuestras moléculas, nuestros átomos, si somos incinerados como queremos -o nuestros restos, si no lo somos- podrán llegar a mezclarse si son aventados con los de otros -conocidos o desconocidos- y con la propia tierra, madre de vida, prolongándonos en ésta de alguna manera. Para ello, echaríamos al viento también los restos de los camposantos. Los dejaríamos al aire para que pudieran fundirse o para que quedaran, al menos, en contacto próximo los unos con los otros.

Nadie ha expresado mejor nuestro pensamiento que Arístides Hernández Mora, el insigne poeta de mi pueblo de adopción, cuando escribió:


Yo quisiera al morir ser enterrado
en la fosa común, junto al hermano
que nunca conocí ni vi a mi lado
ir desnudo a la tierra como el grano.
De esta suerte mi ser desintegrado,
mi fósforo mi calcio diluidos,
darán guano a ese suelo despreciado
por larvas y raíces absorbidos.
Así al llegar la nueva primavera
en lenta savia hacía el ciprés subido
algo mío estará de lo que he sido
al sol y al viento de este Valle amado.
Tengo mi sepulcro familiar y siento
horror inmenso a ser allí llevado
a tan sórdido y lúgubre aposento
en un oscuro hueco sepultado.
Amo a la tierra, al árbol, a la brisa
Me someto a la ley de lo creado
nacer, crecer, amar todo deprisa
tanta que apenas llego, ya he acabado.


Y que conste, por si pudiera haber error, que nunca hemos negado la existencia de lo divino. Pero, esa es una cuestión que nos desborda y que nos hace ser, primero creyentes; después reflexivos. Creyentes, de un insondable problema para el que nadie ha encontrado, ni encuentra solución. Reflexivos sobre lo que otros han cavilado, escrito y propalado. Habrá que decir por ello, junto a lo ya manifestado, ¡que Dios ilumine el camino de nuestra larga o corta existencia! ¡Que la ciencia no ceje en la investigación! ¡Que el arte continúe deleitándonos! Conceptos estos que guardan puntos en común y del que priorizamos el apoyo espiritual porque es el que nos sirve de manera más clara en el duro transitar por la vida. Unas veces para gozar de ella, otras, para padecerla, pero siempre, para comprobar cómo nos atrapa llevándonos o a la cima de lo sublime o dejándonos caer estrepitosamente en el abismo.  

jueves, 8 de enero de 2015

DE NUEVO CON “LAS URGENCIAS”

Dr. Antonio A. Hage Made


Casualmente, porque suelo estar poquísimo tiempo ante el televisor, alcancé a ver y a escuchar hace unos días parte de un programa local en el que oyentes y quienes constituían el plató (familiares de enfermos, médicos, periodistas y sindicalistas, creo) criticaban abiertamente al Servicio de Urgencias del Hospital General y Clínico de Tenerife a raíz de un caso que lamentablemente fue seguido de exitus. Se añadía, que casos similares no eran infrecuentes y que las largas esperas con enfermos en condiciones precarias eran la nota dominante.

Como responsable importante que fui de la puesta en marcha del mismo, deseo dejar constancia aquí y ahora de la impagable labor que dicho Servicio prestó y, con seguridad sigue prestando a la sociedad canaria como hemos adelantado en esta misma web del Colegio de Médicos de fecha 2 de mayo de 2012, “LAS URGENCIAS”, UNA NUEVA ESPECIALIDAD MÉDICA que hoy complementamos y ampliamos.

Lo hacemos, particularmente, en reconocimiento de quienes han servido en él, a través de los años, dejándose allí la piel. Y no estamos expresándonos con terminología grandilocuente, ni mucho menos; corresponde a la realidad de un Servicio que en el momento de su creación fue un hito en la Medicina de Urgencias de nuestro País.

Hablamos de memoria, han pasado muchos años, pueden existir lagunas, lapsus, que, por irrelevantes, no modifican lo sustancial. Exponemos los hechos bajo los siguientes epígrafes:

El espacio físico y el personal:

En el año 1977, el Cabildo Insular de Tenerife decidió poner en marcha un verdadero Servicio de Urgencias en sustitución de los antiguamente llamados Cuartos de Curas o Salas de Urgencias de los hospitales en donde, con escaso personal y medios, se atendía a los enfermos. Dispuso para ello de un espacio físico del propio Hospital previamente construido, es decir, ya existente aunque en desuso, relativamente amplio, que en su día fue parte de la primitiva Facultad de Medicina. Convocó, al mismo tiempo, plazas de médicos en dedicación expresa a las urgencias y permitió que personal de la propia plantilla del Hospital (enfermeros, auxiliares de enfermería, administrativos, etc.) cambiara de destino y solicitara su incorporación al Servicio de nueva creación.

Cinco fueron los primeros médicos que, tras el correspondiente Concurso Público de Méritos, entraron a formar parte del mismo. Todos eran acreditados profesionales que venían del campo de la Medicina Interna. Uno, de la Clínica Universitaria de Navarra; otro, de Hospitales alemanes; dos, del propio Hospital Universitario de Canarias y, uno más, de los Servicios del Profesor Jiménez Díaz de Madrid.

Los enfermeros fueron seleccionados entre los que gozaban de mayor reconocimiento dentro del Hospital. Los auxiliares de enfermería, entre los más veteranos, los que tenían más experiencia y mejor disposición.

Nosotros, con la ayuda de los futuros componentes del Servicio, particularmente del enfermero jefe -prematura y penosamente malogrado- contribuimos desde el primer momento a su organización. Aconsejamos modificaciones y añadidos, hasta donde fue posible, para dejar el recinto en aceptable condiciones de operatividad y funcionamiento como vamos a ver.

Diseño propiamente dicho:

Al Servicio, situado a nivel de calle, se accedía desde un amplío espacio al que se llegaba directamente desde la autopista del norte de la isla y desde la carretera comarcal Cuesta-Taco. La puerta de llegada, expedita, estaba protegida por una especie de marquesina que resguardaba de las inclemencias del tiempo. La salida, expedita así mismo, volvía a comunicar con la autopista del norte y con la carretera comarcal.

La entrada daba directamente a un gran receptáculo en el que se aparcaban camas, camillas, sillas de ruedas, etc., y al que acudían de inmediato los auxiliares para hacerse cargo de los pacientes que llegaban por su propio pie o a través de los diferentes medios de locomoción. Desde el receptáculo de entrada se accedía, de forma directa, a una amplia zona de triaje.

En la zona de triaje, el equipo de enfermería se encargaba de hacer una selección previa y establecía las prioridades de quienes llegaban. En dicha zona existían, en acceso directo, seis amplios cubículos de atención inmediata. Uno, el más amplio y especialmente dotado, se destinaba a la atención de las urgencias mayores, es decir, a las especialmente graves y agudas que ponían en riesgo inmediato la vida de las personas. Otro, con material adecuado, también muy amplio, se destinó a pacientes con patología ósea que quedaban, por lo general, en manos de los traumatólogos. Los cuatro restantes eran cubículos que, con dotación normal, permitían historiar y explorar a los pacientes con cierto sosiego hasta decidir su ulterior destino.

Con puertas a esta zona de triaje quedaban: un aseo, un cuarto para guardar material de limpieza y un pequeño office en el que se podía preparar un tentempié para pacientes en tránsito o en observación; también, aunque excepcionalmente, para uso del personal de guardia del Servicio.

Desde la zona de triaje se llegaba como continuación de la misma, a través de un pasillo a una Sala de mediano tamaño destinada a albergar enfermos que quedaban a la espera de completar sus estudios; permanecían allí, en camillas, sillas de rueda o sillones, en vigilancia indirecta, aunque efectiva. En dicho pasillo existía un pequeño montacargas que en viaje de ida y vuelta comunicaba con el Laboratorio Central al que se enviaban las muestras de sangre y de otros fluidos y en el que se recogían los resultados que éste proporcionaba. A continuación, se instaló una Sala de Rayos -en habitáculo plomado y, por tanto, bien protegido- con un aparato multiuso. Frente a estas dos estancias estaba la puerta de entrada a una gran Sala de Observación, diáfana, con grandes ventanales al exterior y ocho camas monitorizadas a cuyo cuidado quedaba en atención permanente un enfermero que ocupaba un estrado que le permitía la cuidadosa vigilancia de todo lo que allí sucedía. Sala ésta que nos sacó de muchos apuros porque en más de una ocasión tuvimos que acumular en ella un número mayor de camas; habilitándola, por lo tanto, para la atención de un mayor número de enfermos.

Adosada a la misma, ocupando un espacio especialmente preparado para ese fin, estaban los aseos de enfermos; unos normales y otros especiales. Los especiales, dedicados a situaciones también especiales donde los pacientes indigentes, o los que llegaban en condiciones penosas, obligaba a seguir con ellos pautas sanitarias higiénicas previas al tratamiento médico propiamente dicho.

El aludido pasillo, terminaba en un fondo de saco en el que se colocaron sillones y sillas de rueda para atender a pacientes que quedaban a la espera de resultados y de toma de decisiones; en vigilancia indirecta, pero, así mismo, efectiva. Este fondo de saco tenía, por un lado, una puerta abatible que lo comunicaba con otro pasillo (que denominaremos semiprivado) y, por el otro lado, una amplia puerta que comunicaba directamente con el resto del Hospital.

La zona de triaje, parte central del Servicio, que hemos dejado atrás, comunicaba a su vez, a través de una puerta abatible, con el otro extremo del pasillo que hemos llamado semiprivado. Éste, seguía dirección paralela al primeramente descrito, con similar longitud, pero con diferente uso. En él se integraba todo lo “privado-administrativo”, vamos a llamarlo así. A saber: la administración propiamente dicha con personal que, alternándose, permanecía allí día y noche. Sala de espera para familiares con entrada regulada desde la calle que disponía de sus correspondientes aseos. La secretaría. Los despachos de los médicos y del personal de enfermería que fácilmente “transformábamos”, según las exigencias, en un único salón de actos (para clases, conferencias, sesiones clínicas, etc.). Al final de dicho pasillo estaban los aseos del personal del Servicio.

Recuerdo al respecto y como nota anecdótica, que los psiquiatras de guardia en presencia física a los que recurríamos (y cada vez recurríamos más a ellos porque cada día acudían más enfermos psiquiátricos al Servicio), usaban nuestros despachos porque en ellos podían realizar sus largas exploraciones y tratamientos -¡solían gastar horas con cada uno de los enfermos!- y precisaban de un ambiente tranquilo, de cierto aislamiento, alejado del ajetreo del resto de las Urgencias y solo allí lo encontraban.

El pasillo fue pronto adecuadamente acondicionado para albergar en él, bien clasificadas y atendidas por la secretaría, las copias -porque el original acompañaba siempre al enfermo- de las Historias Clínicas de todo el que pasaba por Urgencias. La Historia Clínica, fue la primera gran aportación que hicimos al Servicio. Nunca antes había existido Historia Clínica de Urgencias.

Desde el primer momento se “protocolizó” todo el trabajo mediante normas que concernían al personal y a la actividad que allí se desarrollaba.

Teníamos, cuando lo solicitábamos, el apoyo de todo el cuerpo médico de guardia del Hospital. Y se dispuso que los médicos residentes de los diferentes Servicios, que estaban completando su formación como especialistas, hicieran guardia -en presencia física y como parte de su formación- en nuestro Servicio.

Contábamos con Relaciones Públicas y con Vigilante Jurado las veinticuatro horas del día y teníamos comunicación telefónica directa con el exterior.

El esquema organizativo era, grosso modo, correcto. Al fin y al cabo, se había conseguido crear, bien estructurado y en funcionamiento, “un pequeño hospital dentro de un gran hospital”.

Las carencias:

Sin embargo, no estábamos satisfechos. En nuestro país no existían, porque no habían sido creados, ni programas de formación para Médicos Residentes propios de Urgencias ni Especialidad de Medicina de Urgencias. ¡A todo ello nos dedicamos desde un primer momento!

Creamos, en el seno del Colegio de Médicos de Tenerife, del que recibimos expresa felicitación, la primera Sociedad Española de Medicina de Urgencias (URGECAN) y pusimos en marcha el primer programa de Especialistas en Urgencias de nuestro país en el que, tras exámenes y pruebas prácticas previas y tras completar cinco años de formación, siete primeros médicos vieron refrendada su excelente preparación con el consiguiente Certificado Oficial que expidió el propio Hospital Universitario con el Visto Bueno de la Facultad de Medicina de la Universidad de La Laguna. Eso, les acreditaba como verdaderos Especialistas en Urgencias. El programa, a partir de ahí, se fue renovando periódicamente con nuevos aspirantes médicos.

Operatividad:

El Servicio, pese a lo bueno referido, nació marcado con otro grave problema que incidió y, al parecer, sigue incidiendo, en su operatividad. Trataremos de contarlo, adelantando que el asunto no resulta fácil de explicar.

Todo paciente, tras estudio y tratamiento en Urgencias, seguía uno de estos tres caminos: era, tras el correspondiente estudio, dado de alta más o menos de inmediato o después de permanecer en observación no más de veinticuatro horas. Era ingresado en alguno de los Servicios del Hospital (quirúrgicos, médicos, unidades especiales) previa información a los responsables de los mismos quienes se hacían cargo del enfermo en el propio Servicio de Urgencias. Era trasladado a algún otro Centro Médico externo.

Y, es aquí, donde aparecen los mayores problemas. Mejor diríamos ¡es aquí, donde se le crean los mayores problemas al Servicio de Urgencias! No por el primer supuesto, porque la Sala de Observación la manejábamos, al fin y al cabo, con total autonomía y podíamos acumular en ella un mayor número de camas, pero sí por los otros dos. Tanto por el de los ingresos que debíamos hacer a otros Servicios del Hospital como por el de los traslados que nos veíamos obligados a realizar a Centros extrahospitalarios. El de los ingresos a otros Servicios intrahospitalarios, porque se precisaba del Visto Bueno de los responsables de los mismos que, una de dos, o tardaban en efectuar el ingreso porque no disponían de camas o nos las denegaban aduciendo que la cama libre ya había sido adjudicada a un paciente de la especialidad que “tenían en su particular lista de espera y al que habían llamado para su ingreso inmediato”. El de los traslados extrahospitalarios, porque éste resultaba complejo y problemático dada la maraña y las trabas administrativas -y de todo tipo- que tan bien fueron montadas (?).

Los problemas señalados tenían una solución inmediata que no se quiso asumir. Ésta, venía dada por “vaciar” con rapidez el Servicio de Urgencias. Particularmente cuando estuviera a tope, sobresaturado, momento en que más lo necesitaba. Eso era factible, toda vez que el Servicio Canario de Salud ya se había hecho cargo de toda la sanidad insular y abarcaba, no solo camas de sus propias Instituciones, sino también las del propio Hospital Universitario y las de las numerosas Clínicas con las que tenía Concierto. Pero nunca hubo, repetimos, voluntad para ello. Inexplicable, porque la sanidad estaba experimentando un importante cambio y en ella las Urgencias eran una referencia asistencial de primer orden.

La situación era grave para nosotros que con personal con inmejorable preparación médica, como reconocían todos; que no solía equivocarse cuando indicaba un ingreso, como también reconocían todos, nos veíamos atados de pies y manos porque teníamos que “quedarnos” horas y horas con los enfermos y ¡hasta más de un día! aunque el paciente no sufriera desatención de ningún tipo al permanecer en la Sala de Observación atendido, medicado y con vigilancia profesional permanente.

Pedimos entonces, sin desmayo, que se diera solución a este gravísimo problema que como cuello de botella estrangulaba al Servicio de Urgencias que se veía obligado a acumular enfermos en lugares inadecuados. Si bien es verdad, que nunca escuché decir a nadie ¡porque eso nunca ocurrió! que los enfermos quedaban abandonados en los pasillos de tránsito o en lugares inapropiados, sin cuidados médicos de ningún tipo durante días. Incido con énfasis en esto último porque conozco la medicina de urgencias de los hospitales -particularmente del nuestro- y porque la deshumanización no forma parte del acto médico. Indáguese pues, por elevación, cuando se encuentren ante un caso que ofrezca dudas. No carguen sobre quienes -junto con los enfermos o más que ellos- sufren las deficiencias de nuestro sistema sanitario al que no se le cae de la boca decir que “tenemos el mejor sistema de salud del mundo”, lo que no es cierto. Tenemos, eso sí, personal sanitario comparable a los mejores del mundo y, particularmente, sufridos enfermos que están aguantando de todo. Lo demás, es pura palabrería.

Organización de la atención general de Urgencias:

Las Urgencias han venido sufriendo, como hemos adelantado, una transformación radical que incide no solo sobre los hospitales, incide sobre toda la estructura sanitaria que ya precisa de un cambio sustancial que pretendemos poner de relieve para su solución, mediante la argumentación siguiente:

Cuando alguien enferma acude, naturalmente, al médico. La tardanza en la atención cotidiana es hoy tanta y la demanda también tanta que el enfermo se ve obligado a recurrir a las Urgencias. En primera instancia, a las extrahospitalarias. En otras, ante la aparente gravedad y porque se impacienta, a las hospitalarias que en ningún caso la deniegan ni la desvían, al contrario, la asumen aunque estén sobresaturadas.

Los médicos que atienden las urgencias, especialmente los de los hospitales, son, hoy por hoy -particularmente los titulados como Especialistas de Urgencias- los mejores “generalistas” del País. Ningún otro profesional les supera en conocimiento, en preparación y en eficacia. A través de los años, han logrado situar a la Especialidad en lo más alto de la profesión, dejando de ser “los parientes pobres” de la Medicina. Están -ante la demanda y el rumbo que ha seguido la sanidad- en la cumbre de la atención médica. Se acabó, pues, el buscar en la Medicina de Urgencias, extra e intrahospitalaria, el refugio de médicos recién licenciados que sin especialidad reconocida ni experiencia de ninguna clase llegaban a esos Servicios usándolos como “trampolín” atentos a abandonarlos a la primera ocasión que se les presentara.


Una relativamente novedosa forma de atención médica urgente:

Vista así las cosas, nos atrevemos con una arriesgada y rotunda afirmación: ¡hay que sacar a las Urgencias de los Hospitales, conservando, no obstante, dichos Servicios hospitalarios tal y como están para que puedan seguir cumpliendo la alta función para la que fueron programados! Lo que no es una contradicción ni una ocurrencia como vamos a ver. Argumentamos para ello en lo vivido ¡años cincuenta, nada menos! en la Comunidad de Madrid.

No existían por entonces en nuestro País, ni las grandes Instituciones Hospitalarias, que aparecieron más tarde, ni los numerosos Ambulatorios que hoy posee el Servicio Nacional de Salud. Existían, eso sí, en cada uno de los diez o doce -según creo recordar- Distritos de la capital de España, unas muy bien dotadas Casas de Socorro; algunas, incluso, con camas para estancias cortas. Estaban atendidas cada una de ellas, todos los días del año, en turnos de día y noche, por dos médicos, dos ATS y un adecuado número de ayudantes en cada uno de los turnos de trabajo. El personal dependía de la Diputación Provincial de Madrid. Había accedido a sus puestos de trabajo tras duras y reñidas -según fue fama entonces- Oposiciones.

Esas Casas de Socorro, que habían nacido para el cuidado de enfermos de la Beneficencia Provincial, terminaron acogiendo a todo tipo de paciente; a extranjeros, incluso, como tuve ocasión de ver.

De los dos médicos a los que hemos hecho referencia, el más veterano se ocupaba del trabajo dentro del propio recinto. El de incorporación más reciente al Cuerpo, al que se le llamaba “médico de salida” que era generalmente el más joven, se encargaba de atender las urgencias domiciliares. Lo mismo ocurría con los ATS (los enfermeros de ahora). El personal de “salida” era trasladado en un pequeño coche con conductor a los domicilios de los pacientes.

Allí, se resolvía mucho. Las Casas de Socorro estaban bastante bien dotadas para la época y contaban con instalación radiológica y electrocardiográfica. Trataban gran parte de la cirugía menor (heridas, hemorragias, etc.), la traumatología (fracturas no complicadas ni complejas) y todos los casos médicos que le llegaban. Los pacientes con procesos especialmente severos o importantes eran remitidos, mediante ambulancias, a alguno de los pocos hospitales generales existentes (Santa Isabel, La Princesa, San Carlos...) o a algunos de los Equipos Quirúrgicos. Aclarando, que los grandes hospitales de entonces recibían muy poca urgencia directa; solo les llegaban accidentes muy severos y cirugía mayor.

Lo que parece conveniente hacer:

Todo lo últimamente dicho, es lo que pretendemos que se aplique aquí y ahora a las Urgencias. A imitación, mejorada si fuera posible, de lo que allí se hacía. Aunque, por supuesto, con matizaciones y utilizando los recursos actualmente existentes que son muchos e importantes. Especialmente los que pueden ofrecer los Ambulatorios de la Seguridad Social que dispersos por toda la geografía nacional están en condiciones de cumplir tan importante papel.

Pero eso ha de ser a condición de que cambien radicalmente su forma de trabajo y su relación inmediata con los enfermos y con los Hospitales. Hagamos de ellos, a semejanza de las antiguas Casas de Socorro de Madrid (decimos de Madrid, porque ni todas las Casas de Socorro ni todas las ciudades podían presumir de Servicios tan completos, al contrario), Centros operativos en los que los médicos generalistas, también los especialistas, en presencia física y en turnos de día y noche, estén obligados a atender de forma inmediata o casi inmediata todo lo que les llega y a que las urgencias domiciliarias sean tratadas, también sin demora, por esos profesionales ¿los llamaremos de salida?

Adaptemos lo bueno que tenemos ahora a la organización de entonces. Transformemos los Ambulatorios como si estos fueran, repetimos, las antiguas Casas de Socorro donde se resolvía mucho, bien y pronto. O creemos de novo, Centros periféricos de pequeño-mediano tamaño, con similar operatividad, en los diferentes Distritos, lo que consideramos, de momento al menos, poco viable y más costoso.

Los Ambulatorios en la Organización de las Urgencias:

Hagamos ambivalentes a los Ambulatorios, simultaneando en ellos su uso actual con el primer escalón de las Urgencias. Saquémosles partido porque tienen mucho personal bien cualificado y mucha, y muy completa dotación material. Que en ellos, no se demore ninguna exploración complementaría, salvo que haya que posponerla unas horas o un día porque la preparación previa del enfermo así lo exija. Que no se adscriban cupos a los médicos que tienen que atender de inmediato a los enfermos, pues todos ellos deben estar preparados en todo momento para todo lo que les llega. Que los medios complementarios de diagnóstico (análisis, radiología, incluyendo las sofisticadas de imagen, las endoscopias y demás) queden a disposición de los médicos las veinticuatro horas del día. Que las intervenciones quirúrgicas y los traumatismos, hasta un cierto nivel, sean tratados de inmediato en el propio Ambulatorio ya que éste dispone de cirujanos y de traumatólogos cualificados que podrían contar con algunas camas para estancias cortas. Que lo urgente que “sobrepase” lo establecido para esa cirugía, traumatología y demás, sea evacuado con prontitud hacía los Hospitales y hacia los Servicios de Urgencia de los Hospitales, usando las ambulancias y razonando los traslados, porque es en ellos donde se deben resolver los severos procesos médico-quirúrgicos. Finalmente, que las actuales plantillas médicas de los Ambulatorios puedan verse completadas con verdaderos titulados en Medicina de Urgencias; una Especialidad que, como tal, ha sido refrendada ya en muchos países.

El esquema de trabajo que estamos proponiendo trastoca con seguridad, lo reconocemos, todo lo anteriormente establecido y convierte a las urgencias no solo en la medicina de primera línea, que eso siempre lo fue, la convierte en la Especialidad más demandada por la sociedad. Y aquí cabe la pregunta, pero, ¿no es esto lo que lo sociedad pide?, ¿no se lo vamos a ofrecer cuando se trata de una realidad que hay que asumir y que los profesionales no tenemos más remedio que aceptar? Una realidad que, si es resuelta en el nivel que hemos expuesto, dejando que sean los Servicios de Urgencias de los Hospitales receptores solo de las complicadas urgencias mayores, va a permitir que la demanda urgente a esos Servicios -y a los propios Hospitales- descienda, permitiendo que allí se siga practicando la medicina que, por su alto nivel, les corresponde.

La medicina programada:

Cabría hacerse otra pregunta: la actual medicina programada, ¿dónde va a seguir siendo atendida? ¿En los Ambulatorios que ambivalentes, como se ha dicho, incluyan a ambas? Pues sí. Porque éstos, hoy por hoy, tienen, repetimos, una gran capacidad física, magnífica dotación material y suficientes y bien preparados profesionales. Pero, a condición de que ambos tipos de medicina caminen, dentro del mismo recinto, por circuitos diferentes. Las urgencias por lo ya explicado. Lo programado, a través de su propio circuito que podríamos denominar “sanitario-administrativo” o algo parecido, en el que los médicos, con sus cupos, con sus correspondientes auxiliares, en turnos solo de día, puedan seguir dando cumplida cuenta a lo concertado. A lo programado, que incluye estudio, diagnóstico y tratamiento, aunque también revisiones analíticas, tomas de constantes, consejo médico, etc.; así como al resto, de lo que hemos denominado médico-administrativo, en el que a los enfermos se les repite recetas, se les extiende partes periódicos de baja, de confirmación y de alta; se les remite a los especialistas correspondientes etc. En una palabra, se les ayuda en los trámites de cada día a través de “su particular vía, de su circuito”, diferente al establecido para lo urgente. Circuito de lo concertado que puede continuar resolviendo, pues, los problemas médicos y paramédicos del día a día.

Síntesis de lo que se propone para la Medicina de Urgencias:

Lo expuesto, nos permite afirmar: la persona que enferma repentinamente, con enfermedad banal o grave, debe ser atendida con rapidez ¿con urgencia, diríamos? porque ni puede ni debe ni quiere esperar. El aserto, permite la aclaración siguiente: la Medicina de Urgencias ha alcanzado una nueva dimensión. En ella, los médicos, y, naturalmente, los enfermos, son los protagonistas principales. Aunque hayan sido estos últimos los principales impulsores de la misma al haber establecido quién y en qué momento se debe acudir a las Urgencias. El médico, ha aceptado el reto. La Administración sanitaria no puede quedar a la saga. Ha de poner todos los medios a su alcance para tratar de paliar la enorme demanda de atención médica inmediata que ya es mucha y muy exigente y que incide especialmente en los Servicios de Urgencias de los Hospitales y, por ende, en el resto de la sanidad.

No olvidemos que la frecuentación de las urgencias hospitalarias en España se estima (datos tomados del Ministerio de Sanidad y Política Social) en 585,3 urgencias por cada mil habitantes, con un porcentaje de ingresos del 10,5 %; que el 80 % de los pacientes acuden a las urgencias hospitalarias por iniciativa propia; que la estimación del uso inapropiado de las mismas llega hasta el 79 % y, que el 80 % de los pacientes atendidos en dichos Servicios fueron dados de alta y remitidos a su domicilio. Todo ello, obliga a recapacitar seriamente sobre el problema tan grave y a manifestar: ¡qué porcentajes tan demostrativos! ¡Cuánto ahorro -según esos datos estadísticos- para las urgencias hospitalarias y para los propios Hospitales, en consultas, en ingresos y en camas!

Addenda aclaratoria:

La lectura de este trabajo no debe conducir a malas interpretaciones. En él hemos tratado de poner en evidencia quién ha “llevado” a las Urgencias, llamémoslas cotidianas, a su estado actual, una vez visto que el conflicto nace por el abrumador uso que de ellas se hace cuando falla estrepitosamente la organización primaria de la sanidad pública que cita a los enfermos para consultas y, especialmente, para pruebas complementarias diagnósticas, con tardanzas de días, de meses y hasta ¡inexplicable! de años! ¿Qué se ha de hacer ante esas situaciones? ¿Acudir a la sanidad privada que, costosa, atiende con mucha más rapidez? No; ¡exigir atención inmediata!; la que solo se encuentra en los Servicios de Urgencias que, afortunadamente, nunca la deniegan. El paciente, en esos casos se toma, digámoslo en un tono casi jocoso, la “justicia por su mano” y la utiliza.

Ese, es el nivel en el que tratamos a las Urgencias en el presente trabajo ya que en nuestro país -y en el resto del mundo- existen, por elevación, unos Servicios Especiales de Urgencias que dan cumplida y cabal cuenta de las Urgencias; de todas. Pero, esa es otra cuestión a cuyo frente y con total eficacia se han puesto los SAMU y otras organizaciones, que utilizan el mismo o parecido acrónimo, que sí han sabido estar a la altura de los tiempos al haberse definido y actuado como “un servicio médico integrado que permite a todas las personas poder recibir asistencia de manera oportuna y con calidad, cuando se presenta una urgencia o una emergencia, en el lugar donde se encuentra, de manera rápida, eficiente y gratuita”. Definición en la que cabe, por supuesto, nuestro presente esquema organizativo. Aunque lo de los SAMU da, por su extraordinaria importancia, para muy extensos trabajos que ya recogen numerosísimas publicaciones.

El problema de las Urgencias, da para mucho. Es hoy, una prioridad por su propia naturaleza de urgente -valga lo redundante- pero también y especialmente por la incidencia que ejerce sobre el resto de la sanidad a la que condiciona. Ocuparse de ella, particularmente en programas de divulgación o de opinión, ha de ser siempre bajo el rigor y bajo la información mejor documentada. No nos gusta dar consejos a nadie pero sí pedir prudencia y cabal conocimiento de lo que se habla en público en un momento en el que la sociedad parece haber entrado, en líneas generales, en el “todo vale; todos pueden opinar de todo”. Máxime, cuando en ella se implica a profesionales no solo cualificados, sino, especialmente, abnegados.

Con una acotación final que nos parece oportuna exponer ante pacientes y familiares: ¡mesura, buen uso de las Urgencias, porque del buen tino con el que éstas sean demandadas, así va a ser la respuesta que, en justa reciprocidad, van a recibir de ellas!