Carta del Colegio Oficial de Médicos. Año 1970
Después de más de 50 años de ejercicio profesional, he sentido la necesidad de plasmar mis experiencias a través de escritos genéricos sobre asuntos médicos.
miércoles, 4 de mayo de 2016
miércoles, 13 de enero de 2016
Don Tadeo de El Hierro
Práctica reproducción, con escasos añadidos, a un artículo de Ander Izaguirre publicado en el periódico El Mundo el 10 de Diciembre del 2015.
Don Tadeo tuvo una idea. Cortó varias piteras (1) -las hojas largas, duras y acanaladas del agave (2) - y montó un acueducto rústico desde el techo de brezos (3) hasta un aljibe en el que solían recoger lluvia y que estaba seco desde hacía meses. En pocas horas se llenó con el goteo de la niebla (5).
-Les dije a mis vecinos que les llevaría agua hasta sus casas, si me dejaban unas planchas de zinc, las que usaban como techo de las cuadras.
Montó las planchas para recoger más agua de los brezos, instaló una tubería que le cedió el Ayuntamiento y consiguió un chorro que bajaba desde la montaña hasta el pueblecito de Tiñor: daba 14 litros por minuto. En plena sequía, Don Tadeo ordeñó la niebla y salvó a sus vecinos.
Don Tadeo insiste en que no inventó nada. Él simplemente observaba nubes (6) y leía libros.
-A mí me llaman el sabio de El Hierro y yo lo que soy es un ignorante muy grande. Ahora me estoy muriendo, pero molesto a la gente con preguntas porque quiero saber un poco más. Casi no fui a la escuela, sólo aprendí a leer y las cuatro reglas, pero leía mucho, sobre todo El Quijote y los libros de Historia.
Yo sabía que los bimbaches (7) sacaban agua de la niebla. Lo contaron los primeros conquistadores europeos, los normandos Bethencourt y La Salle, y muchos se lo tomaron a chufla. A principios del siglo XV explicaron que en la isla de Ezero, hoy El Hierro, los aborígenes bimbaches tenían «un árbol sobre el cual todas las tardes se sienta una nube blanca, que destila agua por las hojas abajo, de la cual beben los vecinos y todos sus ganados». Las crónicas castellanas, cien años después, repitieron la historia de la isla «seca y estéril» a la que Dios había provisto con un «árbol milagroso» que daba agua. Los nativos lo llamaban garoé (8) y excavaban estanques en su base para acumular el líquido. Pero El Hierro era la isla más occidental, el fin del mundo conocido, un territorio casi mitológico. Y la historia del árbol milagroso sonaba como tantos relatos de los mundos recién descubiertos: pura invención, para autores racionalistas como Feijóo.
No era magia, no era leyenda. Es física, sencilla y hermosa: los vientos alisios (9) chocan con la cara norte de El Hierro, el aire húmedo sube por la ladera y se va condensando un mar de nubes. El árbol garoé crece en un emplazamiento perfecto: a mil metros de altitud, en la parte más alta del barranco de Tigulate, una hendidura por la que sube la niebla desde la costa hasta la montaña. Es un tilo, árbol tiliáceo (árboles y arbustos de regiones templadas y tropicales, con hojas alternas, flores en cimas complejas en las axilas de las hojas y frutos en nuez o en cápsulas cuyas flores son la tila, flor del tilo) de tronco esbelto que se abre en una copa amplia y ramificada: ideal para atrapar el vapor, que se condensa en las ramas y empieza a gotear. El árbol está siempre empapado, rebozado de musgo, sobre una tierra húmeda, blanda, olorosa. Y en su base se ven las albercas excavadas por los bimbaches, depósitos de tres y cuatro metros de profundidad, donde se acumulaba -donde se sigue acumulando- el agua del árbol milagroso.
Un ventarrón derribó el garoé legendario en 1610. El tilo actual lo plantaron en el mismo sitio en 1949, poco después del experimento de Don Tadeo con los brezos. Y hubo otros atrapanieblas en los años posteriores que observaban las brumas (nieblas, especialmente las que se forman sobre el mar) elegían los árboles adecuados y excavaban depósitos debajo de ellos, como cuenta el ingeniero Isidoro Sánchez. Habla de la sabina (10) del pastor Juan Bartolo, que obtenía agua abundante para sus rebaños, o la sabina del guarda Zósimo Hernández, que recogía miles de litros en dos depósitos, para dar de beber a los cientos de romeros que cada cuatro años cruzan la isla bailando y portando a hombros la imagen de la Virgen de los Reyes.
Los herreños dependían del ingenio de un pastor o de un guarda para no pasar sed. Y no tenía por qué ser así. La sed era una consecuencia política, consecuencia de una cierta organización social, según el geógrafo Carlos Santiago Martín.
En las zonas medias y altas de El Hierro llueve tanto como en Pamplona, Burgos o Huesca. Pero la isla es muy joven: un montón de rocas volcánicas que acaban de emerger, un terreno que aún no se ha compactado, y las aguas se escurren por las grietas hacia el subsuelo. No hay ríos, no hay lagos, pero bastaban unos pozos para extraer agua abundante de los acuíferos. Martín explica que los grandes propietarios de tierras de El Hierro nunca quisieron invertir en tecnologías hidráulicas y que frenaron cualquier amago de obra pública. Con los pozos escasos que ellos controlaban, les bastaba para mantener su ganado y sus cultivos, incluso vendían agua a los campesinos. «La posesión de agua es una extraordinaria herramienta de poder», escribe Martín. En la década de 1970, cuando algunos propietarios quisieron ampliar la producción de plátanos para exportarlos, se perforaron los primeros grandes pozos. Hasta entonces, los herreños se las apañaban con métodos rudimentarios: acumulaban agua en los huecos de los troncos, en pequeños estanques en el monte, en los patios de las casas. Y cuando llegaba un año seco, ¡ay!
-Teníamos que bajar con una garrafa hasta la fuente de Timijiraque, que está en la orilla del mar, llenarla y vuelta -dice una anciana en Casa Goyo, el bar que está cerca de la casa de Don Tadeo, a mil metros de altitud sobre el mar, a mil metros sobre la fuente.
Medio siglo después, Ricardo Gil es capaz de ordeñarle miles de litros diarios a la niebla con un invento sencillo, y también se lamenta de la falta de apoyo para desarrollarlo. Gil nació en Venezuela hace 54 años, hijo de una de aquellas parejas canarias que precisamente emigraron por las sequías, la pobreza, la falta de oportunidades, y ahora vive y tiene ideas en Tenerife.
Muy cerca del árbol garoé, en la cumbre de Ventejís, se levantan seis rectángulos verdes como seis fichas de dominó, de cuatro metros de altura. Son los captadores de niebla inventados por Gil: estructuras de aluminio envueltas en una red mosquitera. Se inspiró en las redes atrapanieblas que tendían los chilenos en el desierto, y desarrolló este modelo tridimensional que resiste vientos más fuertes.
-Cuanto más veloz pasa la niebla, más gotas deja en las mallas. Antes había que plegar los captadores en cuanto soplaba un poco fuerte, pero nuestro modelo soporta vientos de alerta naranja, hasta 70 km/h. Y gracias a eso hemos pasado de recoger una máxima de 140 litros diarios con un captador, a recoger 1.350.
El goteo de los seis captadores de Ventejís se acumula en una gran piscina, como reserva para incendios. Pero Agua de Niebla, la empresa de Gil, también obtiene agua para consumo humano en los 27 captadores que colocaron en Gran Canaria. Empezaron a embotellarla y venderla en 2014, con el nombre de Alisios.
-Es un agua muy pura, porque la recogemos de las nubes sin que toque el suelo. Así que tiene muy pocos minerales. Por eso es un agua perfecta para hacer té o café, porque no añade nada al sabor original. Y estamos haciendo pruebas para producir cerveza con agua de niebla, también ginebra, whisky, vodka.
Recogen el agua de niebla en las Canarias, pero Gil dice que sería fácil instalar «huertos hídricos» en muchos otros lugares.
-Llegamos a recoger 35.000 litros de agua potable en un día, en una superficie de apenas 350 metros cuadrados. Eso se podría multiplicar mucho. Y es una tecnología sencilla y baratísima, que no consume ninguna energía, no produce residuos, no agota los recursos hídricos. Tiene un potencial enorme. Pero necesitamos estudios, un mapa de nieblas, necesitamos financiación para fabricar más captadores y permisos para instalarlos... Tenemos un recurso muy abundante, sabemos obtenerlo de manera sencilla, solo falta que nos hagan caso.
Yo no inventé nada, dice Gil varias veces, sólo copié a la naturaleza: viento, niebla y un obstáculo para que las gotas se condensen.
-Yo no inventé nada -dice Don Tadeo, incorporado en su sofá, agarrándose al andador-. Se gastan millones para llevar agua de un sitio a otro, y en las cumbres se está perdiendo toda esa agua de niebla que podría bajar sola. En la montaña la niebla viene rabiando. Hasta las pestañas producen agua, cuando la bruma -niebla- choca con ellas. Sólo hay que recogerla.
1.- pitera: pita, planta amarilidácea (nombre aplicado a las plantas de la familia de la amarilis y del narciso, con bulbo o rizomas y flores solitarias o en umbela; ornamentales muchas de ellas) oriunda de México, de hojas radicales grandes, carnosas, en pirámide triangular, con espinas en el margen y en la punta, color verde claro, y flores amarillentas en ramilletes sobre un bohordo (tallo que sale del centro de una planta herbácea sosteniendo la flor; como el lirio o el narciso) central o pitón, que no se desarrolla hasta que la planta tiene ya muchos años, pero entonces se eleva en pocos días a la altura de seis o siete metros. Vive en terrenos secos (Agave americana). Aunque también es conocida esta planta en las islas con los indoamericanismos henequén y maguén (este último en Tenerife, procedente de la voz taína -voz que se aplica a los individuos de un pueblo indio que habitó en las Antillas, así como a su lengua o sus cosas- maguey) tradicionalmente la denominación más frecuente ha sido la de pitera.
2.- agave: nombre común de diversos arbustos de la familia amarilidáceas género Agave. Es una planta crasa, de gran tamaño y con hojas carnosas. Originaria de América tropical, crece en las regiones cálidas y mediterráneas. Con sus hojas se fabrican fibras textiles y con su savia se elaboran diversas bebidas alcohólicas (pulque, tequila y mezcal).
3.- brezo: nombre común de diferentes arbustos de la familia ericáceas, género Erica. Se caracterizan por sus hojas aciculares persistentes, flores blancas o rosadas y frutos capsulares. Suelen crecer formando grandes matorrales, que constituyen la etapa de sustitución de las formaciones arbóreas cuando éstas se degradan.
4.- ericáceo: se aplica a las plantas de la familia del brezo y del madroño, que son principalmente arbustos o arbolitos con especies en todo el mundo, de hojas simples, a menudo persistentes, flores en inflorescencias y fruto en cápsulas o baya.
5.- niebla: nube en contacto con la tierra y que oscurece más o menos la atmósfera.
6.- nube: agrupación de pequeñas gotas de agua o cristales de hielo suspendidos en la atmósfera que se forman por la condensación, sobre partículas en suspensión, del vapor de agua procedente de la evaporación del agua de mares y otras grandes masas acuosas. La presencia de agua o hielo depende de la temperatura atmosférica.
7.- bimbache, bembacho, bimbacho, bimbapa, bimbape, bimbapo (De origen prehispánico). Antiguo habitante de la isla de El Hierro cuando fue conquistada.
8.- garoe o garoé, gan, garao, garoa, garre, garsé, haroe: árbol mítico que según los historiadores destilaba agua la cual se recogía en una alberca colocada al pie. “Árbol Santo”, así llamado por los conquistadores, que ofrece la propiedad, hoy perfectamente explicada por la ciencia, de condensar las nubes que besan sus altas copas, produciendo regular cantidad de agua cuidadosamente recogidas en unas piscinas de toba o tosca -concreción caliza muy porosa formada al depositarse la cal que llevan las aguas de algunos manantiales en los sitios por donde pasan- labrada en su subsuelo y cuya porción era bastante para subvenir las necesidades del entonces reducido vecindario herreño.
9.- alisios, vientos: vientos fijos que soplan en la zona tórrida (aplicado al clima o a la temperatura y a los países por ellos, extraordinariamente calurosos por estar en la zona geográfica situada a ambos lados del Ecuador), procedentes del nordeste o del sudeste según el hemisferio.
10.- sabina: cedro de Canarias, árbol cupresáceo que puede alcanzar hasta los quince metros de altura, endémico de Canarias y Madeira, de tronco grueso y torcido, corteza fisurada, ramas más o menos colgantes, muchas veces deformadas por el viento, y madera liviana, resistente y olorosa.
11.- cedro: nombre común de diversas especies arbóreas pertenecientes a la familia pináceas, género Cedrus. Se caracterizan por su tronco grueso y derecho, ramas horizontales, hojas aciculares persistentes agrupadas en fascículos y piñas erectas con escamas caedizas. Nombre común de diversas especies arbóreas pertenecientes a los géneros Juniperus y Cedrela.
sábado, 19 de septiembre de 2015
PRESENTACIÓN
PRESENTACIÓN.-
Razonando sobre parte de lo expuesto,
he llegado a la conclusión de que el nombre de mi padre no era como figura en
el acta de nacimiento extractada que dice: Toufic Hajj, intercambiado luego este
último por Hage o por El Hage; era, y así debió haber sido registrado, Toufic Darwiche
Hage, o El Hage, como en alguna ocasión escuché que lo llamaban, si no me
equivoco al interpretar estas cuestiones (El prefijo El y Al, que en español son
nuestro articulo el, la, las, los... se solía añadir a los nombres árabes, aunque
su uso haya decaído).
Mi mujer, merece tratamiento aparte.
Es una aragonesa con las virtudes de su raza que yo resumo en el valor y en las
convicciones. Ha trabajado incansablemente sin haberle escuchado una sola
queja. Ha ayudado siempre a cuantos lo han necesitado. Ha disculpado todas las
debilidades y nunca ha vuelto la cara ante los contratiempos que ha procurado resolver
sola sin pedir nada a cambio. Sin su apoyo, sin su cariño, sin su entrega; “sin
ella”, en una palabra, la familia hubiera sido otra cosa. ¡Gracias, María Cruz,
por cuanto nos has dado!
ABDO ANTONIO HAGE MADE
Soy médico, por la Facultad de
Medicina de la Universidad Central de Madrid.
Promoción de 1956.
Segundo hijo, con dos hermanas, de
padres libaneses.
Natural de Las Palmas de Gran Canaria.
Tengo nacionalidad española.
Nací el día 17 de Julio de 1932. Fui
bautizado en la Basílica de la Villa de Teror, según consta en el acta de
nacimiento que Certifica D. Agustín Manrique de Lara y del Castillo Olivares,
Juez Municipal del Distrito de Vegueta de la Ciudad de Las Palmas.
Posiblemente por problemas que los escasos
residentes libaneses de entonces, encontraron para trasladar palabras y
escrituras genuinamente árabes al español, quienes, para añadir mayores dificultades,
no contaban con representación oficial de ningún tipo en las Islas ya que el
Consulado del Líbano fue creado en Las Palmas muchos años más tarde, aunque seguro
que por otras razones más que se me escapan, fui inscrito como “Abdu Antonio
Hague Diud, hijo de D. Toufic Hague Zaive y de Dª Louisa Diud Morón; siendo sus
abuelos paternos D. Darwich Hague y Dª Rosa Zaive y por la materna de D. Made
Diud y Dª María Morón”.
Permítanme dejar constancia aquí, de
unos datos entresacados de los pocos documentos familiares que poseo con los que
intento encontrar ayuda en la búsqueda de nuestra genealogía y de los nombres
con los que somos conocidos. Y, todo ello, porque lamentablemente e ¡imperdonablemente!
no fui capaz en su momento de analizar y de concretar con mis progenitores un
asunto que a estas alturas de la vida estimo apasionante conocer.
En resumen, son los que siguen:
Acte de Baptême:
Le père Antoine Hajj après avoir
consulté le registre des Baptême de la communauté Aintoura Metn a constaté que
Toufic Fils de Darwiche Moussa Farès Hajj et de Wardeh Farès Zouheib a reçu le
saint Sacrement de baptême...
En date du dis du mois de Décembre l‘an
mille neuf cent cinq, a reçu le Saint Sacrement de baptême la nommée Luoise
fille de Daoud Yousuf Françis Maddi, et de sa mère Badoura fille de Sassine
Maroun de Bitneri...
Acte de Mariage:
Moi, le curé Girgis Mouhanna Curé de
la Paroisse Saint Elie Jisr El Pache du Diocès Maronite de Beyrouth, atteste d´après
le registre de l´Eglise que Monsieur Toufic Hajj du village d´Antoura Matn. a
recu la bénédiction nuptiale avec Loisa Fille se Daoud Francis de Bet- Mirri du
curé Nemettallah Libanais, le parrain était Nicolas Touma, la marraine Chamesse
Fille de Assad Zokeib, en date du 18 Juin 1920...
Mi pequeña familia adoptó, en su
momento, la filiación oficial que se seguía en España, es decir, nombre y dos
apellidos; tomados, uno del padre y otro de la madre, lo que no era coincidente
con lo habitual en el Líbano.
Nuestra filiación, la de mis dos
hermanas y la mía, quedó definitivamente establecida de la siguiente manera:
Paulina, Abdo Antonio y Teresa Hage
Made.
Llevar a estas alturas a sus justos
términos, aclarándolos, asuntos genealógicos tan complejos y confusos, con las limitadas
pruebas documentales y la falta de cooperación que poseo, me parece una ímproba
labor que no estoy en condiciones de alcanzar
porque necesitaría de una información adicional que ni está en mis manos ni veo
el modo de obtenerla, porque mis padres no están ya con nosotros y porque la
familia se encuentra muy dispersa, en gran parte fuera del Líbano, porque muchos
libaneses de entonces como es bien conocido fueron emigrantes laboriosos y
serios que encontraron su El Dorado y una alta consideración fuera de su País.
Permítanme que continúe la
Presentación y que deje para más adelante las aclaraciones que he dejado pendientes:
Joven, con dieciséis años, salí de
Canarias para iniciar mi formación profesional.
Llegué a la Universidad, fuera de las
Islas, con mi documentación oficial donde se reconocía que mi nombre era Abdo
Antonio Hage Made. Así empezó a tratarme la nueva y numerosa gente que fui
conociendo y que encontró más fácil llamarme Antonio que Abdo; lo contrario a
lo que sucedía con mis condiscípulos canarios que siguieron empleando preferentemente
el Abu con el que me habían conocido.
La mayor satisfacción de mi paso por
la Facultad de Medicina la obtuve de la enseñanza profesional y el ejemplo que recibí
del Profesor Jiménez Díaz en su Escuela Médica de Madrid que estaba en la
cumbre de la medicina en nuestro País.
Allí permanecí durante siete años.
Tres como alumno interno y cuatro más como médico con la categoría de Jefe
Clínico intentando aprender todo lo que la Medicina Interna ofrece al más alto
nivel. En particular, la que enseña en sus Sesiones Clínicas donde se ve de
todo: lo sencillo y lo complejo; lo habitual, estudiado y enriquecido en discusión
abierta y lo excepcional nunca visto.
Terminada mi preparación ¡hasta donde
se termina una preparación de esta categoría! decidimos mi mujer y yo, pues ya
me había casado, regresar a Canarias para comenzar una nueva andadura
profesional.
Mi esposa era una “casi colega”. Trabajaba
como Enfermera Auxiliar de Clínica en el Hospital donde personalmente me formé.
Lo hacía -y así se le reconocía- con el beneplácito de todos porque demostraba competencia,
afabilidad y un especial cuidado con los
enfermos que la tenían en la más alta consideración mostrándole, además, un gran
cariño.
Tuvimos suerte al regreso porque conseguí,
casi de inmediato, tras Concurso de Méritos, plaza como médico titular en un
pueblo de Tenerife, en Candelaria. Constaba éste de un núcleo central marinero pequeño,
con poca riqueza, pero en su conjunto muy rico porque abarcaba a cinco
importantes pedanías prósperas y con muchos recursos. Un pueblo universalmente
conocido porque alberga y en él se venera a la Patrona de las Islas Canarias.
Su crecimiento en los últimos años, a causa del turismo y a su proximidad a la
Capital de la Isla, que necesitaba expansión, ha sido espectacular.
Allí, donde permanecí con mi familia durante
ochos años, caí de pie. Por razones que en estos casos no aparecen nunca claras
alcancé un alto prestigio dentro de la comunidad que, además, por cuestiones
aún más difíciles de explicar, sintió siempre orgullo -y así, abiertamente, lo
proclamaba- del médico de su pueblo, “de D. Antonio”. Nombre con el que desde
ese momento, y ya invariablemente, fui conocido en todos los ámbitos, en los
comarcales y en los insulares.
Por razones familiares -ya teníamos
cinco hijos- y por justas ambiciones personales, concurrí y obtuve, en Concurso
Público de Méritos, plaza de médico de la Seguridad Social en la Capital de la
Provincia, donde “abrí”, además, Consulta privada.
Tras años de ejercicio profesional -primero
en el pueblo y luego en la ciudad- obtuve, mediante nuevo Concurso Público, una
Plaza de Jefe de Servicio del Hospital General y Clínico de Tenerife así como una
de Profesor Encargado de Curso de Medicina Interna, con Nivel A, en la Facultad
de Medicina.
Por entonces, preparaba la Tesis
Doctoral sobre “Estudio Ultraestructural y Óptico de la Mucosa Gástrica en los
enfermos con Cirrosis Hepática”, que auspiciaba mi dilecto amigo el Dr. Pedro
de las Casas, quien me facilitó los enfermos que precisé, así como los medios personales
y técnicos de su Servicio, para la presentación de la misma.
Me jubilé a los setenta años después
de más de cuarenta de ininterrumpido trabajo oficial aunque continué ejerciendo
la medicina, con carácter privado, unos nueve años más, porque tiempo atrás,
con un pequeño grupo de compañeros médicos, habíamos creado y puesto en
funcionamiento la más importante Clínica Privada de la Provincia en la que
continué mi actividad profesional a un ritmo de trabajo diferente, pero muy
satisfactorio, hasta la definitiva jubilación en la que me encuentro.
Retomaré por ello ahora, lo que he
dejado atrás donde he transcrito la poca documentación cierta en la que me he
apoyado en un intento de encontrar la ascendencia familiar, reconociendo, con
tristeza, que estoy más en conjeturas que en certezas.
En base a lo cual me pregunto:
¿Por qué el apellido Hajj, único que en
los pocos documentos expuestos se aproxima en escritura y en fonética a Hage,
pudo devenir, si es que devino, en éste?
El apellido Hage, es oriundo de
Centro Europa. De Los Países Bajos, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Por lo que
me resulta extraño que sea el mismo al que me vengo refiriendo cuando, además, nada
he encontrado escrito en todo lo consultado que diga que el Líbano lo tomó de
Europa. Estimo más acertado considerarlo genuinamente árabe y posiblemente con
el mismo significado e intercambiable con Hajj, con El Hajj y con El Hage. Intercambio
que según lo leído parece factible, aunque Hajj con el prefijo El tenga connotación
diferente ya que así escrito “El Hajj” se aplica casi exclusivamente a los musulmanes
que han realizado, al menos una vez en su vida, la peregrinación a la Meca.
Esto último podría haber sido -y
entro abiertamente en el terreno de las conjeturas- la razón que movió a mi
familia a sustituir el apellido Hajj por el de Hage o El Hage. Para que no fuese
motivo de dudas o de confusiones ya que mis padres y su familia eran cristianos
maronitas cumplidores estrictos de la religión católica y nada tenían que ver
con el Islam. Hecho que los hijos conocimos de primera mano al observar el rezo
diario de mis padres en nuestra casa así como su asistencia puntual a la Misa Semanal,
además del cumplimiento riguroso del ayuno en la Fiesta Pascual, corroborado todo
ello por lo que recogen las copias de las actas de bautismo y matrimonio ya
expuestas.
Otra pregunta debo añadir a lo
anterior. Es la concerniente a los nombres. En particular el de mi padre y el
mío porque tenemos nombres árabes sin equivalentes en español lo que ha dado
lugar a mucha confusión. Al contrario a lo que ha sucedido con los de mi madre
y hermanas -Luisa, Paulina y Teresa respectivamente- en las que no existen
dudas de identificación ya que sus nombres son universalmente aceptados en
todas las latitudes.
Para todo esto he de hacer una breve aclaración
previa, imprescindible, tomada en parte de explicaciones escuchadas a mi padre:
“en el
Líbano, el nombre completo de una persona sólo necesita de su nombre seguido
por el del padre. El hijo mayor, por lo general, da a su primer hijo el nombre
de su propio padre, lo que confirma para el abuelo la continuidad de su línea durante
toda su vida. De hecho, antes de que sean casados o tengan hijos, a los hombres
libaneses pueden llamárseles “el padre de...”, nombre de su propio padre,
anunciando con anticipación el nombre que va a tener su hijo. La esposa, al
casarse, pasa a tomar el apellido del marido como ocurre en el sistema de
identidad anglosajón, francés y en otros muchos lugares donde, incluso, ninguna
ley regula la norma. Hasta tal punto son así las cosas que por ejemplo, en
Suecia, la pareja decide el orden de inscripción de los hijos y si no existe
acuerdo se registra al niño con el apellido de su madre.
En muchos países, especialmente
americanos de habla hispana, también en España, existe la costumbre de
castellanizar los nombres árabes, asimilándolos a un nombre español según su
proximidad fonética y según el criterio del funcionario de turno del País
receptor dándole a los emigrantes nuevos nombres tan alejados a veces de los suyos
reales que el asunto ha abocado a conocidos y jocundos chistes, aunque las más
de las veces a serias e importantes confusiones que dificultad el análisis cuando
pasan los años”.
En cuanto al mío, el asunto es más
confuso aún porque en la documentación no aparece ni el Toufic ni el Darwiche por
parte alguna al no haberse aplicado conmigo la costumbre de inscripción árabe
antes expuesta, llamándome todos en mi casa, desde mi nacimiento, Abboud o
Abbud sin más; es decir, sin añadir ni el Toufic ni el Darwiche a mi nombre, desconociendo
las causas, que, además, han terminado por transformarlo en el hoy oficial Abdo
parecido al Abdu con el que fui inscrito y con el que alguna relación, que
desconozco, podría tener.
El asunto es complejo porque: en el
Acta de Nacimiento figuro inscrito, repito, como Abdu. En mi casa me llamaban Abboud
o Abbud, que los amigos simplificaron por el Abu -con acento en la u- con el que
empezaron, y continuaron luego, llamándome. Y ahora figuro, de forma definitiva
y en todo tipo de documentación oficial, como Abdo porque de esta manera aparece
registrado, incluso, en el Consulado del Líbano de Las Palmas.
Con respecto a todo esto, he de decir
que en nombres mi preferencia personal es, cuando se emplea el tono y la
modulación debidas, Abboud, porque así lo escuché durante toda mi infancia y
juventud en mi casa y a los integrantes de la colonia árabe allegada y porque todavía,
así con la entonación que sólo un árabe pronuncia adecuadamente, lo oigo con
satisfacción a los miembros de la gran familia libanesa, siria, palestina y
demás integrada en las Islas donde mis amigos próximos siguen empleando el Abu
que aunque áspero al oído sigue resultándome igualmente familiar y grato. Abdu
no lo he vuelto a ver en ningún otro lugar ni se emplea para nada. En cuanto a Abdo,
al que me he ido acostumbrando porque es una adquisición de la madurez y la
oficialidad, diré que lo he asumido y que lo utilizo ya a todos los efectos.
Permítanme que complete esta
Presentación con unas palabras dedicadas a mi familia. Un homenaje que debo a
mis padres y a mis dos hermanas, todos ellos desaparecidos ya.
No sé si lo que pretendo compendiar
sobre la vida de nuestra familia se entenderá porque la exposición encierra
dificultades. Trato de exponerlo como si se tratase de una realidad concreta
cuando en esencia es sólo una abstracción que quiere interpretar el encaje en la
sociedad española de unos extranjeros árabes, de mis padres y de sus hijos,
éstos tan canarios y tan españoles como los que más.
Nuestra “aventura” la iniciaron mis
padres que fueron, como tantos libaneses, ilusionados emigrantes que llegaron a
África, en concreto a Liberia, a hacer fortuna. La obtuvieron tras unos pocos
años de duro trabajo porque mi padre fue un laborioso comerciante que puso en
explotación una plantación de café cuya producción vendía a importantes
Compañías inglesas receptoras ubicadas en el propio país africano, en su
capital, en Monrovia.
Mi padre tenía, entre otras virtudes,
una asombrosa capacidad para los números, para los cálculos y para todo tipo de
operaciones matemáticas sin recurrir al papel y al lápiz. Era capaz de “operar”
con grandes magnitudes empleando sólo la cabeza y me contaba regocijado que
mientras el operario de turno ajustaba el peso de la mercancía que recibía y el
valor total de la misma, él ya daba el resultado exacto -que realizaba sobre la marcha y sin equívoco alguno-
adelantándose a las operaciones que practicaba el contable que lo miraba
asombrado.
Con el aceptable capital ahorrado en libras
oro, mis padres decidieron regresar a su País aunque haciendo escala en
Canarias, en Las Palmas, porque mi madre, en gestación avanzada, iba a dar a
luz a su primer hijo.
Allí vivieron de las rentas, con
holgura, aunque tuvieron que trastocar sus planes porque tuvieron dos hijos más
y porque invirtieron mal, aconsejados por frívolos amigos, en negocios ruinosos.
Uno de los cuales fue la compra de un hotel que mis padres no sabían que estaba
embargado del que sólo rescataron un juego de dominó cuya historia contaba con
regocijo mi padre -¡era un optimista que entonces podía reírse de estas cosas!-
cada vez que invitaba a alguien a una partida que comenzaba así: “estas fichas
de dominó son muy valiosas, me costaron...” y daba el valor del hotel que había
perdido. A nosotros nos mostró en su día, además, una gran bandeja de plata que
también había salvado de la “quema”.
Desde Las Palmas mi familia tuvo que
trasladarse a vivir a Tenerife. Mis padres, habían financiado a un compatriota un
negocio de tejidos que éste decidió explotar en la que decía era la mejor zona
de la Isla de Tenerife, en Güímar. Lo que era cierto porque por entonces esa
Villa -hoy Ciudad- era el pueblo más próspero del sur de la Isla. Pero tuvieron
que romper con el socio porque llevó tan mal el negocio que terminó
arruinándolo. Lo despidieron, sin que saliera mal pagado, y se hicieron cargo
del mismo, con éxito, al convertirlo en el más importante de toda la zona sur
de la Isla.
Comenzaba así el definitivo arraigo de la
familia en Canarias y mi visión personal,
mi abstracción como he adelantado, compartida con mis hermanas que tenían
sentimientos semejantes a los míos. Una historia familiar que comenzaba en
nosotros mismos, en los hijos de nuestros padres, valga la redundancia, que
junto a ellos fuimos
sus iniciadores.
Mi abstracción se
concretaba en la visión de lo que yo personalmente sentía sobre qué éramos y en
dónde nos encontrábamos: éramos unos canarios, unos españoles, con padres
árabes, cuya familia comenzaba -repito- en nosotros mismos en las Islas. Porque
no conocíamos más familia ni más ancestros salvo algún esporádico encuentro con
algún lejano pariente. La fantasía consistía en haberme inventado el comienzo
de una genealogía que empezaba con nosotros que la iniciábamos; que nacía en el
entorno favorable de una buena gente de un pueblo que nos trataba como parte de
si mismos. Nosotros entramos en el “juego” sin complejos de ninguna clase, estimando
natural lo que sucedía y Güímar nos aceptó considerándonos unos canarios más a
los que había que acoger porque los habíamos elegido para vivir entre ellos.
La simbiosis no ofreció dificultades porque
nosotros fuimos unos niños del pueblo normales y porque nuestros padres -inteligentes,
bondadosos, agradecidos- se acomodaron con suma facilidad a su nueva vida,
integrándose en un ambiente sumamente acogedor para ellos.
Mis padres eran unas personas fundamentalmente
buenas que atesoraban otras virtudes que han quedado en el recuerdo de quienes
les conocieron hasta el punto de que cuando todavía ahora pregunto a alguien de
la época ¿conoció usted a mi madre? Invariablemente me contesta “Hombre, Dª
Luisa, ¡toda una señora! ¡La persona más bondadosa que hemos conocido por aquí!
Podría contarle muchas de las ayudas a necesitados que le vi hacer Era, además,
¡una belleza! Los que la conocimos nunca nos hemos podido olvidar de ella.”
Palabras, y especialmente el énfasis de como son pronunciadas que revelan
claramente todo lo que quieren decir sobre quien fue una mujer inolvidable y que
me relevan de expresar mis sentimientos sobre la persona que más he querido en
la vida.
Mi padre fue un hombre de su época,
con cultura para el tiempo en que vivió. Siempre lo conocí leyendo,
especialmente la Prensa de su País a la que estaba suscrito y que recibía periódicamente.
Primero desde el Líbano y luego desde Egipto. Recuerdo el nombre de su periódico
favorito, se llamaba Al Ahram. En él colaboró con esporádicos artículos sobre
temas locales que le aceptaron siempre. La capacidad que demostraba para los
números era asombrosa, como ya he contado; a mí, que estudiaba Bachillerato, me
resolvió difíciles problemas de Matemáticas dándome el resultado final correcto
aunque los pasos intermedios hasta llegar a la resolución final no podía explicármelos
con detalle. Era cumplidor estricto en el trabajo al que no faltó ningún día.
Hacía vida familiar en su casa en la que con frecuencia había algún invitado
con el que se sentaba a dialogar por las tardes en la terraza o en el jardín al
tiempo de degustar un vaso de arac, bebida que conseguía con dificultades, al que
acompañaba con múltiples pequeños platos de aperitivos de la cocina árabe que preparaba
mi madre como usualmente se acostumbraba a hacer en su País. Su amenidad y buen
humor eran proverbiales. En las fiestas que celebrábamos recuerdo cómo nos
deleitaba con algún tipo de baile o canción del Líbano que entonaba muy bien.
Tenía, además, una especial cualidad innata: era un poeta recitador de “zajales”
(el zajal es un canto improvisado del Líbano entre dos contrincantes que no es propiamente
un zéjel) divertidos y amenos, a veces profundos, contra el oponente de turno y
resultaba asombroso cómo podía hacerlo no sólo en lengua árabe sino también en
la española que le ofrecía mayores dificultades. El Ayuntamiento de Güímar le
homenajeó, tras su fallecimiento, con una Placa Conmemorativa.
Mis padres, resumo, fueron unas
personas buenas que hicieron grata la vida, no sólo a sus hijos, también a
cuantos los trataron. Con ellos, sus hijos conseguimos hacer realidad la
abstracción, la fantasía de haber creado una naciente y original genealogía que
a partir de ese momento se ha multiplicado hasta contar con numerosos nietos
que más pronto que tarde, pueden proporcionarnos biznietos que sigan la
tradición familiar.
Mis hermanas, fueron dos magníficas
mujeres, inteligentes y buenas que contribuyeron siempre a la cohesión de la
familia. La mayor, Paulina, desinteresada hasta la exageración, era especialmente
inteligente como lo demostró siempre y mientras estudiaba. Tere, la más pequeña,
dedicó su vida al prójimo; era una bendita a la que se dirigían todos en busca
de ayuda y consuelo.
Maye, y Paquita su hija, estuvieron
siempre ayudando a mi madre y, desde que nacimos nosotros, cuidándonos. Con una
lealtad y entrega que hemos intentado pagarles siempre utilizando idéntica
moneda.
Cierro esta Presentación con unas
pocas palabras sobre mi mujer y sobres mis hijos. Éstos, María José, María
Elena, Antonio Abdo, María Cruz y José Carlos, cinco magníficos vástagos, comparten
entre si más virtudes que defectos. Son generosos, desinteresados,
emprendedores y sobre todo afectuosos y optimistas. Todos ellos, con hijos ¡benditos
nietos! que en la misma estela, han contribuido a que la familia siga estando
unida y mantenga su tono de siempre.
sábado, 12 de septiembre de 2015
ENTRE LA REALIDAD Y LA FANTASÍA
ENTRE LA REALIDAD Y LA FANTASÍA.
PEQUEÑA HISTORIA DE UNA VIDA.
Dr. Antonio A. Hage Made
Hay cuestiones que quien las imagina y
luego las plasma por escrito -mi caso ahora- lo hace con una única finalidad:
la de hablar consigo mismo.
El asunto del que voy a tratar me merece,
en la parte que llamaré teleológica, (?) el mayor respeto, obligándome a ser cauto y
muy respetuoso.
Y, ¿por qué me atrevo a plantearme
unas cuestiones complejas que bien o mal resueltas hasta ahora tendrían que ser
abordadas sólo por mentes privilegiadas? Pues porque me permiten, a nivel
particular, exponer una versión de la vida espiritual que estimo, como poco, original
al tiempo que contrastable con lo consolidado. Y, si lo trascendental que se aborda,
lo que llamo teleológico, tuviera en este caso visos de realidad podría ofrecerme
esperanzas para transitar con alguna ilusión por la vida.
Esta corta introducción sirve a una historia
previa que se encuentra entre la realidad y la fantasía.
Comenzó cuando un antiguo
condiscípulo y ahora entrañable amigo con quien yo compartí estudios de
medicina, regresó de su prolongada estancia de años en tierras americanas donde
vivió todo tipo de aventuras que me narró y que yo pretendo trasladar al papel por
si tuvieran interés para alguien.
La carrera de Medicina no se podía
cursar en mis tiempos en las Islas porque no habían sido creadas las correspondientes
Facultades. Había que ir a la Península. Mi amigo me precedió unos dos años,
por edad, y cuando yo inicié mi andadura médica él había cursado sus primeros años
brillantemente, por cierto, porque tenía unas particulares condiciones
personales con una especial memoria -que siempre definió como “fotográfica”- que
le permitieron ser no sólo el primero de la clase sino también el compañero más
activo, un referente, en el ajetreo diario connatural a la rica vida
estudiantil de la época.
Así, con los altibajos naturales que
ofrece la vida feliz de un estudiante, transcurrió nuestro andar por la Universidad
hasta la finalización de la carrera, lo que ocurrió al recoger cada uno en su
momento la última papeleta exitosa con la que culminábamos los estudios iniciados
seis años antes. ¡Llegaba entonces la hora de la verdad!
Nosotros
seguimos desde un primer momento sendas vitales y profesionales diferentes, en
las que yo fui un privilegiado. Había que buscarse la vida y algunos tuvieron
que hacerlo casi de inmediato. Mi amigo
entre ellos. Me contó, que sin un motivo claro y sin esperarlo, se vio repentinamente
solo y con poco dinero en los bolsillos, embarcado rumbo a las Américas. En
esos instantes y pese a que era un hombre fuerte lloró desconsoladamente al encontrarse
tan desorientado, sin meta clara, sin rumbo, preguntándose que hacía a bordo de
aquel barco en el que entre todos le habían metido para que marchara a ganarse
el sustento. Nueve días más tarde arribó al puerto de La Guaira, ya sosegado, con
el pensamiento puesto en encontrar una solución lo más pronto posible a su
futuro.
Afortunadamente, la Venezuela de
entonces era muy distinta a la actual, especialmente para los canarios que llegaban,
quienes encontraban allí a muchos compatriotas, bien situados en muchos casos, dispuestos
siempre a echar una mano al nuevo emigrante, al paisano. Lo de mi amigo fue especialmente
fácil porque contaba, además, con familiares acomodados en el País.
Obtuvo rápidamente, sólo con
presentar sus credenciales académicas, una plaza interina en una Medicatura. La
Medicatura, es el equivalente a lo que aquí llamamos Partido Médico, con Ambulatorio
incluido o no, regentado por un Médico Titular, en propiedad o en interinidad.
¡Nuestro Médico Oficial del Pueblo, vaya!
La Medicatura que le tocó en suerte,
pobre y primitiva, estaba ubicada en lo más profundo de la selva amazónica. Sólo
un espíritu valeroso y con ideas claras podía encontrarse allí a gusto. Lo que
no me extraña conociendo a mi amigo, que había caído de pie entre los nativos,
describiéndome cómo comenzó entonces una segunda vida que poco tenía que ver
con la primera que ya aparecía lejana. En esta segunda etapa de su vida le ocurrieron
acontecimientos que, concatenados, contribuyeron al éxito que finalmente
alcanzó en su andadura americana.
El aislamiento, la tranquilidad, la grata
vida material -también sentimental- ofrecida por sus nuevos paisanos, el contar
con muchas horas del día y de la noche para, entre otras cosas, preparar unas
necesarias Oposiciones y, especialmente el haber encontrado su vocación de
naturista heredada y fomentada desde que fue muy niño por su padre,
contribuyeron, sumándose a hacer de él ese “hombre nuevo” del que me habló.
Su padre, un probo funcionario del
Ayuntamiento de su pueblo, había sido un naturalista frustrado que amó lo más
digno de la vida: al hombre (utilizamos el colectivo genérico hombre en su
acepción académica), a los animales, a las plantas, así como al arte en una de cuyas
manifestaciones más sublimes, la poesía, fue un dignísimo representante. Todo
ello quedó marcado en el frontispicio de su existencia y trasmitido especialmente
a su hijo, mi amigo.
Más que un naturalista, podríamos
decir que el padre de mi amigo -un naturista en sentido estricto del término- fue
un enamorado de la naturaleza y que a ello dedicó gran parte de su vida de
ocio. Terminado su diario trabajo en el Ayuntamiento se dedicaba a la
contemplación y al cuidado de sus plantas y animales, así como a sus lecturas y,
particularmente, a la creación poética. De ese venero se nutrió mi amigo que en
sus ratos de ocio estaba casi más con su padre que con sus amigos. Lo que le
sirvió para que, al reencontrarse con la naturaleza en su nueva vida americana,
la reconociera de inmediato y se adaptara a ella con facilidad.
En la Medicatura vivió, como hemos adelantado, una vida sencilla pero de
pleno gozo. Se dedicó de lleno a los pacientes a los que no recuerda haberles
cobrado nunca. En primer lugar, porque a eso le obligaba su condición de Funcionario
Público. En segundo lugar, porque muy pronto se sintió imbuido por un
sentimiento altruista, connatural en él, hacia unas personas que desde el
primer momento pusieron a su disposición todo lo que tenían. En tercer lugar,
porque, al no tener gastos de ninguna clase e ir acumulando mes a mes la paga íntegra que
recibía del Estado, podía permitirse esos lujos. Su mesa aparecía siempre bien
servida con productos cultivados y criados en el propio pueblo, ofrecidos casi
en su totalidad por sus convecinos. Su vestimenta era sencilla ya que el clima lo
permitía. El ocio lo ocupaba entre largas
caminatas, un chapuzón diario en las frías aguas de un gran remanso que dejaba
el río que atravesaba el pueblo, así como la cacería y la pesca a las que iba
acompañado siempre por uno, o más de uno, de los lugareños conocedores de la rica,
pero a veces peligrosa fauna. Sencillo modo, como se ve, de llenar las horas y los
días. Ese bucolismo lo hacía feliz y rememoraba en él la infancia pasada al
lado de su progenitor del que tanto aprendió.
Todo eso, no le hacía olvidar que tenía
que estudiar a fondo porque se había propuesto superar unas dificilísimas Oposiciones
en las que necesitaba convalidar su Titulo de Medicina obtenido en España. Esto
es, superar una Reválida, que le iba a permitir competir en igualdad de
condiciones con los propios médicos del País. Y, a ello se puso; sin prisa pero
sin pausa.
La Reválida era el gran escollo al
que todo médico con ambición y con afán de superación debía enfrentarse más
pronto o más tarde si quería ser algo en el País. Era de una dificultad extrema
particularmente porque el temario incluía, de forma extensa y pormenorizada, la
parte de las ciencias naturales donde se estudia especialmente la biología
animal, la parasitología, las enfermedades infecciosas, particularmente las tropicales
y demás, a las que otras Facultades de Medicina suelen dedicar escaso espacio y
tiempo.
Cuando mi amigo se puso a preparar las
Oposiciones, tuvo que modificar sus planes iniciales. No porque no pudiera
superar con facilidad los exámenes -me aseguró que hubiera necesitado menos de
un año para llegar concienzudamente preparado- sino porque consideró que debía compaginar
el estudio teórico con el práctico. Que tendría que ir creando de forma
paralela, y mientras estudiaba la parte teórica, su propio Museo de la Ciencia ¡inédita
ocurrencia a esas alturas en un médico ya formado!
Tardó por ello varios años, pocos, en
completar su definitiva preparación, pero su examen fue un rotundo éxito. Asombró
al Tribunal, que lo calificó con la puntuación más alta quedando sus miembros aun
más sorprendidos cuando, a posteriori, conocieron, porque se los mostró, lo que
había creado, es decir, su Pequeño Museo de la Ciencia.
Allí, en su visita, el docto Tribunal
se encontró lo que mi amigo, con la ayuda de dos nativos de cultura muy
elemental pero despierta inteligencia, había logrado con los aceptables microscopios
que disponía, así como con el resto de material que un laboratorio, por muy
elemental que sea, precisa para su trabajo diario. Sorprendidos vieron a las
más variadas y numerosas especies autóctonas, perfectamente disecadas,
clasificadas y ordenadas, que nuestros investigadores amateurs habían logrado
reunir. Llamándoles especialmente la atención la parte dedicada a reptiles, a
serpientes -precisamente la más apreciada por mi amigo por el trabajo y el tiempo
que le había dedicado pero también por el riesgo en el que puso su vida y la de
sus colaboradores- que incluía culebras, víboras, crótalos, boas, anacondas,
cobras... especies de gran belleza todas ellas mostradas en cuidadosa
ordenación científica.
Este modesto Museo fue donado, en su
momento, por mi amigo -que empezaba a estar en proyectos nuevos- al Instituto
de Ciencias Naturales de Caracas donde hoy ocupa un lugar de privilegio.
Mi amigo empezó entonces, como hemos
adelantado, una nueva andadura cuya razón de ser se sustentaba en su prestigio
personal ganado a pulso. Así, cuando le ofrecieron los más altos puestos
médicos en los más importantes Hospitales del País, también los políticos y los
de la Alta Administración Central del Estado, pudo rechazarlos y sólo pidió, y
lo logró, que le permitieran formarse como Hematólogo. Primero, en el País; luego
en el extranjero. Y ello, porque sentía una decidida inclinación hacia esa
Especialidad Médica en la que ya había hecho sus pinitos.
Comenzó entonces, con la aquiescencia
oficial, su primer año de formación básica, que realizó en el más acreditado
Centro Hematológico de Venezuela, y obtuvo la ayuda que solicitó para, a
continuación, trabajar becado en los más afamados Centros de Hematología del
Mundo.
Primero, en Barcelona (España) en los
Servicios de Hematología del acreditado Profesor Agustín Pedro Pons donde
permaneció largos meses. En segundo lugar, en el Reino Unido, en el importante
University College Hospital y en el no menos importante Hammersmith Hospital de
Hematología avanzada donde estuvo unos dos años bajo la tutela del Premio Nobel
César Milstein y donde se puso al día aprendiendo y practicando todo lo
novedoso de la Hematología a nivel mundial confraternizando, además, con el componente
médico de ambas Instituciones quienes insistieron, cuando se preparaba para
despedirse, en que se quedase definitivamente con ellos en Londres al ver la
natural predisposición que tenía para la investigación y el entusiasmo que desplegaba.
Agradeció de corazón el ofrecimiento, pero su meta estaba en otro sitio, en París
¡Y allí se fue! Deseaba trabajar en la más famosa Institución del momento, en el
Instituto Pasteur de la capital francesa a donde marchó llevándose en la agenda
un nombre, el de Jean Dausset.
El Instituto Pasteur no era cualquier
cosa. En esos momentos, ya había ganado diez Premios Nobel. El del profesor Dausset,
el último.
Entró con todos los honores. Se le
reconoció como lo que era: un joven pero ya acreditado investigador,
entusiasta, apasionado, trabajador incansable que necesitaba saber más cada
día. El profesor Dausset, lo cogió de su mano y le enseñó todo lo que él sabía.
Mi amigo no perdió el tiempo y cuando había superado más de dos años de su provechosa
estancia en París trabajando profesionalmente al más alto nivel, se dispuso a regresar a su País de adopción para
dar desde allí lustre y categoría a la profesión médica, en particular a la
Hematología, no sin antes haber rechazado, con dolor, el ofrecimiento que también
le hicieron en el Instituto Pasteur para que se integrase con carácter
definitivo en la Institución.
París, conviene decirlo ahora, le
ofreció además, mientras culminaba su formación profesional, lo que sólo París
puede ofrecer en grado sumo ¡su hechizo, su bohemia, su variada y rica cultura!
Mi amigo, no desaprovechó la ocasión y lo tomó todo gustoso. Allí nació en él, cogiendo
vaga forma en su mente y en sus sentimientos, lo que en más de una ocasión
había sido casi un fugaz pensamiento de trascendencia que parecía querer quedarse
de forma definitiva en su mente.
Así, una noche tras una interesante y
sincera reunión a la que asistieron muy pocos invitados convocados por un amigo
libanés de “la bohemia” que ya tenía noticias de por dónde respiraba filosóficamente
mi amigo, le vieron extasiarse oyendo las explicaciones dadas por uno de los
comensales que regresaba de un largo viaje por la India profunda y por las
sobrecogedoras cumbres del Himalaya y que fue la estrella de la reunión; se
llamaba Larry.
Larry contó que había sido piloto de
combate en una de las Grandes Guerras Mundiales del pasado siglo y que debía la
vida a la generosidad de su mejor amigo, piloto de combate también, que la
sacrificó por la suya.
Nunca había tenido inquietudes
trascendentes. Vivía a lo que llegaba. Pero que la penuria y los horrores de la
guerra, el vacío que empezaba a sentir en su entorno, la falta de horizontes y el
recuerdo de la muerte de su amigo empezaban a hacer mella en él. Ni en América,
su País, a donde había regresado tras la contienda, ni su entorno social o
familiar le procuraba ilusión alguna. Vivió temporalmente allí, apenado,
mientras le quedó algo del dinero ganado como héroe de guerra. Todo esto le
causó un gran desasosiego y empezó a buscar “algo” con lo que llenar su
existencia que ya no tenía ni rumbo ni alicientes.
Pero en esos amargos momentos, le vino a la
memoria, por fortuna, el recuerdo de París y el de sus estancias allí donde fue
tan feliz compartiendo los días y las noches con sus camaradas y con alegres amigas.
De inmediato marchó a la capital francesa con la vaga esperanza de encontrar parte
del tiempo perdido.
Vana esperanza, porque ni París era la ciudad
que él conoció; ni él, la misma persona. Perdido, comenzó su periplo viviendo
de lo más sencillo que la vida le ofrecía, con la esperanza de que el trabajo
manual simple, con gente igualmente simple, podría ser el remedio que lo
salvase. Aceptó todo lo que le llegaba: porteador de mercancías de todo tipo,
vendedor de pescado, minero en lo profundo de la tierra y ayudante en
diferentes trabajos. ¡Todo en vano! Nada despertaba en él el más mínimo
entusiasmo.
Así las cosas, y cuando de nuevo desesperaba,
volvió a tener un recuerdo salvador que le vino a la memoria al evocar una conversación
mantenida mientras trabajó en la mina con un cura rebotado que le entregó unos
libros -los sagrados del hinduismo, los Upanishad- al tiempo que le habló de
las condiciones espirituales de vida en los Monasterios de las cumbres del
Tíbet. Con la diligencia y el afán que le caracterizaban, allí se fue de
inmediato dispuesto a encontrar el sendero de la vida y el de su existencia.
Los lamas no lo defraudaron, al
contrario, conoció con ellos otra vida: la espiritual, que practicaban y que sintió
transcendente, altruista, generosa, sin apetencias materiales de ningún tipo. Logró,
en un primer momento, una inimaginable paz interior que no había sospechado alcanzar
tan pronto. Los sacerdotes le advirtieron que esa paz y serenidad que acababa
de alcanzar no eran suyas, que eran las del conjunto de los sacerdotes que allí
moraban e inherente, por tanto, al conjunto de la comunidad. La suya personal
tenía que ganársela en un proceso particular de purificación que debía alcanzar
solo, sin compañía, sin ayudas, alejado momentáneamente de ellos mientras
permanecía en lo más alto de la cima del Tíbet.
En ese momento de la exposición, se
levantó William, el comensal británico de la reunión, para decir:
-perdone,
Larry ¡su historia yo la he oído o leído en algún otro lugar!-
-puede ser,
contestó algo contrariado Larry-
Sophie, una bella muchacha que
formaba parte de la reunión, medió, aclarando:
-lo de William
no es de extrañar. A mí me pasa lo mismo, también yo he oído o leído en algún
lugar algo parecido, aunque pienso que en circunstancias similares pueden repetirse
esos hechos coincidentes-
-¡Quizá-,
aceptó resignado William! Y se aprestaron a seguir escuchando la narración.
Larry siguió con el relato y contó
cómo permaneció solo, aislado, alejado de todo contacto humano, en la cima del
mundo, días y días, en el transcurso de cuyo tiempo de oración y de “conversación
con lo divino” notó perfectamente el momento en el que alcanzó el éxtasis
contemplativo con lo que dio por concluida la experiencia. Se sintió entonces reconfortado,
sin dudas de ninguna clase y tuvo el sincero convencimiento de haber superado
la prueba aunque sin confesar más detalles de lo que había pasado en aquellos
días a aquellas alturas.
Ante un sepulcral silencio, una voz se
atrevió a preguntar:
-¿conversación
con lo divino, Larry?-
-¡Sí, así fue!-,
contestó éste con total naturalidad.
Nadie osó añadir más y Larry completó el
relato explicando que cuando volvió al mundo comprobó que la experiencia había
sido un éxito porque se encontró a gusto en el mundo en el que tanto había
penado. Se alejó de la vanidad y del lujo y se sintió especialmente cerca del
que menos tenía y más necesitaba. Dejó de juzgar al prójimo, para bien o para
mal, aunque ayudándole cuando lo precisaba. Se convirtió en un referente para
el agobiado. Y, lo más importante, que no le costaba ningún esfuerzo hacer lo
que hacía, sin ofenderse si alguien no lo entendía o no lo aceptaba. Se sintió
feliz practicando la aproximación y la caridad con todas las personas, con las
conocidas y con las desconocidas, pero quedando perplejo, sorprendido, cuando
comprobó un hecho insólito que se daba en su persona: que en su contacto con
quienes acudían en demanda de ayuda y de apoyo, angustiados, con problemas
personales, aunque también con enfermedades, los sanaba. Constató
fehacientemente el fenómeno porque ocurrió en todos los casos en que mantuvo
sus manos entrelazadas, o simplemente puestas, sobre quienes angustiados, pero
esperanzados, acudían a verle en busca de apoyo y de paz. No recuerda haber
empleado ninguna droga ni ningún exorcismo con ellos. El silencio y la proximidad
lo hacían todo. Él fue el primer sorprendido porque hasta esos momentos no supo
que poseía ese don. Ni siquiera los sacerdotes lamas descubrieron que podría
detentar esos poderes.
Ahora fue mi amigo, como médico,
quien interrumpió el curso de la exposición para explicar a los contertulios que
el fenómeno referido no era nuevo en medicina. Al contrario, se conocía desde mucho
tiempo atrás en el que venía siendo motivo de controversia y de confrontación entre
la clase profesional. Que resultaba complejo pormenorizarlo en esos momentos,
pero que lo haría gustoso si se lo pedían. Todos quedaron de acuerdo en que no
era necesario y aceptaron las explicaciones de mi amigo quien concluyó que eran
razones esotéricas las que se daban en esos casos donde unas personas parecían
tener poderes especiales para mejorar y hasta curar los padecimientos de sus
semejantes. ¡La fe, apostilló William siempre atento, mueve montañas!
Larry concluyó su exposición diciendo
que, paradójicamente, cada vez se encontraba más alejado del fácil efecto que
lograba con los pacientes y que el mundo al que regresaba coincidía poco con el
que a él le alentó mientras permaneció entre las personas puras y en las
montañas del Tíbet. Y que, por fin, después de estar perdido durante mucho
tiempo, se había encontrado a sí mismo y hallada la paz interior y el sentido
de la propia vida que con tanto anhelo había buscado, todo lo cual colmaba su particular
existencia, aunque dicho así pudiera parecer puro egoísmo que aseguró, no lo
era, porque su pensamiento y su obra siempre iban dirigidos al prójimo, a los
demás y no a sí mismo.
El largo silencio que siguió al final
de la charla permitió a los contertulios preguntarse si el orador había querido
dejar algún mensaje ¿quizá que pensaba retornar con los lamas a la vida
sacerdotal que conoció? ¿O quizá que, como sincero gurú que ya era, podría llevar
sus enseñanzas por el mundo? ¡Quis novit!
Concluida la reunión, todos se
dispersaron despidiéndose entre sí. Mi amigo y su amigo libanés caminaron juntos
durante un buen rato. En ese intervalo de tiempo el amigo libanés tuvo tiempo
de preguntarle a mi amigo por qué había estado tan absorto durante la
exposición y que aunque algo conocía de sus inclinaciones metafísicas no sospechaba
que iba a encontrarle tan afectado por el apasionante relato de Larry. Que
también a él le emocionaban esas cuestiones pero que como buen descendiente de
fenicios, las dejaba para otro momento; para la última etapa de su vida. Mi
amigo, sonriendo, le dio la razón concluyendo con las siguientes palabras: - en efecto, como buen admirador del pueblo
fenicio estoy de acuerdo, dijo en tono jocoso, en dejar esas cuestiones para
más adelante, para el final de mis días-
Se despidieron con un fuerte abrazo porque
esa era la última noche de mi amigo en París. Embarcaba al día siguiente hacia su
Patria de adopción.
Pero eso forma la segunda parte de la
pequeña historia de la vida de mi amigo.
El viaje resultó muy grato. Gozó del
trato de favor que se les dispensaba a los pasajeros de lujo, entabló amistades
amenas con personas que marchaban al Caribe en viaje de placer y tuvo mucho
tiempo para cavilar sobre sus proyectos futuros cuando arribara.
No pudo evitar hacer la comparación
entre su viaje inicial al Nuevo Mundo en condiciones precarias y el actual en
el que gozaba de todo tipo de prerrogativas y en el que tenía perspectivas de
trabajo inmediatas a un alto nivel. En su cabeza no aparecían más pensamientos
que los simples de planificar una inmediata vida de trabajo. Otros, los que
atañían a cuestiones particulares trascendentes, no estaban en su agenda. Por
ese lado, podía dormir tranquilo.
Desembarcó en la Guaira una mañana
del mes de octubre -suave invierno todavía- y aprovechó el día para visitar en
la capital del Estado, en visita de cortesía, a alguna de las principales
autoridades a las que ya conocía y a las que debía dar, en su momento,
testimonio escrito de su actividad profesional durante la larga estancia vivida
en el viejo Mundo.
Y a partir de ese momento se dedicó, full time, al trabajo profesional que le
habían asignado sus superiores jerárquicos los cuales le nombraron de inmediato
Director Médico de uno de los más importantes hospitales universitarios del
País. En el mismo, desarrolló una ímproba labor que diversificó entre lo que es
la alta dirección de un hospital universitario y la atención a uno de sus
Servicios, el de Hematología, que pidió dirigir personalmente y que elevó a la
más alta categoría como centro puntero de referencia de la especialidad tal y
como la había conocido en el resto del mundo porque, aun cuando no lo hemos
dicho todavía, mi amigo conocía también, por reiteradas y cortas estancias
anteriores, los grandes centros de investigación y las grandes instituciones
médicas de los Estados Unidos de América.
Cumplía en su trabajo como debe
hacerlo todo buen regidor de una Alta Institución del Estado; con ello queremos
decir: llegaba el primero, se marchaba el último y no cesaba de trabajar. El
ejemplo, es la mejor enseñanza en cualquier tipo de actividad y mi amigo
siempre, en toda ocasión y en todo lugar, enseñó con el ejemplo.
La Institución se convirtió muy
pronto en referente Nacional solicitada por todos, tanto médicos como alumnos.
Dentro de ella, el Departamento de Hematología, que personalmente dirigía mi
amigo, pasó a ser punto de mira al que acudían profesionales de todas partes
porque ya tenía el mismo crédito y la misma categoría que los demás Centros de
Hematología del Mundo.
Desde el principio, su actividad profesional
fue desenfrenada. Llevó a su Universidad a los más acreditados científicos del
mundo, al tiempo que enviaba a sus más aventajados discípulos al extranjero
para establecer un intercambio de conocimientos y experiencias que resultó
altamente ventajoso. Fomentó las publicaciones y los trabajos científicos en su
Universidad, siempre al más alto nivel y en competencia sana con lo que se
hacía y publicaba fuera de sus fronteras. Hizo apasionante y ameno el trabajo
entre todos los componentes de la Institución y consiguió también, y
especialmente, que los enfermos solicitaran ser atendidos en un Hospital tan
acreditado como el suyo, donde se practicaba una medicina de altura compaginada
con un trato personal humano exquisito. Lo que, lamentablemente, no suele ser
la regla en la atención médica cotidiana.
Pero, como tantas veces ocurre en la
vida en la que los hechos, favorables o no, suelen mostrar dos caras, a mi
amigo le cambiaron la trayectoria lineal que llevaba. Decimos le cambiaron
porque fue una decisión emanada de instancias superiores, de políticos, que
pensaron que necesitaban un profesional con una cabeza bien armada para dirigir
toda la Sanidad y la Asistencia Social de Venezuela.
Mi amigo no pudo negarse, le debía
mucho al País y a su gente y, además, le resultaba grato contribuir a la alta
sanidad social en su faceta organizativa. Sólo pidió que le permitieran
compaginar su nuevo trabajo con la dirección de su Laboratorio de Hematología
ya universalmente acreditado y que sus actuales colaboradores se hicieran cargo
de la dirección del Hospital. Su petición fue oída porque conocían la capacidad
de trabajo de mi amigo, de las que ya había dado suficientes muestras, y porque
tenían las mejores referencias de sus colaboradores. Él, como veremos, se
acomodó bien a su nueva situación.
Se instaló en la capital del Estado y
se rodeó, en una especie de Gran Ministerio, de colaboradores de todo tipo, de
los que recabó exhaustiva información sobre lo que existía en esos momentos.
Cuando tuvo conocimiento cabal de lo que había y de lo que necesitaba, comenzó
a actuar como siempre “sin prisa pero sin pausa”. Lo ordenó todo. Viajó
incansablemente por todo el País y, de nuevo, por todo el Mundo de donde retomó
lo más útil y acreditado. Situó a cada persona en el lugar debido, aprovechando
la capacidad y la valía de cada uno de sus antiguos colaboradores, pero también
la de los nuevos fichajes recabados entre los más capacitados.
Aquello fue, como no podía ser menos
conociendo al autor, un rotundo éxito y situó a la sanidad social venezolana
-esta vez en su faceta organizativa- a la vanguardia.
El asunto marchaba sobre ruedas.
Mi amigo retomó entonces, sin descuidar la faceta organizativa puesta en
marcha, su intensa labor personal en el Laboratorio de Hematología. No se
resignaba a quedar rezagado, y no se quedó, porque el Departamento no cedió un
ápice en calidad y en buen hacer. Siguió siendo referente mundial de la
Especialidad.
Por esa época, como hemos dicho, mi
amigo viajaba mucho. También por el propio País que conocía al dedillo por
haberlo pateado antes durante muchos años. Eso le hizo ver que en general, pero
especialmente en las zonas rurales o más alejadas de la civilización, en las
distintas Medicaturas, se adolecía de falta de laboratorios de análisis
hematológicos de todo tipo. Lo resolvió de inmediato, creando todos los
necesarios, lo que fue una ímproba labor si se conoce la geografía del País. No
lo creerán, pero puedo asegurar que cuando se acababa el dinero, mi amigo
creaba con su propio peculio el laboratorio que se precisaba. Se convirtió,
así, en médico que “trabajaba” también por cuenta propia, en médico privado,
particular, pero no se llamen a engaño: en sus laboratorios no se les cobraba a
los pacientes; las dispensaciones eran gratuitas, tal y como sucedía con el
resto de los laboratorios oficiales del Estado. Además, pasado el tiempo, y ya
mi amigo en periodo de jubilación, donó toda la estructura creada con su propio
dinero, a las diferentes Medicaturas y, por ende, al Estado.
Ese momento podía haber sido de
descanso o, al menos, de aflojar la intensidad del trabajo pero, como hemos
dicho más atrás y repetimos ahora con palabras distintas pero de parecido
significado, “Cor hominis disponit viam
suam, sed Domini est dirigere gressus eius (El hombre dispone su camino,
pero al Señor corresponde disponer sus pasos)”. Queremos decir que eso no pudo
ser. El merecido descanso se vio frustrado una vez más porque había recibido
noticias poco tranquilizadoras de su familia de Canarias, sobre su padre,
modificando todos sus planes.
Las noticias decían que su padre ya
era totalmente dependiente del cuidado de otras personas. Su vista se había
apagado casi por completo y que si continuaba creando poesía era porque su
prodigiosa memoria parecía haber quedado intacta hasta el punto de que su
último y largo poema dedicado a su última nieta, Tulita, hija precisamente de
mi amigo y que se lo remitían para que lo conociera, lo había dictado de
corrido sin muletillas de ningún tipo. Y que, si bien se había resignado y
adaptado a su nueva situación, no parecía haber podido superar el decadente
entorno, tan mimado antes, al que habían llegado sus animales y, especialmente
sus plantas, con las que tan feliz había sido. Todas ellas, contaba la familia,
estaban prácticamente perdidas.
La situación era dramática para el
pobre anciano que lloraba por todo lo perdido y en particular por el último
árbol que aún se mantenía en pie y que había sido el eje de su vida
sentimental. Este árbol lo había traído de América, precisamente de la tierra
donde vivía mi amigo ahora, Venezuela, aunque era oriundo de otra zona
americana. La planta, única existente en la isla donde vivía su padre, era
conocida con el nombre de su dueño, padre de mi amigo, como la ceiba de Don
Arístides. Árbol sagrado para los indígenas de las Antillas quienes decían que
atraía buena suerte, energía espiritual, vibraciones sanadoras y purificadoras;
su madera era utilizada para construir cayucos, pequeñas embarcaciones hechas
con un solo tronco de árbol.
Cada mañana y para no aceptar
engaños, el padre de mi amigo exigía que le llevaran hasta el árbol para
tocándolo, saber, al menos, de la salud y el tiempo de vida que al mismo le
quedaba. De ese modo, cuando le repetían que todo seguía igual, sin cambios, él
se acercaba hasta la planta, la tocaba y repetía machaconamente: ¡este árbol
languidece, así no puede seguir mucho tiempo más!
Esas palabras hicieron mella en la
mente de mi amigo. Fueron, desde el primer momento, una obsesión que no le
dejaba ni de noche ni de día y a la que buscaba con ahínco una solución que
parecía no llegar.
En ese ínterin estaba cuando una
noche, la más negra y encapotada que mi amigo recuerda, fue despertado por una
voz -no reconoció a ninguna persona- que le dijo:
-
ve a buscar el cayuco que permanece bien conservado en
el desván. Así lo hizo. La voz volvió a hablarle para exigirle:
-
sígueme con la barca.
Pronto se encontró al borde del más
importante río del entorno, el Caroní, afluente del gran Orinoco, donde
depositó la carga que portaba. La voz ordenó:
-
sube al cayuco que él sabe dónde tiene que llevarte. Mi
amigo obedeció y se sentó en la barca que admitía a una o a dos personas en
óptimo acomodo. Clareaba el día y el cayuco ¡comenzó el viaje a no se sabe
dónde!
La lancha bajó con rapidez hasta
alcanzar la confluencia de ambos ríos. El color diferente de ambas aguas
mostraba claramente el espectáculo de dos corrientes que se entremezclaban en
un único y majestuoso caudal. Mi amigo, único ocupante del bote, se sentía,
pese a su pequeñez y a la de su embarcación, frente a lo inmenso de la
naturaleza, tan seguro en ella, que se permitía esbozar una sonrisa cada vez
que surgía un contratiempo. El cayuco, por otro lado, se las arreglaba solo. No
necesitaba ni dirección ni mando alguno. El lugar que mi amigo, que no soltaba
el remo de la mano, ocupó todo el tiempo, por razones estratégicas fue la popa,
o casi la popa, de la pequeña nave.
El cayuco lo sorteaba todo con
valentía. Aparecía siempre enhiesto, erguido, sin dejarse amedrentar por nada.
Su rumbo era uniforme, invariable, tanto si cruzaba un meandro, un rápido, un
remanso, un apacible lago, un impresionante salto, un modesto caño como si
tenía que sortear a un grupo de peces pirañas, a un delfín del Amazonas, a un
reptil de gran tamaño, a una anaconda gigante, o a un caimán del Orinoco, entre
otros habitantes del río. Sabía a dónde iba, cómo tenía que ir y por dónde
debía circular. El espectáculo era una gozada para mi amigo que, aunque conocía
bien el terreno, nunca lo había contemplado desde esta nueva y apasionante
perspectiva, al mismo tiempo que se recreaba mirando el revoloteo que sobre su
cabeza dibujaban las aves y los pájaros, en particular las diferentes especies
de gaviotas propias de la cuenca fluvial del Orinoco.
Pronto llegaron a la desembocadura
del río en el Atlántico y lo hicieron por un conjunto numeroso e intrincado de
caños que había que conocer muy bien para no perderse. El cayuco pasó por todos
ellos con los ojos cerrados hasta encontrar el mar. Comenzaba entonces la
navegación abierta por uno de los grandes océanos.
Tampoco eso amedrentó a la pequeña
nave que ya surcaba las abiertas aguas del inmenso mar con la misma frescura y
donaire con la que bajó por el gran río. Lo hacía en todo tiempo, lo mismo durante la calma
chicha, en la que mi amigo “creía” que contribuía a la buena marcha de la
embarcación con su remo, que en las grandes tormentas que hubo de padecer
cuando la mar se ponía brava. Mi amigo, que estaba viviendo una pesadilla, no
salía de su asombro y contemplaba fascinado el espectáculo porque, también
allí, la canoa, en la mar abierta, hubo de sortear toda clase de contratiempos
y de inclemencias sin arrugarse ante nada y ante nadie mientras competía, con
total ventaja, con los más grandes cruceros que surcaban el Atlántico.
Pronto atisbaron las costas canarias
y en ellas las playas de Chimisay por donde debían desembarcar. Cuando lo
hicieron, mi amigo tomó el cayuco entre sus manos, le dio la vuelta y se lo
colocó entre la espalda y la cabeza, como había visto hacer a los nativos, para
así emprender la marcha hacia el hogar de sus padres.
Cuando llegó quedó desolado. La
vivienda aparecía casi en ruinas. No había un solo animal doméstico. No quedaba
una sola planta en pie salvo la ya escuálida ceiba a punto de sucumbir.
Empezaba a amanecer y mi amigo,
reverente, fue acercándose a ella con el cayuco entre sus brazos. Le pareció
notar entonces que algo cambiaba. El árbol se estiró y cuando mi amigo estuvo
cerca de él oyó una especie de chasquido. El cayuco desapareció arrebatado de
sus brazos y fue a parar a los pies de la ceiba, aprehendido por ella, para
formar, entrambos, un indisoluble cuerpo único. La luz del día empezaba a ser
buena y mi amigo contempló entonces un inefable espectáculo: ¡la transformación
total de la ceiba, con su cayuco a los pies, que volvía a su antiguo esplendor!
Mientras contemplaba el insólito hecho, oyó la voz de su padre que pedía que le
acercaran a su árbol.
Una asistente le traía en silla de
ruedas. A mi amigo le pareció intuir que su padre llegaba imbuido por un
inexplicable sentimiento de júbilo que él no terminaba de comprender. Y así
era. Don Arístides, supo de inmediato que algo bueno estaba sucediendo. Tocando
el árbol exclamó: ¡Bendito sea Dios que me permite irme en paz dejando a esta
hija mía, renacida y esplendorosa, en manos de mi querido hijo!
Mi amigo, que había permanecido
discretamente alejado de la escena, se acercó a su padre fundiéndose con él en
un sentido abrazo. A continuación, se separó, hizo mutis por el foro y regresó
al lugar de donde había partido. Oyó, entonces, una voz que le decía:
-¡Haz dormido lo tuyo! ¡Debías
estar muy cansado!
A nadie, salvo a mí en su día, contó
lo que había sucedido. Esa misma tarde recibió la noticia del fallecimiento de
su padre. Con posterioridad, sus hermanos, que habían heredado la propiedad
completaron la noticia. Le comunicaron que habían puesto a la venta la heredad
y que afortunadamente el comprador era un extranjero altruista enamorado como
su padre de la naturaleza, especialmente de la flora porque había comprobado
que toda ella arraigaba con facilidad en esas tierras. Que la ceiba de Don Arístides, estaba hermosa,
espléndida, como jamás lo había estado y que ésta nunca más iba a sufrir
deterioro alguno porque le habían oído decir a su padre, en el final de sus
días, que una ceiba que alberga, que acoge, que se funde con un cayuco obtenido
de la madera de otra ceiba, nunca muere ¡que es eterna!
Todo eso y lo últimamente acontecido
produjeron un gran sosiego, una gran paz, en la vida de mi amigo que, no
obstante, ya miraba en otra dirección porque -ahora es oportuno recordarlo- una
casi promesa quedaba por cumplir y mi amigo tenía ya ochenta y siete años.
El asunto era peliagudo, porque ¡ahí
es nada entrar a opinar sobre la esencia misma de la vida y el encaje de cada
uno en ella!
Mi amigo, no era especialmente dado a
la elucubración. Al contrario, era un hombre de acción que miraba las cosas
siempre de frente. Pero en esta ocasión, tenía que pararse a reflexionar
seriamente porque, no se trataba de una promesa que pudiera dejarse en el aire.
Había que plantarse ante ella como lo que era: una cuestión trascendental a la
que muchos, más tarde o más temprano, terminan enfrentándose.
Él había crecido en el seno de una
familia cristiana, estudiado en colegios religiosos y practicada su vida social
en esos ambientes. Pero llegado a la madurez, le sucedió como a tantos otros
compañeros universitarios. Abandonó todo hábito religioso, se desentendió de
todo tipo de creencias y fue a su aire. Y, dando un paso más, que sí fue
transcendente, se reconoció en unas paradójicas palabras que había oído en más
de una ocasión; las que dicen: “no estamos acostumbrados a ver personas que
hacen cosas sencillamente por amor a un Dios en el que no creen” ¡esa era
sencillamente la actitud adoptada!
Mi amigo, “llegada ya la hora de la
meditación profunda” y en una de sus largas excursiones en las que se perdía en
la intrincada selva amazónica, supo de un maestro espiritual que allí moraba.
Una especie de gurú, del que tenía inmejorables referencias.
Pudo permanecer a su lado una corta
temporada haciendo vida de anacoreta; pensando y elucubrando sobre todo lo
humano y lo divino. Oyendo, más que hablando. El gurú tenía un pensamiento
avanzado y bien estructurado. Mi amigo, no. Le había faltado tiempo y ocasión
para dedicarlos a esa ulterior faceta de su vida. Por esas razones, las pospuso
hasta que la edad, las limitadas perspectivas de futuro y las promesas hechas
años atrás, llegaron a un límite.
El gurú, cada día, en largas y
reconfortantes caminatas iba desgranando su paso por la vida. Contaba, que
mientras vivió en el mundo, su manera de ejercer la profesión de médico -porque
él también lo fue- no era muy diferente a la que practicó mi amigo, aunque sí más
modesta y que cada día pensaba más y de forma más profunda sobre la intrincada
existencia del hombre sobre la Tierra. Un día lo dejó todo y se echó a andar
sin rumbo fijo pasando de los lugares más inhóspitos a los más acogedores. Eso
le llevó hasta la India y hasta el País de los lamas en las impresionantes
cumbres del Himalaya. Allí ¡difícil de explicar! encontró la luz y la razón de
su existencia y que desde allí finalmente había regresado a lo más alejado de
la civilización para rematar así su existencia en la meditación y la oración.
-¡Dios mío, cuánta semejanza-, pensó mi amigo, -con lo que le oyó decir a Larry
aquella sobrecogedora noche en París!-
Mi amigo, decidido a resolver su
problema personal, volvió a viajar mucho. Contactó con muchas personas que
dedicaban su vida a las cuestiones que ahora le interesaban e incluso hizo algo
más: realizó el mismo viaje que habían efectuado tanto Larry como el maestro de
la selva amazónica, con las mismas intenciones y con idénticos afanes por el
País de los lamas.
En su caso, no obtuvo la respuesta
esperada, aunque logró la paz temporal que logran cuantos visitan los
santuarios del Himalaya ¡lo que no es poco! En mi amigo, lamentablemente,
prevaleció la postura materialista en la que había caído de forma insensible
desde tiempo atrás y a la que había llegado sin esfuerzo de ninguna clase, sin
especial profundización intelectual, sin proponérselo y asumiéndolo como algo
que nos llega sin saber el porqué.
Entró de lleno
en su primitivo Humanismo. Mejor diría se reencontró con la esencia del mismo,
sin adjetivos, tal y como lo vio practicar desde tiempo inmemorial en su
entorno. Lo que le bastaba como valor pleno para llenar una vida tal y como él
la concebía forjada desde que fue muy joven precisamente en el Humanismo que
sin adjetivar equivale sencillamente a cultura que la adquirió de su entorno
familiar pero también desde la vida señera de su pueblo natal tan estricto como
otros pueblos por entonces en las Islas en todas las cuestiones concernientes a
la ética. Mi amigo, de vuelta de su nuevo y largo periplo viajero por muchos
países, explicaba su concepción del mundo a quienes querían oírle desgranando
su personal pensamiento de lo aprendido y cavilado. Lo hacía, con su “propia
filosofía”, usando las siguientes palabras:
“hay cuestiones que
nadie ha podido -ni posiblemente pueda- llegar a dilucidar sin recurrir a las
ciencias naturales. Las únicas que podrán dar respuesta a cómo se formó nuestro
Planeta pero también, a cuánto tiempo va a prevalecer en el estadio en el que
lo conocemos y cuánto tardará en finiquitar.
Nuestro mundo hizo su
aparición desde elementos orgánicos preexistentes. Y, como dice alguna
aceptable teoría, a partir de cuerpos químicos cósmicos aleatoriamente unidos
con moléculas de ARN. Desde ahí, desde la simplicidad de los primeros
elementos, se pudo pasar, si admitimos la teoría evolutiva -y nosotros la
admitimos- a la complejidad genética de la vida: la humana y la animal. Y,
desde ellas, a todo lo demás. Una teoría más, endeble como todas las que tratan
este asunto, que no permite crear verdadero cuerpo de doctrina.
Permítanme por ello
emitir mi propio juicio que, sin base científica alguna, pero coincidiendo en
parte con la Historia Sagrada expongo diciendo que nuestro mundo hizo su
aparición, que brotó con lo actualmente existente. Todo al mismo tiempo. Son
coetáneos, pues, hombres, animales, plantas y objetos porque nacieron
prácticamente en el mismo instante de una mano Superior. Desde ese momento,
surgió todo lo demás para dejarnos la vida tal y como la conocemos. Una teoría,
esta nuestra, tan endeble como las otras, con la que pretendo dar un matiz
entre bucólico y poético que encuentro más sugerente.
La creación, en su alfa
y omega, en su principio y final viene a ser la parte más tenebrosa del asunto.
El resto, tiene más fácil explicación y es consecuencia de la condición humana.
Quiero decir, que aparecidas las primeras personas y luego, los primeros
“clanes”, se desató la codicia. El deseo de querer ser más que el otro, la
apetencia por el mando, por el relieve, el afán de sobresalir que llevó
indefectiblemente al privilegio de unas personas -y de unas castas- sobre las
otras. Lo que despertó, de inmediato, el mal, que no admitía contrapartida
porque llegar a él era fácil, directo, inmediato, mientras que para llegar al
bien, se precisaba recorrer un camino más largo en el que había que hacer un
ingente esfuerzo, arriesgar, y la gente no estaba -ni está en general- por esas
cosas. Existió la excepción. La más preclara conocida, la de un Mesías que
revolucionó el Mundo y dio nombre a la religión que hoy por hoy más adeptos
acoge en su seno.
Con los antecedentes
expuestos, cuyas consecuencias perduran, si quisiera atribuirlas a la acción de
un dios tendría que partir de un dualismo teológico que aceptase la existencia
por un lado de un dios perverso, malo ¡que ya ven cómo va dejando el mundo!
para contraponerlo a un dios bueno que parece por los resultados ¡y no quiero
resultar irónico! tener un menor poder.
Aunque haya esperanzas
de futuro –quizá lejanas- de invertir ese orden para conseguir que prevalezca lo bueno sobre lo malo. En una
palabra, para que el beneficio logrado por un dios bueno -que hoy por hoy tiene
que ganárselo a pulso- anule por completo el perjuicio que causa un dios malo a
quien todo se le ha dado hecho. Y, si el Universo -la gente quiero decir- asume
lo fraterno, el amor puro, lo desinteresado, lo bello, lo excelso... es decir,
si trueca el orden actual haciendo desaparecer el mal de la Tierra menoscabando
con ello el poder de lo perverso, eso habremos ganado. Todo lo dicho,
reconociendo que es más atractivo -y por eso lo he expuesto así- atribuir los
sucesos a un Dios cercano a nosotros más que al orden natural que hubo de
adoptar la propia naturaleza cuando se constituyó a sí misma.
Como es notorio, no
estoy queriendo aclarar el génesis, la esencia de la creación, sino sólo sus
consecuencias porque es menos arriesgado abordar el problema desde esta
perspectiva. Intento entronizar, nada más y nada menos, y de forma definitiva
si fuera posible, el bien en la vida de las personas porque eso nos conduciría
a la paz, a la tranquilidad, a compartir lo que la vida ofrece, que es mucho, a
condición de que la equidad llegue a
todos.
Esa es, a grandes
rasgos, la visión que los grandes “conductores” religiosos -Buda, Confucio,
Mahoma, Jesucristo- nos han querido enseñar. Y esa es, sin más, la esencia
metafísica que los citados conductores han querido sacar de la naturaleza del
hombre y que creo que es lo mejor que le puede suceder al ser humano.
Ser humano, que por
otro lado y considerado sólo en su naturaleza material, es objetivamente
eterno. Aunque presentando una “materialidad” con matices para que se cumpla en
él la ley de la conservación de la energía que en su fórmula clásica dice: “la
energía ni se crea ni se destruye sólo se transforma” o, lo que es equivalente,
la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Y esto, de tal manera
es así, que podría estar mirando lo que en su día fue un ser determinado -una
persona, por ejemplo, en sus diferentes facetas- mientras culmina en un “pulvis
es, et in pulverem reverteris”. Estoy hablando, para que se me entienda, de
restos humanos incinerados o mezclados al aire con el de otros congéneres y
todo ello formando cuerpo con la madre naturaleza - sea aire, tierra o agua-
para mostrar una nueva configuración material -definitiva o casi definitiva-
que no guarda semejanza directa con lo que fue en otro tiempo pero ¡que sí lo
es!, sólo que con diferente aspecto para poder cumplir con la ley de la
conservación de la materia.
Lo que me lleva a hacer
un planteamiento aparentemente irreal que podría tener encaje en lo que vengo
tratando si nos preguntásemos ¿lo aparentemente inanimado de lo que estoy
hablando, lo material que procede de la materia, valga la redundancia, no le
dice nada a quién lo observa con atención y con fe? ¿No tiene lo inanimado
ánima, valga el oxímoron, si somos capaces de captar su esencia, de imaginar
cómo y qué fue? ¡Dejemos de lado las ensoñaciones!
No estoy intentando
crear doctrina. Aunque sí tenga la casi imposible pretensión de trocar maldad
por bondad, única solución a una vida feliz en la que el dios bueno -hablo en
términos esotéricos- prevalezca sobre el malo, el perverso. Que todo lo creado
-objetos, plantas, animales, seres humanos- puedan beneficiarse de la bondad
que pueda depararles un dios mediante sus influencias beneficiosas.
Y todo eso, porque,
pese a que al dios bueno aún le queda mucho por realizar, no hay duda de que va
a ganarle la partida al dios malo. Básicamente, porque el progreso,
particularmente el de la ciencia, está de su lado.
Esto es así, como lo
demuestra el devenir de la vida misma donde unos acontecimientos nefastos
-aunque también sucede en los gozosos- que les acontecen a las personas pueden
ir seguidos de soluciones satisfactorias cuando damos tiempo al tiempo y cuando
quienes los sufren tienen superioridad moral manifiesta.
Así le ocurrió a un
entrañable amigo mío, a quien quiero recordar ahora, porque viene a cuento con
lo que acabo de exponer:
Convivíamos en el mismo
Instituto y en franca armonía, un grupo de jóvenes en los que mi amigo José
Antonio era con mucho el más destacado. Atesoraba todo tipo de valores. Era el
mejor dotado por la naturaleza, como se reconocía unánimemente, tanto por
prestancia física como por sabiduría. Con óptimas condiciones para practicar de
forma destacada todo tipo de deportes. Maestro Internacional de Ajedrez con
reconocimiento Oficial. Socialmente poderoso porque su familia era la más rica
del entorno. Varón único con tres hermanas más, mayores, con títulos
universitarios al más alto nivel. Con el mejor carácter del mundo. Y
especialmente, el mejor y más leal amigo.
Nada de eso le sirvió
cuando enfermó gravemente un aciago día en el que le diagnosticaron una severa
enfermedad, mortal de necesidad a corto plazo. Padecía, le dijeron, una
leucemia aguda mieloblástica.
Aquello fue una locura
que contagió a mucha gente porque estábamos en una sociedad cerrada, de
reducido tamaño, relativamente interconectada. Su padre parecía el más
afectado. Viajó con mi joven amigo por todo el mundo científicamente avanzado:
París, Reino Unido, Alemania, Austria, Suiza, EE UU; en ninguno le dieron
esperanzas. Había que regresar desahuciado a casa. Le visité de inmediato y lo
hice a diario a partir de ese momento hasta el desenlace final.
Me impresionó, y es lo
que quiero plasmar ahora, la conversación que mantuvimos a su regreso. Al
verle, me sorprendió una especie de irradiación que emanaba de él y que no sé
si definirla como un aura aunque algo así debió ser. Notó mi estupor y
serenamente me dijo que ya no le embargaba ningún temor. Que todo eso lo había
superado tras un trascendental encuentro que mantuvo con un venerable sacerdote
desahuciado como él, aunque por distinta enfermedad, al que conoció en el más
famoso Sanatorio que había entonces en las altas cumbres suizas de Davos donde
ambos coincidieron ingresados y a quien ingenuamente preguntó ¿por qué a mí que
soy tan joven y no le he hecho daño a nadie me castiga Dios así? El sacerdote
contestó: -lo que te ocurre es una cuestión de azar en el que eres la víctima
accidental. Hoy por hoy, en la lucha entablada entre el dios perverso y el
bueno, prevalece el poder -que es mucho aún- del maligno. Pero a no muy largo
plazo verás que el ahínco puesto por la investigación médica, auspiciada y
alentada por el dios bueno, va a dar su fruto y ésta y otras enfermedades
dejarán de angustiar a los hombres. Nadie entonces podrá repetir tus palabras
actuales. Por ti, nada puede hacer el dios bueno porque los dioses -buenos o
malos- no tienen esa potestad y porque es muy posible que genéticamente hayas
nacido con algún tipo de mutación que ahora se manifiesta de ese modo. Pero el
dios bueno, sí está contribuyendo con su beatitud a que la vida vaya
ordenándose hacia el bien, hacia la felicidad. La ciencia va a hacer el
resto-.
-No podrás creerlo,
querido amigo, pero no soy infeliz en estos momentos-, añadió José Antonio,
-porque ahora sé que todos tenemos un tiempo de vida y que los que nos vamos
antes, incluso jóvenes, abrimos el camino a la ciencia para que, cuando estos
males se repitan en otras personas, ésta termine por erradicarlos de forma
total. Esa, va a ser la gran victoria final del dios bueno, el de la bondad, a
cuyo lado yo estoy, sobre el dios perverso, el de la maldad, del que siempre he
abominado. Una utopía hoy, querido amigo, que va a terminar siendo una realidad
cuando en el Universo finiquite definitivamente lo perverso -todavía muy
arraigado- y acaben por conocerse y derrotarse todas las enfermedades. La vida
entonces, con la salud física resuelta, tomará un rumbo opuesto al actual
dirigiéndose hacia un inefable bienestar espiritual que, con seguridad,
beneficiará a toda la Humanidad-.
Lo oí apenado porque,
pese a todo, nada mitiga el dolor que se siente al perder a un querido amigo.
Pero me dio pie a la esperanza. A que diga, de acuerdo con lo expuesto, que la
vida material, tras su metamorfosis, no se va a acabar, pero tampoco la vida espiritual
que va a perdurar indefinidamente. Aunque modificada tras el exitus letalis que
va a dejar, aunque sólo sea flotando en el aire y sin que sepamos explicarnos
cómo, un “algo” inaprensible, sutil y espiritual que nos cubrirá a todos, a
próximos y a lejanos, a amigos y a no amigos, a buenos y a malos, para que,
sintiéndolo trascendente, nos dé -desde esa esotérica atalaya espiritual,
inaprensible y misteriosa- una esperanza que nos permita, captando su
significado misterioso, encontrar los visos de realidad que ese “algo” pueda
encerrar”.
Así, de este modo, concluyó mi amigo
que, desde ese momento, ha hecho vida benefactora completa y aunque
prácticamente arruinado, con lo poco que le ha ido quedando ayuda a todo aquel
que lo necesita. Es plenamente feliz con su actuación y no está dispuesto a
cambiarla por nada del mundo. No ceja, además, en la lectura y en el
conocimiento planteándose todo tipo de inquietudes sobre “lo profundo” porque
eso sigue subyugándole. Es, hoy por hoy, un ejemplo de vida para sus coetáneos
pero también para la juventud que no está acostumbrada a ver a personajes de
esa laya.
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